Horarios
Se ha hablado mucho durante los últimos años de la necesidad de «racionalizar los hábitos de los españoles». Las prospecciones demoscópicas aseguran que somos, entre todos los europeos, los menos eficientes de Europa, pero también quienes más alargan la jornada laboral. Inevitablemente, esta prolongación de la jornada hasta horas lindantes con la noche provoca a su vez un deterioro de las relaciones familiares, así como una extensión desesperada, casi agónica del ocio hacia la madrugada. Un análisis de los hábitos de consumo televisivo de los españoles nos revela que somos, entre todos los europeos, quienes más apego sentimos hacia la programación nocturna; puesto que el inicio de la jornada laboral española es aproximadamente el mismo que en otros países europeos, hemos de deducir que somos quienes más cansados llegamos a la oficina o al andamio. Este cansancio enseguida se traduce en las más variopintas calamidades: la más aflictiva de todas quizá sea el muy elevado número de accidentes laborales que se registran en nuestro país, muy superior al de otros países de nuestro entorno.
El panorama no puede ser más desolador: cansancio y somnolencia con su cortejo de trastornos psíquicos y alteraciones de la conducta, descenso de la productividad, aumento de la siniestralidad laboral, mala administración del ocio, depauperación de los afectos familiares ¿Hace falta seguir? Cuando se proponen soluciones que traten de menguar estas calamidades, siempre se invoca la peculiaridad hispánica, esa presunta idiosincrasia jaranera que nos obliga a convertir nuestros almuerzos en festines pantagruélicos que nos dejan hechos unos zorros. También suele alegarse que el español propende a la vida nocturna, por temperamento y también por incitación del clima. Creo que en esta caracterización un tanto tópica del español subsiste un cetrino afán de pintoresquismo. Aquel Spain is different que llegó a convertirse en proclama turística y coartada de nuestras más cochambrosas vagancias y chapucerías ha encontrado una nueva fórmula de expresión: si renunciáramos a nuestras comidas siempre tardías y alargadas hasta la exasperación y nos recogiéramos antes de la medianoche dejaríamos de ser españoles. Nada más alejado de la realidad. Basta volver la vista atrás y recordar los hábitos de nuestros abuelos: comían y cenaban antes que nosotros, se acostaban a horas mucho más benignas, y no por ello se les puso cara de finlandeses o suizos.
Es cierto que algunos hábitos extendidos por los países europeos más laboriosos postulan una existencia casi infrahumana. Los holandeses, por ejemplo, convierten el almuerzo en un receso laboral de apenas media hora: mordisquean un sándwich de aspecto palúdico (¡a veces acompañado de un vaso de leche!) y enseguida vuelven al tajo, como ejecutantes de una condena más acongojante que la de Sísifo. Pero ahí están, por ejemplo, los franceses, a quienes nadie podrá acusar de descuidar los placeres que hacen más llevadera la existencia, ni de renegar de las satisfacciones que brinda el paladar. Sin embargo, el tiempo que destinan al almuerzo es casi una hora menos que el que empleamos los prolijos españoles. De este modo, al no extraviarse en farragosas sobremesas, pueden regresar antes a casa.
Quizá sea la hora tardía de regreso a casa la que esté causando un mayor daño en nuestra salud social. Esos padres que vuelven derrengados al hogar a las ocho o las nueve de la tarde, después de una jornada que se ha estirado durante más de doce horas, ya no tienen tiempo ni ganas de dedicar tiempo a unos hijos que crecen expuestos al adoctrinamiento televisivo. Acabamos de saber que tres de cada cuatro profesores de enseñanza secundaria han padecido agresiones físicas o verbales de sus alumnos; creo que estos comportamientos los explica, en una proporción nada exigua, el derrumbe de las estructuras educativas familiares ocasionado por unos horarios laborales que convierten el trato entre padres e hijos en una labor ímproba, casi irrealizable.
Mi amigo Ignacio Buqueras, presidente de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios, lleva algún tiempo empeñado en corregir estos hábitos tan perniciosos como estrafalarios. Ha logrado implicar en su empeño a instituciones, medios de comunicación, organismos públicos y empresariales; ya sólo le falta implicar también a los españoles, empeñados en suicidarse poquito a poco.
Juan Manuel de Prada
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