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Los caballos de Calígula


Algunos ciudadanos daríamos nuestro voto por un hearing. Nuestro voto a quien en las próximas elecciones nos prometa que obligará a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, a los miembros del Tribunal Constitucional y a los de todos los órganos colegiados que se eligen actualmente por cuotas de partido, a pasar por una audiencia parlamentaria pública en la que se conozcan y debatan sus méritos, sus opiniones y sus proyectos.

Como nuestra confianza sobre la capacidad de los parlamentarios para protagonizar esa tarea con suficiente independencia es relativa, nuestro voto iría, exactamente, a quienes prometieran una audiencia "a la anglosajona". Es decir, que se celebre un mes después de que se haga pública la identidad de los nominados por cada partido, para permitir que los medios de comunicación, y los ciudadanos en general, acopien información y obliguen a los parlamentarios a darse por enterados, quieran o no, de esos datos.

La idea es evitar el modelo de audiencia descafeinado y de guante blanco que inventaron el año pasado los partidos españoles para el estreno del consejo de administración de RTVE y que algunos querrían extender en el futuro. Salvo el diputado del PNV José Ramón Beloki, que indagó más en las opiniones de los nominados, los otros portavoces parecieron más interesados en dar la amable bienvenida a los consejeros que en demostrar que habían investigado sus obras y méritos.

Es cierto que ese sistema de audiencias, con tiempo e investigación pública previa, tiene, a veces, un efecto perverso y que en Estados Unidos, por ejemplo, donde se aplica con mucha frecuencia, ha dejado fuera a algunas personas extremadamente valiosas e idóneas para un cargo por cuestiones que eran claramente secundarias o, incluso, anecdóticas.

En nuestro caso, sin embargo, es poco probable que corramos ese riesgo. Nuestro problema no es que queden fuera de estos organismos algunas personas muy valiosas. Es que entran muchas personas nada competentes, ni prestigiadas, ni meritorias, personas que ocupan los cargos como "cuotas" de partidos y cuyo gran mérito es el puro sectarismo. El uso indecente de esas fichas en blanco, la frivolidad con la que se rellenan, no con nombres respetados, sino con los de los más serviciales, cuando no, simplemente, con el nombre de la propia hija, va a terminar por hundir el prestigio de unas instituciones, empezando por el propio Parlamento y por los tribunales de justicia, que son imprescindibles para el funcionamiento de cualquier democracia.

El problema no reside, como se ha dicho muchas veces, en que los partidos elijan para esos cargos a personas que se sientan próximos a sus proyectos. El problema no es que un juez sea liberal o conservador, se sienta próximo al PP o al PSOE o proceda del nacionalismo, sino que sea sectario, servicial o incompetente. Y desgraciadamente en este país hay cada vez más decisiones de jueces que no se explican salvo por su pertenencia a una determinada asociación judicial (¿no sería hora de plantearse también si es conveniente seguir con el actual pluralismo de asociaciones y con la impresión que tienen muchos magistrados de que no es posible hacer carrera si no se apuntan a una de ellas? ¿No sería más útil una única asociación judicial de defensa de intereses estrictamente profesionales, como ocurre en otros países europeos?).

Aunque el sistema de cuotas continuara en vigor, ¿funcionarían igual esos organismos si sus componentes hubieran tenido que pasar un examen público? ¿Hubiera votado la izquierda (incluso los más moderados de la derecha) por un magistrado claramente fascista, como lo hizo, si se le hubiera obligado a explicar en público su pensamiento y los votantes hubieran visto el espectáculo? ¿Votarían derecha e izquierda a un magistrado corrupto propuesto por los nacionalistas si se hubiera podido investigar antes sus negocios? ¿Votaríamos los ciudadanos a los partidos que consintieran que alguien manifiestamente ignorante ocupara uno de esos puestos?

Uno de los personajes de Albert Camus le reprochaba a Calígula su frivolidad en los nombramientos: "Hacer un senador sólo lleva un día. En cambio, para hacer un trabajador hacen falta diez años". Dejemos que los ciudadanos le vean la cara a los caballos de Calígula. solg@elpais.es

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