Blogia
cuatrodecididos

Un sectarismo que acabará matándonos

El autor sostiene que, ante cualquier discrepancia, debe salvaguardarse la pacífica convivencia común, eje de la democracia misma.

EL PAÍS - España - 26-08-2006
Debo el título de este artículo a la generosidad de mi amiga Rosa Montero, que con esa frase terminaba hace poco una de sus estupendas columnas de EL PAÍS. Lo único que no puede permitirse la democracia española es la demagogia y el sectarismo. Conviene reparar en el sentido hondo de la palabra sectarismo para comprender toda su extensión. El sectarismo es conducta, o palabra, propia de los sectarios; es decir, de aquellos que profesan y siguen a una secta, sus secuaces, los fanáticos e intransigentes, normalmente energúmenos, que se dan tanto en la derecha como en la izquierda española. Y no sólo en nuestras organizaciones políticas, lo cual es muy grave, sino en la actitud incivil por excelencia que consiste en enfrentar, dividir, romper, coaccionar y sentenciar la voluntad de vivir juntos; esto es, el ejercicio político esencial de la democracia: la inquebrantable voluntad de no romper por nada, ni por nadie, la concordia civil.

Entendámonos: podemos no estar de acuerdo, en todo, menos en la indomeñable determinación de seguir juntos. Porque ésa es la esencia democrática de la nación: la permanencia buscada, querida, amparada y practicada de la concordia política. Concordia es la inquebrantable voluntad de vivir juntos los españoles. Con independencia de no estar de acuerdo, o precisamente por ello, porque hay cuestiones en la vida pública, política, intelectual, etcétera, en la que no es posible estar de acuerdo, es el desacuerdo democrático el bastión que hace posible que, pese a disentir, no exista entre nosotros, los ciudadanos españoles, enfrentamiento alguno que perjudique y ponga en jaque la concordia de la polis, el arte delicado, inteligente y culto de la convivencia en común; o sea, de la democracia misma.

Todo lo dicho, naturalmente, implica en la actual hora de España, el ejercicio de una añeja virtud: la finura de espíritu. No es planta que crezca muy espontánea entre los linderos de nuestra historia. Pero la ha habido, ha crecido alguna vez, y con ella se ha hecho posible lo mejor de nuestro presente: el establecimiento, tras la dictadura de Franco, de un régimen democrático para todos los españoles, amparado por la Constitución.

Creo que hoy día la política española está sufriendo un grave ataque de sectarismo, como si fuese la gota, imputable a quienes así se comportan, sólo a ellos, y en absoluto aplicable, como crítica, a toda nuestra clase política y mucho menos a la ciudadanía. En otras palabras: no todo lo que dice el Partido Popular es absolutamente retrógrado, reprobable, apocalíptico, fuera de control, exento de sentido, cruel, signo inequívoco de la bestia y la maldad de los tiempos. Ni, naturalmente, todo lo que propone el Partido Socialista sirve únicamente al cultivo morboso de la herejía, ni a los intereses inconfesables y malolientes de las cloacas.

No todo es horrible. No todo arrasa con todo en este momento de la hora de España. No todo sirve para tirárselo a la cabeza en cada sesión del Parlamento, y no estaría nada mal pensarlo ahora -a la sombra si es posible-, precisamente que hemos concluido el actual periodo de sesiones.

No todo sirve para convertir el Parlamente en circo, escándalo o espectáculo escasamente edificante. No, el Parlamento español, el Congreso de los Diputados y el Senado, las Cortes Generales de España, son algo muy serio, tanto para el Gobierno como para lo oposición, que debe ser en democracia un contrapoder del Estado. Son la sede de la soberanía nacional de los españoles, de todos ellos, incluso de los que no quieren serlo pero tienen en ellas su representación parlamentaria perfectamente legítima y digna; y guardarles al Congreso y al Senado el debido respeto y la compostura como instituciones claves de la representación democrática del pueblo español, es hacerlo de modo directo con los sujetos de la soberanía de la que emana su representación; es decir, todos los españoles.

No es posible seguir por la senda según la cual cada sesión de nuestro Parlamento ahonda en la herida de vencedores y vencidos, fusilados y exiliados, represaliados y difuntos nacionales o republicanos (lo he dicho muchas veces: repárese lo que sea preciso, imprescindible y de justicia a todos los injustamente tratados por una larga dictadura que secuestró las libertades de los españoles durante 40 años), pero no sigamos haciendo del fantasma cruento de la Guerra Civil el soporte del incivil comportamiento parlamentario de algunos, o de muchos en demasiados momentos. De aquellos a los que no importa denigrarse y denigrar la institución parlamentaria ni instar a la ruptura de la concordia civil entre los españoles.

Hay ya demasiados ofendidos en España. Hay demasiada intransigencia en el aire, demasiado malas formas, demasiado grito, demasiado exabrupto, demasiado todo. Y falta claridad en las ideas, en la exposición argumentada de los principios, en la exigencia de claridad en las políticas, de determinación en el cumplimiento de los objetivos y en la mejora, imprescindible, de las relaciones entre el principal partido de la oposición y el Gobierno de España, del Gobierno de España con el principal partido de la oposición. Para ello es necesaria la recuperación de la confianza y la sinceridad en el tratamiento de los grandes asuntos del Estado: la lucha democrática para vencer definitivamente al terrorismo y asistir a su desaparición en España, cuya iniciativa corresponde lógicamente al Gobierno a la vez que éste debe practicar el mayor ahínco en dialogar y hablar también de este importantísimo asunto con la oposición. Y ésta hacer un esfuerzo, también, para dialogar con el Gobierno hasta donde sea democráticamente posible. Así como la inmigración, la seguridad, la política exterior, la política educativa, el modelo autonómico, los problemas demográficos, la extensión justa y positiva de las libertades civiles, la dependencia familiar, la sanidad universal, el mantenimiento de nuestro Estado europeo del bienestar, la pervivencia de los valores constitucionales, del entramado de instituciones que vertebran la democracia, del constante mimo para hacerlas entre todos más de todos y mejores, en lo que respecta a su excelencia y continuidad democráticas.

Y todo este sectarismo (que tiene tantas caras y tantos intérpretes) que nos lleva a no oír, a descalificar cualquier opinión antes de que ésta sea emitida, a que todo sea prejuzgado a gritos extemporáneos y absurdos, a que los adversarios políticos se miren más cada día como enemigos de guerra y no como cuerdos contrincantes demócratas; todo esto nos va limando, nos va matando poco a poco como sociedad libre que debiera serlo cada vez mejor y más civilizadamente democrática.

Joaquín Calomarde es diputado del Partido Popular en el Congreso

0 comentarios