Perder la razón
ESTABA EN SU derecho, y tenía la obligación de pedir explicaciones; claro que sí. El Gobierno había solicitado a las Cortes autorización para iniciar lo que se ha llamado proceso de paz, y en las Cortes es donde debía haber dado cuenta de las vicisitudes del naufragio. No lo ha hecho, mientras la otra parte del proceso no ha dejado de hablar. De lo que ha ocurrido sólo tenemos hoy un relato, el que ha ofrecido en varias entregas el diario Gara. Será veraz o no, será creíble o no, pero es un relato, una historia contada por un testigo. El Gobierno carece de relato, no sabe qué historia contar y se refugia en una especie de admonición para gentes crédulas: ¿acaso vais a creer más a una banda de terroristas que a un Gobierno democrático? Pues si el Gobierno democrático no nos cuenta nada, ¿qué querrá que hagamos? ¿Nadie recuerda Rashomon? No importa qué pasó; lo que importa es contarlo.
Pero entre tener el derecho y cumplir la obligación de pedir explicaciones y exigir que le entreguen no se sabe qué clase de actas hay un abismo al que el líder de la oposición se ha lanzado de cabeza, perdiendo, como es habitual, el adarme de razón que pudiera asistirle ante la reacción del Gobierno tras la ruptura del alto el fuego. Y esto es lo que resulta inexplicable: esa demostrada contumacia en saltar de la razón parcial a la total sinrazón. Inexplicable porque en éste, como en tantos otros casos, la oposición habría sacado mucho más partido si hubiera regresado al terreno en el que tienen lugar los debates en las democracias -el terreno de centro-, en lugar de permanecer encerrada en el extremo.
Esa política -consuelan a Rajoy los medios amigos- ha confirmado el voto de quienes le votan. Pues menuda hazaña: así se puede pasar toda la vida, confirmando votos ya ganados. Si Felipe González se hubiera dedicado a confirmar el voto de quienes siempre votaban PSOE, nunca habría obtenido mayorías absolutas; si Aznar se hubiera dedicado a cultivar el voto de la derecha montaraz, que era lo suyo por origen y por querencia, el PP nunca habría accedido al Gobierno. Las batallas políticas en las aburridas democracias jamás se ganan desde los extremos; se ganan avanzando por el centro, atrayendo a quienes, por las razones que sean, sienten cierta frustración ante cómo lo hace el partido gobernante -el que ha obtenido la mayoría en las anteriores elecciones- y no les importaría votar a la oposición en las siguientes.
En España, esa franja de electores no es muy amplia: a los votantes españoles les cuesta muchísimo trabajo saltar la línea divisoria izquierda / derecha. Si no pueden votar a los suyos, prefieren abstenerse, a no ser que los otros rebajen todo lo posible su umbral de rechazo. Esto, que lo saben hasta los niños de pecho, hace que generalmente el partido de la oposición muestre su faz más atractiva, o menos hosca, a medida que se acercan las elecciones, abandone los tonos apocalípticos y las posiciones extremas. Tenemos ya una historia de 30 años a las espaldas que siempre va por ahí, enseñando cada vez una lección que hasta los más lerdos han aprendido.
El PP, sin embargo, lleva enquistado en el rincón extremo de la oposición desde que perdió unas elecciones que había dado por ganadas. Como no se ha curado del trauma, pasan los años, uno, dos, tres y ¡venga!, más de lo mismo. Rajoy, Zaplana, Acebes han estado ahí, una y otra vez, confiados en que la emisora episcopal y su diario amigo lograrían convertir a ETA en autora del atentado islamista del 11-M. Como eso ha acabado donde tenía que acabar, ahora quieren las actas de ETA en una muestra de empecinamiento en el error que sólo puede tener una explicación: ni agitar el fantasma ni exigir las actas de ETA son estrategias electorales; es que ellos, los actuales dirigentes del PP, son así; es, como en el escorpión de la fábula, su naturaleza: prefieren matar a la rana que alcanzar la otra orilla.
Por eso les importa un bledo convencer a electores dubitativos: fuera, que no los queremos. Lo que a ellos les importa es que el universo mundo sepa lo que son de verdad: unos extremistas de derechas. Y así van a conseguir dos cosas: que les voten los de siempre y que quienes podrían tal vez, a lo mejor, vaya usted a saber, votarles o abstenerse, acudan solícitos a apoyar al Gobierno. Aunque el Gobierno haya cambiado la canción del proceso por el concierto España octava maravilla y siga sin contarnos lo que pasó.
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