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Las guerras de nuestros antepasados

Hay quienes afirman que en España se respira un clima similar al que se extendió en los años previos a la Guerra Civil. La especie ha sido divulgada por los propagandistas del tremendismo, pero también por personas de buena fe que contemplan con alarma la exhumación de fantasmas que ya creíamos saludablemente olvidados, la vindicación de una ‘memoria’ tergiversada que no es sino la coartada del rencor. No participo de esta actitud alarmista; aunque, ciertamente, vislumbro ciertos síntomas de cainismo en la acción de nuestros políticos y ciertos signos de encanallamiento en la convivencia ciudadana que me hielan el corazón. Las circunstancias actuales no son, desde luego, equiparables a las que prefiguraron el conflicto bélico hace ahora setenta años. Para empezar, debemos considerar que en la España de los años treinta el ochenta por cierto de la población vivía en una situación lindante con la pobreza, o decididamente inmersa en sus lodazales; el hambre, que aviva el ingenio, también afila los caninos y exacerba los resentimientos atávicos. Aquel magma de multitudes desesperadas que convirtieron la política en una excusa para el ajuste de cuentas y la crueldad sin cortapisas no existe hoy, afortunadamente; tampoco aquella fascinación insensata y perniciosa –compartida por izquierdas y derechas– hacia ideologías que declaraban periclitada la democracia. En cambio, barrunto que la posibilidad de una ‘tercera España’, superadora de diferencias seculares, capaz de reconocer los yerros y las atrocidades que se perpetraron desde uno y otro bando en aquella remota guerra de nuestros antepasados, capaz también de perdonarlos sinceramente –no desde una vocación de amnesia o escapismo, sino, por el contrario, asumiendo compungidamente su legado–, se empieza a agostar. Quienes nos sentimos hijos de esa ‘tercera España’ contemplamos con algo de ofendida perplejidad el desarrollo de los acontecimientos, molestamente hostilizados por la avalancha de ‘revisionismos’ que insisten en ofrecer una visión manipuladora y parcial de un conflicto que no podrá ser del todo superado mientras no logremos apartarnos las anteojeras de los prejuicios.

A la versión oficial y hegemónica impuesta durante décadas por los vencedores se ha sucedido otra corriente igualmente tendenciosa que mitifica la Segunda República. Esta beatificación un tanto rudimentaria de la causa republicana ha propiciado, a su vez, una reacción airada de quienes proponen una rehabilitación del franquismo. Y uno se teme que, a la postre, en este juego energúmeno y simplificador, la Guerra Civil se convierta en la coartada para seguir alimentando odios ancestrales, en una suerte de metáfora recurrente de nuestra incapacidad para la reconciliación. En los últimos años se han puesto de moda los libros y coleccionables que confrontan versiones opuestas de aquel conflicto, para que el lector ‘elija’ aquella que mejor se avenga con su particular idiosincrasia. Y uno se pregunta si no sería tiempo ya de arrumbar vetustos apriorismos y abordar el estudio de aquel episodio vergonzoso de nuestra Historia como lo que realmente fue, un choque de ideologías nefastas que hicieron de nuestro país el perfecto campo experimental para la imposición de sus quimeras. Frente a esta visión sintética que execre las tropelías de uno y otro bando y abogue por una ‘tercera España’ siempre pisoteada y reducida al silencio, se persevera en las visiones dialécticas y maniqueas que convierten nuestra convivencia en un perpetuo duelo a garrotazos.

Mi abuelo me contaba que perdió un par de hermanos en la Guerra Civil, batallando en bandos adversos. Cuando veo a los españoles atrincherados en posturas irreconciliables, dispuestos siempre a desenterrar a sus muertos y a utilizarlos como arma arrojadiza frente al contrincante, siento una suerte de melancólica amargura por aquellos tíos a los que nunca pude conocer.

Juan Manuel de Prada

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