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Contra la corriente

Contra la corriente

Los temas polémicos acostumbran a provocar irritación y malentendidos. Es casi normal que un artículo que plantea un debate enfade a algún lector, sea objeto de lecturas interlineales y dé lugar a juicios de intenciones. Hace poco, un artículo mío en estas páginas (¿Demasiada democracia? 20-11-2006) acerca de los peligros que pueden acarrear los excesos de la democracia provocó la protesta de uno, porque no se citaba a Franco donde le parecía oportuno, y de otro, porque veía en él una defensa del autoritarismo. Algunos me han dicho de palabra que cómo un viejo demócrata como yo escribía ahora "contra la democracia". Muchos pensarán, en vista de las airadas reacciones que provoca el intentar suscitar discusión, que el precavido y sensato debe evitar los temas polémicos. Nada más lejos de mi opinión. Yo creo que el deber de un articulista que se pretende "intelectual" es acometer temas controvertidos aun a riesgo de causar la ira de algunos, si con ello hace reflexionar a otros.

Quien canta las excelencias de la democracia en un país democrático donde la inmensa mayoría se proclama demócrata sin duda cosechará parabienes, pero contribuirá muy poco a estimular la actividad mental de los lectores y, por ende, a resolver los innegables problemas de esa democracia que tanto se ensalza. Plantear los problemas de la democracia durante la dictadura de Franco hubiera agradado a muchos entonces, pero hubiera sido abyecto. Correlativamente, cantar ditirambos democráticos en la España de hoy se me antoja, por decirlo suavemente, superfluo. Ya va estando uno un poco hastiado de estos intrépidos progresistas que combaten el franquismo con treinta años y pico de retraso.

Un articulista responsable, en lugar de hacer leña en árboles caídos, debe defender posiciones minoritarias, debe tratar de convencer antes que de agradar; en definitiva, debe escribir "contra la corriente"; y contra lo corriente, que viene a ser lo mismo.

Yo creo, parafraseando a Churchill, que la democracia es un mal sistema de gobierno, pero que las alternativas son aún peores. Ello quiere decir que hay que apoyarla, pero sin excesivas ilusiones. Al fin y al cabo, la sociedad de los hombres dista mucho del Jardín del Edén y su gobierno no puede ser todo luz y armonía. Creo también que no hay una, sino muchas formas de democracia, que unas son mejores que otras, y que estudiar sus defectos y problemas no sólo no perjudica a la institución, sino que puede fortalecerla.

Decir que se corre el peligro de un exceso de democracia no significa reclamar un aumento del autoritarismo, sino recomendar medidas que incrementen la estabilidad de la institución democrática, dotándola de un mejor y más potente sistema de límites y contrapesos (los checks and balances anglosajones, sobre los que teorizó "el celebrado Montesquieu", como le llamaba James Madison). Abundan los ejemplos históricos en que un exceso de democracia puso en peligro la continuidad del régimen. Ocurrió así con las dos repúblicas españolas (1873-1875 y 1931-1936), por mucha simpatía que tales regímenes nos inspiren a muchos. En el Chile de Allende, del que tanto se ha hablado últimamente con motivo de la muerte de Pinochet, los excesos democráticos crearon un ambiente enrarecido que favoreció el golpe del general y dejó aislados a los grupos que lo resistieron. Se podrían aducir muchos más, pero el contraejemplo de la naciente república norteamericana es interesante. La rebelión contra la monarquía inglesa en 1776 provocó en las ex colonias tal revulsión anti-autoritaria que las trece se proclamaron soberanas e independientes, y la mayoría de ellas se dieron regímenes asamblearios, con ejecutivos y judicaturas muy débiles. Los excesos democráticos debilitaron seriamente al esfuerzo bélico contra Inglaterra. Si la guerra duró casi ocho años y exigió la ayuda decisiva de Francia y España, fue por el caos fiscal que la organización ultrademocrática causó. Consumada la independencia, la anarquía no hizo sino aumentar, lo que indujo a un grupo de distinguidos revolucionarios, como Washington, Madison, Hamilton o Franklin, a proponer la Constitución Federal que acabó proclamándose, con grandes dificultades y en medio de amargos debates, en 1787. Fue la primera Constitución escrita en la historia y uno de sus muchos logros fue el consagrar el principio de la separación de poderes, piedra angular de la democracia moderna. Como establecía una presidencia relativamente fuerte y un Estado nacional federal unitario, la primera constitución democrática de la historia fue tachada de autoritaria por numerosos contemporáneos. En general para los ultrademócratas, para los revolucionarios y para los mesiánicos, esto de la separación de poderes es un engorro poco democrático que impide o dificulta llevar a cabo un programa radical o revolucionario.

En España hoy corremos el peligro de desandar el camino que recorrieron los padres de la patria estadounidense. Allí ellos pusieron límites al democratismo asambleario. Aquí, porque la Constitución de 1978 quiso orillar temas polémicos y temió legislar "contra la corriente", dejó la cuestión de las autonomías y su relación con el poder central en una indefinición que en su momento muchos aplaudieron, pero cuyas consecuencias caen hoy sobre las cabezas de la generación siguiente. Aprovechando los huecos constitucionales, los rancios precedentes de los "reinos de taifas", y la heroica lucha contra el cadáver de Franco, las camarillas locales han logrado convencer a una minoría significativa, magnificada por una burda ley electoral, de que los derechos humanos (otro pilar democrático) deben ceder ante los derechos territoriales, de pura estirpe medieval; y de que los fueros son superiores a las leyes. El sueño de la razón democrática ha producido monstruos feudales. Lo cual demuestra que las democracias pueden progresar, pero también pueden regresar y degenerar en tiranías o en anarquías; y que, a veces, cuando se dan signos de descomposición, se debe imitar a los padres de la primera Constitución escrita y saber ir contra la corriente. En ocasiones se debe poner límites a la democracia para salvarla de sí misma.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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