El niño del Tren
Era un niño cualquiera. Subió al tren en Valencia, el otro día, acompañado por su madre. La señora dijo buenas tardes, lo dejó sentado en su asiento y le hizo algunas recomendaciones en voz baja. Después, antes de salir del vagón, nos dirigió una sonrisa a quienes estábamos sentados cerca: un señor en el asiento contiguo y yo al otro lado del pasillo. Una de esas sonrisas que no piden nada, pero que a cualquier persona decente la comprometen más que una recomendación o un ruego. Al quedarse solo, el niño sacó un tebeo de Mortadelo de la mochililla que llevaba, y se puso a leerlo. Con disimulo, eché un vistazo. El zagal debía de tener nueve o diez años. Sentado no tocaba el suelo del vagón con los pies. Era, como digo, un niño cualquiera, de infantería. La diferencia con la mayor parte de sus congéneres estaba en el aspecto e indumentaria: en vez de lucir la habitual camiseta desgarbada, los calzones, las chanclas y la gorra opcional de rapero enano, comunes entre los jenares de su edad y su especie cosa lógica, por otra parte, cuando los padres visten así, iba bien peinado, con su raya y todo, llevaba la cara lavada y vestía una camisa azul claro, un pantalón corto beige con cinturón y unas zapatillas deportivas limpias con calcetines blancos. Tenía, resumiendo, el aspecto de un niño aseado, correcto, normal. Un aspecto agradable para la vista. El que cualquier padre con el mínimo sentido común desearía para un hijo suyo.
Al cabo, ya con el tren en marcha, llegó el revisor. El niño dijo buenos días, sacó su billete y le hizo algunas preguntas que, explicó, le había encargado su madre que hiciera. Algo sobre la comida del tren. Llamaba la atención la extrema corrección con la que el niño se dirigía al revisor, usando el por favor y el gracias con una frecuencia nada común en los tiempos que corren. No puede ser, concluí. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico. Así que me puse a observar al enano con mucha atención, buscándole las vueltas. Cuando el revisor siguió camino diré, en su honor, que respondió a los buenos modales del chico con afecto y exquisita cortesía la criatura sacó un teléfono móvil de la mochila. Un móvil con música y colorines. Ya está, pensé, suspicaz. Ya me parecía a mí. Demasiado perfecto hasta ahora. Nos ha tocado murga telefónica para rato.
Pero me equivocaba. Dejándome ante mí mismo como un imbécil, el niño marcó un número, habló con su madre, y sin elevar demasiado la voz le dijo que en la comida que iban a poner había pechuga, que no se preocupara, que comería. Luego guardó el teléfono y siguió hojeando el tebeo. Pasaron las azafatas con auriculares para la película, con las bandejas de comida, con las bebidas. El niño dijo gracias cada vez, pidió por favor esto y aquello, se bebió su refresco de naranja sin derramar una gota, sin tirar nada al suelo ni molestar a nadie. Luego se puso los auriculares y miró la pantalla. La película era Los increíbles, y le hacía mucha gracia. De vez en cuando reía en voz alta, con la risa fuerte y franca, sana, de niño que lo pasa en grande. A veces se volvía hacia los mayores que estábamos cerca, sonriéndonos cómplice, como para comprobar si disfrutábamos tanto como él. El señor que iba a su lado y yo nos mirábamos sin palabras, a uno y otro lado del pasillo. Aquel chaval era gloria bendita.
Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación Triunfo.
Arturo Pérez-Reverte
Al cabo, ya con el tren en marcha, llegó el revisor. El niño dijo buenos días, sacó su billete y le hizo algunas preguntas que, explicó, le había encargado su madre que hiciera. Algo sobre la comida del tren. Llamaba la atención la extrema corrección con la que el niño se dirigía al revisor, usando el por favor y el gracias con una frecuencia nada común en los tiempos que corren. No puede ser, concluí. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico. Así que me puse a observar al enano con mucha atención, buscándole las vueltas. Cuando el revisor siguió camino diré, en su honor, que respondió a los buenos modales del chico con afecto y exquisita cortesía la criatura sacó un teléfono móvil de la mochila. Un móvil con música y colorines. Ya está, pensé, suspicaz. Ya me parecía a mí. Demasiado perfecto hasta ahora. Nos ha tocado murga telefónica para rato.
Pero me equivocaba. Dejándome ante mí mismo como un imbécil, el niño marcó un número, habló con su madre, y sin elevar demasiado la voz le dijo que en la comida que iban a poner había pechuga, que no se preocupara, que comería. Luego guardó el teléfono y siguió hojeando el tebeo. Pasaron las azafatas con auriculares para la película, con las bandejas de comida, con las bebidas. El niño dijo gracias cada vez, pidió por favor esto y aquello, se bebió su refresco de naranja sin derramar una gota, sin tirar nada al suelo ni molestar a nadie. Luego se puso los auriculares y miró la pantalla. La película era Los increíbles, y le hacía mucha gracia. De vez en cuando reía en voz alta, con la risa fuerte y franca, sana, de niño que lo pasa en grande. A veces se volvía hacia los mayores que estábamos cerca, sonriéndonos cómplice, como para comprobar si disfrutábamos tanto como él. El señor que iba a su lado y yo nos mirábamos sin palabras, a uno y otro lado del pasillo. Aquel chaval era gloria bendita.
Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación Triunfo.
Arturo Pérez-Reverte
0 comentarios