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Niños mutilados casi cada día

Niños mutilados casi cada día


El obispo Kike Figaredo pide el fin de la fabricación de bombas de racimo

Las bombas de racimo estallan en el aire y esparcen miríadas de submuniciones para que estallen a su vez y hagan su alcance más dañino. Es la llamada “lluvia de acero”. Por si eso no es suficiente espanto, lo peor es que muchas de esta submuniciones no llegan a explotar, incluso las de las llamadas “bombas inteligentes” (si es que tal combinación de palabras puede responder a lógica alguna) que teóricamente explotan al 100%. Quedan esparcidas por los campos, carreteras, caminos, bosques. Esperando nuevas víctimas, casi siempre civiles y, lo peor, cuando la guerra hace ya mucho que terminó.

Para que las cosas no sigan así, el obispo español Kike Figaredo, jesuita asturiano que trabaja desde hace 16 años en Camboya con niños mutilados por minas antipersona y bombas de racimo, se ha puesto en marcha para ayudar en la campaña promovida por Greenpeace y la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) para la eliminación de éstas últimas.

Esta semana se celebra del 5 al 7 de diciembre en Viena una nueva reunión internacional, y estas ONG, apoyadas por la campaña iniciada por Noruega en febrero de este año, quieren que estas armas sean eliminadas. Mientras tanto, en España las producen dos empresas, que las venden no se sabe dónde, como denuncia Greenpeace, y los armeros españoles guardan miles de estas bombas para utilizar contra algún hipotético enemigo.

Para poner frente a la opinión pública la realidad de estas bombas, Figaredo ha visitado España con cuatro de sus niños, todos con terribles mutilaciones y unas enormes ganas de vivir. Las dos niñas, Smak Mao y Khun Sokkheoun, de 16 y 14 años, perdieron una pierna cada una en su “accidente”, en 2006 y 2005. “Por favor, ayúdennos a eliminar estas armas estúpidas, convenzan a su Gobierno de que dejen de almacenar y producir bombas de racimo”, dijo ayer lunes en una multitudinaria conferencia de prensa. Más tarde, habló para EL PAÍS y la agencia Colpisa, rodeado por los cuatro niños. “Estos accidentes pasan todos los días, Todos estos niños han sufrido sus accidentes en los últimos dos o tres años [aunque Estados Unidos bombardeó Camboya con estas armas hasta 1973], y tenemos más que no han podido venir porque aún están recuperándose”, describe Figaredo.

La vida de Rattanak, el más pequeño, de 11 años, cambió el pasado 18 de enero. Jugando, fue a coger una bomba de racimo sin saber lo que era, explotó y perdió un brazo, el ojo derecho, el izquierdo quedó malherido, y dos dedos de la mano izquierda.

Periodistas y colaboradores de ambas ONG escucharon sobrecogidos el relato del mayor de ellos, Mek Chaneng, de 19 años -oficialmente, 16, para que pueda seguir estudiando-, herido en agosto de 2005 al pisar una mina mientras buscaba madera con su hermano para hacerse una casa. Quedó sin piernas y sin el brazo izquierdo.

“Mi padré murió al poco de nacer yo, mi madre emigró a Tailandia poco después porque la situación económica era muy mala”, comienza Chaneng (el nombre va detrás del apellido) A día de hoy no sé nada de ella, si está viva o ya murió. Primero vivimos con mi abuela, y luego con nuestro tío. Estudié hasta 5º grado, toda la primaria, pero teníamos que trabajar en el campo porque no había dinero y no pude seguir estudiando. Cuando cumplí, mi hermano y yo emigramos para buscarnos la vida, nos sentíamos mayores. Llegamos a un sitio donde la situación económica era mejor y decidimos construir una casa, y fuimos al bosque a recoger madera para ello. Había mucha gente en el bosque cogiendo madera cuando estalló la mina, todos me ayudaron y me llevaron al puesto sanitario. Cuando desperté no quería hablar, no quería vivir”. Su voz se va quebrando, la emoción resuena en un silencio atronador, quienes están allí sienten cómo se les va encogiendo el corazón. Chaneng calla, incapaz de contener las lágrimas. “Recordar su experiencia hace que lo pase muy mal”, dice Figaredo, mientras le consuela con la mano en su hombro. El muchacho sigue: “Primero vino Cruz Roja, me trajeron una esterilla, una mosquitera, una manta, arroz y comida para la familia”. A través de ellos, el servicio jesuita supo de su caso y fue a visitarle “el padre Greg”. “Me dijo: ‘Te voy a llevar al Centro Arrupe para que veas que tienes algo que hacer con su vida”. En este centro, en la provincia de Battambang, fue donde conoció “al padre Kike”. “Vi allí a muchos niños discapacitados como yo pero que jugaban, reían. Se me abrieron los ojos de la sorpresa. Se me subió el agua del corazón [expresión camboyana para describir la alegría], y pensé: puedo ser una persona, como todos”. Aquí su voz de rompe y ya no puede hablar más.

Mas tarde, posa con Kike Figaredo y los otros niños para las fotos. Todos acompañan al obispo en esta entrevista.

Pregunta. ¿Que es lo más importante que ha aprendido en todos estos años de trabajo con los niños en Camboya?

Respuesta. Que son sanadores de ellos mismos. Cuando Sokkheoun tuvo su accidente fue Mao quien la ayudó a recuperarse, la que le levantó la moral. Le dijo: ‘No te sientas mal, mira, aquí estamos muchos niños como tú, y todos jugamos, todos estudiamos, todos reímos’. Le enseñó su pierna ortopédica y le dijo: ‘Mira, puedes tener otra igual’. Disfrutan de la sencillez de la vida, se animan unos a otros. Aquí en Occidente se hace mucha terapia, pero allí con el cariño que tienen hacen la rehabilitación de desde dentro. Chaneng dice: ‘Nuestro cuerpo puede estar discapacitado, pero nuestro corazón no lo está’.

Han venido a España no sólo para impulsar la campaña contra las bombas de racimo, sino también para que el pequeño, Rattanak, sea curado de sus heridas en el ojo que le queda, como paso previo para una posterior operación. Chaneng actúa en su visita a España (antes han pasado por Gijón, Bilbao y Barcelona) como portavoz de los pequeños. “Está encantado de hablar contra estas armas, ‘me alegro de poder colaborar’, me dice cada dos por tres, lleno de satisfacción”, continúa el jesuita asturiano. En su escuela de Camboya lo comparten todo, y en este viaje, lo mismo. “Como nos regalan muchas cosas, lo vamos a compartir entre todos, para que todos tengamos regalos de Navidad”, le dije a los niños, y todos se muestran de acuerdo.

Salvo Chaneng, todos proceden de familias numerosas y en todas ellas ha habido accidentes previos con minas o bombas de racimo.

En el centro, describe Figaredo, además de estudiar y jugar, también cantan y bailan junto con otros chavales no heridos del mismo barrio. “Las dos niñas toman parte en el baile de la bendición, y los niños en el baile de la fiesta”, explica.

P. ¿Qué mensaje transmitiría a los españoles para que se movilizaran contra las bombas de racimo? Porque desde aquí todo eso parece muy lejano.

R. Que estamos hablando de personas, en este caso, niños. Ningún padre, ninguna madre, quiere que sus hijos sufran la violencia y la destrucción, que queden disminuidos. Yo ejerzo mi paternidad con 42 niños en casa, todos ellos discapacitados. Si a él (señala a Chaneng) no le ayuda alguien a vestirse, él no puede. Todos necesitan ayuda, porque si no lo tienen complicado. A él (señala al pequeño Rattanak) debemos ayudarle a bañarse. Pero siempre se ríen, el otro día se nos inundó la casa y Chaneng dijo: ‘Vaya, pues voy a ser yo el único que no se moje las piernas’. Humor negro, sí, pero mucho humor. Todos los padres quieren que sus hijos tengan una vida digna, un futuro que no esté mermado por haber tropezado con una mina o haber cogido una bomba de racimo, unas vidas truncadas por un armamento estúpido que sigue actuando en tiempos de paz y no reconoce ni la paz ni la víctima, ataca igual a los niños que a los soldados a los que fue destinado. Además, los niños se autoculpabilizan de lo que le ocurrió Rattanak dice que fue culpa suya porque cogió la bomba, que por qué tuvo que cogerla, que era el destino, la mala suerte.

Además, salvo el pequeño, todos ellos quedaron heridos mientras trabajaban. Mao estaba con su tío y su tía embarazada, trabajando con un tractor pequeño en un campo de arroz cuando todos salieron por los aires. Su tío murió, su tía quedó en silla de ruedas, aunque no perdió al hijo que esperaba, la niña perdió una pierna.

Los cuatro niños echan de menos correr y jugar como antes, aunque Chaneng es portero del equipo de fútbol de la escuela. “Bah, me meten muchos goles”, dice quitándose importancia. “Cuando Mao vio por primera vez los campos de arroz después de recuperarse de su accidente, dijo: ‘Qué bonitos, ya nunca voy a poder trabajar en ellos’. Y ahora está trabajando”, continúa Figaredo, que comenta que algunas niñas del centro le han dicho que echan de menos la posibilidad de poder usar algún día “unos bonitos zapatos de tacón”. El pequeño Rattanak admite que echa de menos su mano. “Nos dan lecciones de normalidad”. Chaneng estudiará informática para poder trabajar “y ganarse la vida”. Rattanak quiere ser piloto. Mao, enfermera “para cuidar a los ancianos”, y Sokkheun, maestra. “Para enseñar a mis niños”, apunta muerto de risa Chaneng.

En España dicen que se han sentido en casa. Chaneng y Mao quedaron impresionados al estar con una “princesa de verdad”, cuando la Infanta Cristina en Barcelona estuve un buen rato con ellos, sentada a su lado, hablándoles y preguntándoles de todos. A Rattanak le impresionó el mar, “tan amplio” que lo pudo distinguir con su corta vista. “La gente de aquí es buena, el agua de su corazón es buena”, añade Chaneng. Shokkhun dice que a ella le impresionan las montañas (“en Camboya no hay”, apunta Figaredo)

Todos menos el pequeño sabían que los peligros de bombas y minas sin explotar perviven en los campos y las selvas de Camboya, porque habían visto sus efectos en personas de sus familias. “Pero yo no sabía que eran tan crueles, pensaba que eran parte de la época de Pol Pot, que ya no había mas”, dice Mao.

El País

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