El poder y la prensa
Recordemos un mitin famoso de la última campaña del actual presidente Bush. No era ni multitudinario ni definitivo, al aire libre, sobre un entarimado provisional, pero fácil de recordar porque las imágenes fueron emitidas una y otra vez por las televisiones españolas y los comentarios en la prensa repetidos hasta la saciedad. Bush vio, allí, detrás de sus seguidores, a un periodista del New York Times y no pudo aguantarse un comentario a quien le acompañaba en el estrado que resultó fácilmente reconocible: «Mira, allí está el cabrón este...». Dios santo, lo que se pudo escuchar y leer sobre el poco respeto del presidente a la prensa. «En España sería impensable», se escribió también. Si el norteamericano tiene mal genio, el comentarista español era un ingenuo a la vista de cómo son y en qué han derivado buena parte de las relaciones del poder con la prensa. Y si queremos juzgar al comentarista español con menos severidad, sólo se podría añadir que, en realidad, aquí no es necesario un exabrupto como el de Bush. En España, el acompañante del gobernante, un tanto despistado, sí podría comentar: «Cuidado con lo que dices que allí está el cabrón este...», pero el gobernante -más experimentado- podría responderle: «Tranquilo, tranquilo, acércate y recuérdale que estamos pendientes de decidir las licencias de radio y televisión... y que es muy complicado todo esto de la publicidad institucional. O, mejor, déjale en paz y recuérdaselo a su jefe».
La regulación española de radio y televisión y la arbitrariedad de las relaciones del poder con los medios de comunicación son una traba a la libertad de prensa que soportamos en la medida en que somos pusilánimes en la defensa de la democracia, que lo somos mucho. Escuché el otro día la broma de un escritor: «Antes había que afiliarse a un partido; ahora hay que hacerlo a un medio de comunicación». Visto desde dentro, el riesgo -junto al de la falta de educación- es que se borren las fronteras entre el periodismo y la política. No ha habido presidente del Gobierno en España en los últimos decenios que, directa o indirectamente, no haya querido crear o potenciar desde el poder «su» grupo mediático. Ahora se suman los presidentes autonómicos.
La prensa tiene, sin embargo, la posibilidad de zafarse de muchas presiones y cortapisas para ejercer su papel vigilante. No hay dioses al otro lado de las páginas, de los micrófonos o de las cámaras, y a nadie se le puede pedir la utopía absurda de ser «objetivo». Pero sí se puede reclamar, en medio de una maraña política en la que las denuncias tienen más peso que las propuestas, en las que la tensión juega un mayor papel que la pedagogía de las ofertas, la necesaria cuota de honradez. Si hay que elegir entre salirse con la suya (y con los intereses coyunturales) y ser razonable, dice el filósofo alemán Robert Spaemann, la ética del debate público, y de la información, exige elegir el intento de ser razonable. Es decir, huir del dogmatismo y del grito, contemplar las cuestiones candentes con la cuota necesaria de escepticismo e ironía que evita la ceguera, saber que hay cosas sencillas («una noticia es lo que sabemos hoy y no sabíamos ayer», como dicen en la redacción del Washington Post) y otras complicadas que no se pueden obviar: que a veces faltan noticias porque hay quien desea ocultarlas, que a menudo hay noticias que «no nos convienen», que el periodista es depositario de un derecho que es de los ciudadanos, el que tienen a la información y no representa, sin embargo, partidos y políticos.
En 1972, un congreso internacional de periodistas en Roma recordaba otra frase famosa, la de Walter Williams, el decano de la primera escuela de periodismo en Estados Unidos: «no escribas como periodista lo que no dirías como caballero». Cuando no hay caballerosidad en el debate ni en la voracidad pública, no estaría de más que lo hubiera en la prensa.
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