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Desmemorias

Desmemorias


La doctrina oficial es más o menos la siguiente: en España, hasta hace muy poco, no se pudo escribir y casi ni hablar de la Guerra Civil o de la posguerra desde el punto de vista de los vencidos. Primero fue la represión franquista; luego el así llamado "pacto de silencio" de la Transición, por culpa del cual, y en nombre de una dudosa concordia democrática, se suprimió la memoria de los perdedores. Por fin, sólo hace unos pocos años, algunos libros empezaron a romper el silencio, algunas películas, gracias al Gobierno de Zapatero. Se estrena Los girasoles ciegos y un oyente llama a la radio para expresar su alivio, su alegría: "Por fin se puede hablar sin miedo".

Es una doctrina confortable. Permite el sentimiento halagador de estar participando, sin mucho esfuerzo ni peligro, en la reparación de una larga injusticia, en el descubrimiento de lo escondido durante muchos años. También de estar al día: de recibir, de algún modo, la legitimidad de los derrotados, hasta de alzarse en rebeldía contra el fascismo o la dictadura, con la ventaja no desdeñable de que esa rebelión virtual sucede en el espacio clemente de una democracia. Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana negra que lo estropean todo. Los buenos, los nuestros, son poéticos, inocentes, entrañables, soñadores, no sexistas. Los otros no sólo son opresores y canallas: también son feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, maltratadores de animales. La moda la empezó probablemente Ken Loach en Tierra y libertad, donde ya se insinuaba algo que viene teniendo mucho éxito en las patrias periféricas gobernadas inmemorialmente por una mezcla curiosa de nacionalistas y ex socialistas o ex comunistas cuyo principal rasgo ideológico es volverse más nacionalistas todavía que sus socios: los malvados de esta nueva memoria oficial, aparte de opresores, canallas, feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, son algo todavía peor, si cabe: son españoles. En estas patrias, unánimes por definición, la Guerra Civil no es posible, porque no puede haber conflicto interno en una comunidad idílica. La Guerra Civil, el franquismo, fueron en realidad una invasión española, en la que los autóctonos, por el hecho de serlo, estuvieron libres de toda complicidad, y además fueron y siguen siendo víctimas.

El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar. Quien dice que sólo ahora se publican novelas o libros de historia que cuentan la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura debería decir más bien que él o ella no los ha leído, o que los desdeñó en su momento porque no estaban de moda, en aquellos atolondrados ochenta en los que la doctrina oficial del socialismo en el poder era la contraria: con lo modernos que ya éramos, qué falta hacía recordar cosas tristes y antiguas.

No hubo que esperar a la Transición y ni siquiera a la muerte de Franco para leer por primera vez una novela antifranquista sobre la Guerra Civil publicada en España: Las últimas banderas, de Ángel María de Lera, ganó hacia finales de los años sesenta el Premio Planeta. Probablemente no era gran literatura, pero yo me acuerdo de la emoción de leer el drama de los últimos días de la República en Madrid, la urgencia y el miedo, el sentimiento de derrumbe. Por aquellos años cayó en mis manos otro de esos libros que se quedan impresos vivamente en la imaginación adolescente y resultan igual de iluminadores cuando uno vuelve a leerlos mucho tiempo después: Tres días de julio, de Luis Romero, que tiene la inminencia trágica de lo que todavía casi no ha sucedido y ya es irreparable. Hablo de libros que estaban al alcance de cualquiera y que fueron decisivos en mi educación de ciudadano y de escritor, en mi descubrimiento temprano y todavía indeciso de los mundos literarios que yo querría indagar en mi propia ficción.

Pero no sólo libros: aún no había muerto Franco y la gente llenaba los cines para ver La prima Angélica, de Carlos Saura, que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de la guerra y exploraba un tema que fue crucial para los que empezamos a escribir novelas en los primeros años ochenta: el vínculo entre el presente y el pasado, la necesidad de saltar sobre el paréntesis de plomo de la dictadura para vincularnos a una tradición literaria, política y vital que se había roto con la guerra.

Qué insulto, qué injusticia para Max Aub decir que sólo en los últimos años se ha escrito de verdad sobre los vencidos: en los primeros ochenta Alfaguara había publicado ya todos los volúmenes de El laberinto mágico, que sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora. También por entonces se reeditaban los tres volúmenes de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, el último de los cuales está el testimonio atroz, contado por un socialista intachable, de los crímenes sin justificación que se cometieron en Madrid entre el verano y el otoño de 1936. La misma angustia moral de Barea, ajena a todo sectarismo, atenta al desgarro de la experiencia humana concreta, está en Días de llamas, de Juan Iturralde, que es del final de los setenta, o en los relatos insuperables de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, que combinan la poesía y la ternura, la vaguedad espectral de la fábula con el severo testimonio del sufrimiento, el heroísmo y el despilfarro de las vidas humanas. En los primeros ochenta estrenó Fernando Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano y al principio nadie le hizo ningún caso. Aprendiendo de aquellos maestros, recordando lo que nuestros mayores nos habían contado, algunos de nosotros empezamos publicando ficciones alimentadas por la memoria de la Guerra Civil y la derrota de la República: yo no me olvido de la impresión que me hizo leer en 1985 Luna de lobos, de Julio Llamazares, donde está el coraje de la resistencia pero también la lenta degradación de quien se ve reducido por sus perseguidores a una cualidad casi de alimaña.

España es país muy propenso a las coacciones de la moda literaria o política, de modo que yo no voy a poner en duda el mérito de Los girasoles ciegos ni de ninguna de las ficciones sentimentales sobre la guerra y la posguerra que han tenido tanto éxito en los últimos años. Lo que sugiero, tan sólo como un ejercicio, es que se lean intercaladas con algunos de aquellos libros que no tuvieron el reconocimiento que merecían por el simple hecho de no haber sido escritos teniendo a favor los vientos caprichosos de la moda.

Antonio Muñoz Molina

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