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Europa necesita un relato

Europa necesita un relato


El europeísmo debe renovar su medio y su mensaje. Le hacen falta historias y símbolos, también saber movilizar las emociones. Su aire frío, elitista, burocrático le hace perder la batalla contra los euroescépticos

Levantemos Europa!", arengaba Churchill tras la Segunda Guerra Mundial. Y añadía: "Si Europa se uniera, compartiendo su herencia común, la felicidad, la prosperidad y la gloria que disfrutarían sus 300 o 400 millones de habitantes, no tendría límites". Unos 62 años después esa unión soñada por Churchill y tantos otros es aún muy imperfecta. Aún hay mucho que hacer.

La lentitud del proceso de construcción de la Unión Europea, que ahora casi es letargo, tiene múltiples y conocidas causas. Pero también es el resultado de algo menos evidente: la ausencia de un relato compartido por los europeos. Europa tiene una larguísima historia común, pero los europeos no lo saben, porque en su memoria están frescos los enfrentamientos internos. Europa tiene un himno común, pero es desconocido para la mayoría, que ni lo escucha ni lo honra. Europa tiene una bandera conocida, pero su uso es irregular, y el ciudadano apenas la ve en las matrículas de los vehículos y en los carteles de obras financiadas con fondos comunitarios. Muchos se ofenderían más si vieran quemar la enseña de su equipo de fútbol que si vieran quemar la de las doce estrellas.

La Unión Europea ejerce una influencia positiva, directa y tangible en la vida de todos los ciudadanos de la Unión, pero las instituciones europeas resultan incomprensibles, burocráticas, elitistas o irrelevantes. Existe un Día de Europa, pero pasa desapercibido para la mayoría. Tan sólo en algunas ocasiones concretas y pintorescas existe un sentimiento europeo como telón de fondo: por ejemplo, la noche que se celebra el festival de Eurovisión o durante la celebración de la Eurocopa de fútbol (y entonces se suman a la fiesta países que no son de la Unión; son competiciones de la Europa geográfica, que no de la Unión de ciudadanos con valores comunes). Europa tampoco tiene antagonista: en los dos últimos siglos no ha luchado unida en ninguna causa. Al contrario, ha sido el escenario de luchas brutales en su propio seno.

Eric Hobsbawm, en una conferencia publicada en Le Monde, lo resume muy bien: "Los europeos no se identifican con su continente. Incluso entre aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional. Europa está más presente en la vida práctica de los europeos que en su vida afectiva".

Esto no es sorprendente. Hasta hace sólo 50 la historia de Europa fue la de los Estados-nación, la de las dos guerras mundiales y la de los nacionalismos. Al comenzar el proceso de construcción europea resultaba imposible generar sentimientos de simpatía y confianza en una nueva bandera, un nuevo himno, una historia compartida, un nuevo futuro común. Por eso los fundadores de la Unión y sus sucesores optaron por el único camino posible: la puesta en marcha de un proyecto más asentado en lo instrumental que en lo expresivo; más racional que emocional; más logístico que mítico; más práctico que afectivo. Fueron audaces y realistas, y los resultados están a la vista, en todo su esplendor y también en sus achaques. En muchas ocasiones Europa da la impresión de no sentirse protagonista de lo que pasa en el mundo. Parece la abuela mayor que apenas ve y oye y que no ejerce influencia alguna en los nietos jóvenes que marcan el ritmo de la casa. (La reacción a la crisis financiera parece una excepción a esa regla, una excepción saludable, bienvenida y merecedora de continuidad).

Cuando tenemos que poner a prueba la existencia del sentimiento europeo, como durante los procesos de ratificación de la Constitución Europea y el Tratado de Lisboa, la sorpresa es mayúscula: en los referendos gana el no o la participación apenas supera el 40%. Los euroescépticos tienen la ventaja. Y si España, en febrero de 2005, salvó los muebles fue, precisamente, porque, en una decisión estratégica de primer orden, el Gobierno prefirió fomentar el sentimiento, la unión, la emoción, lo afectivo, por encima del debate instrumental. Ahí quedaba encuadrado aquel Los primeros con Europa y aquella lectura publicitaria de artículos de la Constitución sobre fondo azul y con la Novena sinfonía de Beethoven al piano. El mensaje era emocional: pongámonos los españoles a la vanguardia de una construcción europea a la que llegamos tarde, avancemos en lo que nos une con los demás, ya habrá tiempo de discutir tecnicismos.

Saben los antropólogos y los sociólogos que una nación, un pueblo, una comunidad, necesitan inexorablemente un mito fundacional, unos símbolos compartidos, una cierta tradición y algunos antagonistas. Obama acaba de refrescar todo eso en Estados Unidos al contar su historia personal y volver a narrar a su manera la de su país, un relato épico escenificado con minucia y belleza. La Unión Europea también posee estos elementos, o puede poseerlos, pero sus ciudadanos no lo saben. Europa tiene una historia de 25 siglos de búsqueda de unidad en un territorio claramente delimitado, comparte tradiciones populares, músicas y danzas, pensamiento y religión, arquitectura y arte. Basta con pasear por Gante y por el Madrid de los Austrias, sentarse en una cervecería de Praga o en una de Edimburgo, visitar la catedral de Burgos y la de Notre Dame, observar la unidad del arte de cada galería del Museo del Prado, o tratar de descifrar las diferencias entre la música celta asturiana y la francesa, o entre la música barroca italiana o alemana. La diversidad de lenguas y las diferencias étnicas no deberían ser un problema insalvable, como no lo han sido en China, en India o en decenas de países multilingües.

Está claro que en un mundo multipolar que se diseña para el siglo XXI, Europa defiende valores genuinos y casi exclusivos: el papel del Estado protector, la tolerancia, el multilateralismo, la igualdad, los derechos humanos... Y tienen razón los europeístas cuando dicen que muchos problemas europeos, y también buena parte de los mundiales, se resolverían con más Europa, no con menos. Pero eso exige también más afectividad europea. Es verdad que tenemos ya una moneda común, que podemos desplazarnos libremente por el continente sin que nos paren en la frontera y que en nuestros aeropuertos se siente una suerte de privilegio al entrar por la puerta de "ciudadanos UE" (aunque hasta en esto se añade el burocrático "y territorio Schengen"). Pero estas cosas las siente una minoría: la que viaja. Y no tenemos que promover el sentimiento europeo fuera de cada país, sino dentro. Explicando -a través del sentimiento tanto o más que de la razón- lo que nos une. Contando nuestros mitos fundacionales y nuestra historia común. Celebrando juntos las mismas fiestas.

España tiene una ocasión magnífica para activar el sentimiento europeo con su presidencia de la Unión en el primer semestre de 2010. No tenemos complejo alguno en la materia: no somos ni nuevos ni viejos, por lo que nuestra apuesta no resultaría insidiosa ni prepotente; hicimos los deberes cuando se nos encomendaron, aprobando el examen de la Constitución. España, además, entiende de emociones y de pasión y sabe contagiarlas. Nuestro trabajo en la expansión del sentimiento europeo debería incluir elementos de gestión, como el fomento de una norma común sobre banderas, himno o celebraciones europeas. O la creación de una selección europea de fútbol, por poner un ejemplo pintoresco pero interesante. O la creación de un documento de identidad europeo. O la promoción de viajes baratos para mayores en la Unión (unos viajes del Inserso europeos, como figura en algún proyecto del Gobierno español). Pero el trabajo también debe recoger elementos de pura comunicación: la creación de un logo y un eslogan para todo el continente, la difusión publicitaria de los valores y activos que nos unen y nos distinguen de "antagonistas" como Estados Unidos, Asia o el mundo islámico; la militancia europeísta de celebridades y líderes de opinión...

Un semestre no es suficiente, claro. Los sentimientos colectivos se adquieren lentamente y no pueden forzarse. Los ritos y los mitos se extienden por repetición durante décadas. Pero alguien ha de empezar: quienes mantienen el sueño de Europa como verdadera unión no pueden olvidar por más tiempo el plano expresivo del proyecto, tan importante o más que el instrumental. Hoy ya somos, afortunadamente, europeos. Mañana deberíamos, además, sentirnos europeos.

Luis Arroyo es presidente de Asesores de Comunicación Pública.

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