La cárcel es el manicomio del siglo XXI
La reforma psiquiátrica de los ochenta dejó lagunas sin resolver - La mayor atención a personas con problemas mentales evitaría delitos, pero faltan medios
A veces, al horror del encierro en la cárcel se le añade el de no poder huir de la propia mente. Tristeza infinita, angustia vital, impulso de infligirse dolor o voces imaginarias. Muchos comenzaron ese intento de fuga de sí mismos mucho antes de vivir entre muros y barrotes. Uno de cada cuatro reclusos españoles (el 25%) padece alguna enfermedad mental, según datos de Instituciones Penitenciarias, tal y como explica su secretaria general, Mercedes Gallizo. No sólo eso, la mayoría de ellos (el 17,6%) tiene antecedentes psiquiátricos previos a su ingreso en prisión. La falta de detección y de atención adecuada -muchas veces motivada por la saturación de los centros especializados- provocan que muchos de estos enfermos pierdan el contacto con la realidad, caigan en la marginalidad y terminen cometiendo algún delito. Dos décadas después de la reforma que cerró los psiquiátricos, muchos consideran que las prisiones se han convertido en los manicomios del siglo XXI.
"La reforma de salud mental no dio alternativas. Traspasó la responsabilidad del cuidado de esos enfermos a los familiares", sostiene el subdirector general de Coordinación de Sanidad Penitenciaria, José Manuel Arroyo Cobo. Ese cambio era necesario, explica, pero el traspaso de la atención de estos enfermos a las comunidades no ha sido suficiente. El vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, Miguel Gutiérrez, define esa reforma que derribó los psiquiátricos como "decisiva". Sin embargo, sostiene que queda mucho por hacer. "Hay enormes desigualdades en el tratamiento de estos enfermos en las comunidades. La reforma requiere una revaluación completa", cree.
Alberto Rodríguez no sabe de reformas ni de otras cuestiones técnicas. Pero conoce bien la cárcel. Pasea por el patio del centro penitenciario de Aranjuez y se ajusta la cazadora en un intento de alejar el aire gélido de la mañana. Han pasado seis años desde que pisó por primera vez ese patio que ahora podría reconstruir de memoria. Palmo a palmo, grieta a grieta. Falta un día para que le den el tercer grado y está eufórico. Sólo tendrá que ir a la cárcel a dormir. "Estoy encantado". Recuerda el momento en el que ingresó como si fuera ayer. "Me enviaron directo a la enfermería", cuenta. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide.
El problema de Alberto era que escuchaba voces. Voces que no le decían "nada bueno". Un soniquete que se fue haciendo más pesado según iban apareciendo nuevas velitas en su tarta de cumpleaños. Una vez, cuando era pequeño, sus padres le llevaron a un psiquiatra. "No me gustó y no volví más". Se levanta la chaqueta, el jersey y la camiseta y enseña el pecho y los brazos llenos de cicatrices. "En las crisis que me daban me intentaba cortar, me tragaba cosas...", dice. Alberto dejó de estudiar y encontró un trabajo de camarero en un restaurante muy conocido de Madrid. Y las voces seguían, quedas y de cuando en cuando, pero hablaban. Empezó a tomar drogas. Sustancias que al principio lograban aplacar esas malditas voces. Pero luego fue peor. Un día "algo pasó" y se vio involucrado en un par de robos con violencia. El juez le condenó a ocho años y siete meses.
Como Alberto, un 2,6% de los 73.138 reclusos que hay en España tiene antecedentes de trastorno psicótico. Además, un 9,6% de los internos de las prisiones normales -los presos de los psiquiátricos penitenciarios no están incluidos- tiene precedentes de patología dual al sumar el consumo de drogas a su enfermedad. Una mezcla "cada vez más común", según Miguel Gutiérrez. El 6,9% tiene antecedentes de un trastorno afectivo y un porcentaje igual padece algún trastorno de la personalidad. La radiografía de cifras del último informe de Prisiones revela además que el 3,2% de los reclusos ha estado en algún centro psiquiátrico antes de su ingreso en prisión.
Eso, a pesar de que en España sólo queda algún resquicio de estos centros. El panorama es desigual. El País Vasco cuenta con tres. Andalucía los cerró todos. Por no hablar de que sólo existen 580 plazas para los reclusos con enfermedades mentales, en los dos únicos psiquiátricos penitenciarios (en Sevilla y en Alicante).
Pero detrás de estos fríos porcentajes hay historias de familias desbordadas. De ríos de lágrimas derramadas. De miedo. De desconocimiento. Para Mercedes Gallizo, muchos de estos presos "no habrían cometido ningún delito" si hubieran recibido el tratamiento psicológico que precisaban. También lo cree Orlanda Varela, psiquiatra en la cárcel de Valdemoro. "Si hubieran estado correctamente atendidos fuera, un altísimo porcentaje de los delitos podrían haberse evitado", dice. Pero no fue así, delinquieron y ahora viven en la cárcel. Un lugar "poco adecuado" para enfermos de este tipo, según Arroyo Cobo.
Pero, ¿qué está sucediendo para que enfermos que han dado señales de estarlo no estén recibiendo el tratamiento adecuado? "La búsqueda de la receta milagrosa que termine con el dolor cotidiano o la ansiedad inunda las consultas y desplaza en muchas ocasiones problemas más graves que quedan sin diagnóstico o sin el tratamiento adecuado", sostiene Gutiérrez. Una queja repetida por muchos expertos como Varela, con más de cuatro años de experiencia en centros penitenciarios. "No podemos psiquiatrizar la vida privada y pretender luego que se pueda dar prioridad a las enfermedades realmente graves", apunta. "Hay mucha patología de poca monta que satura los servicios", remata Arroyo Cobo.
Éste es uno de los motivos por los que el enfermo psicótico es el que menos prestaciones recibe, según el vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. "Otros lo han desplazado. Algo que habría que evitar poniendo filtros", dice. Pero no los hay y los psiquiatras están saturados.
"Faltan centros especializados. Hay muy poca oferta asistencial", opina el subdirector general de Coordinación de Sanidad Penitenciaria. Apunta otro motivo: "En España no se puede obligar a una persona a someterse a tratamiento. La única manera es inhabilitarle e ingresarle en un centro forzoso. Un proceso largo y que además no sirve como medida urgente. Por eso, aparte de que apenas existen lugares de internamiento, es necesario que haya más centros de salud mental y atención. Además, obligar a un enfermo a someterse a tratamiento es estigmatizador", dice.
La Federación de Asociaciones de Personas con Enfermedad Mental y Familiares (Feafes) también critica esa falta de medios. "Por cada 30.000 cartillas sanitarias debería haber un equipo completo de salud mental: un psiquiatra, dos psicólogos, dos enfermeros y dos auxiliares clínicos, un trabajador social, un terapeuta ocupacional y un auxiliar administrativo; es decir, 14 personas", sostiene su presidente, José María Sánchez Monge. "Las unidades que hay ahora mismo son tan incompletas que ni siquiera nos acercamos a esas cifras", analiza.
Carencias que también tiene en cuenta el Ministerio de Sanidad, que ha promovido una Estrategia en Salud Mental, un plan basado en la prevención y en la erradicación del estigma asociado a las personas que padecen enfermedades mentales. Pero la falta de detección y de atención de estas enfermedades no es el motivo único de que un alto porcentaje de los reclusos de las cárceles españolas lleguen con alguna enfermedad mental. "También hay que tener en cuenta otras variables, como el aumento de la población penitenciaria y el crecimiento de las personas que viven en una situación de marginalidad", asegura el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. Y es que, según Feafes, entre el 20% y el 30% de las personas que viven en la calle padecen algún tipo de enfermedad mental.
Arroyo también menciona este factor. Tiene 20 años de experiencia en centros penitenciarios. Desde que, siendo aún estudiante de medicina, llegó a la enfermería de uno de ellos para investigar para su tesis hasta ahora, como subdirector general de Coordinación de Sanidad Penitenciaria. Pero para él, que ha visto centenares de casos como el de Alberto, el punto fundamental que puede desencadenarlo todo es que el enfermo pierda el contacto con la realidad, abandonando, por ejemplo su casa. "Por eso es tan necesaria una actuación previa", sostiene.
Sin embargo, hasta llegar a ese punto el enfermo y su familia pueden haber dado bandazos de un centro a otro tratando de buscar un diagnóstico. Un monstruo muchas veces desconocido hasta que la palabra aparece escrita en el historial médico del ser querido.
Araceli Carrillo lo sabe muy bien. Nada sabía de enfermedades mentales hasta que a su amigo Rafael (nombre supuesto) le pasó lo que le pasó. El chico estaba triste y apático. Tenía 17 años y ya no quería salir. Ni estudiar. Ni nada. "No sabíamos qué le pasaba. Pensábamos que eran cosas de la adolescencia", dice. Hasta que las cosas se torcieron y recibieron una llamada que les avisaba de que Rafael estaba detenido y en el calabozo. "Ingresó en prisión a la espera de juicio. Nada más llegar le metieron en la enfermería", comenta. Tenía esquizofrenia. Araceli explica que Rafael sí había ido al médico. Pero nadie supo dar con lo que le ocurría.
Nadie lo supo hasta que llegó a la cárcel. Por eso Arroyo destaca el papel de la prevención. Pone de ejemplo el caso del Reino Unido. Allí, asegura, se ha implantado un mecanismo de control de problemas de salud mental en las comisarías. "En una ciudad como Bristol se dan 800 casos sospechosos al año. De ellos, un tercio terminan ingresados en algún centro", dice.
Pero, qué sucede una vez que estos enfermos entran en la cárcel, un ambiente que los expertos tachan de negativo. "Por mucho que se haga dentro, salen mucho peor de lo que entran", dice Carrillo, que desde que Rafael entró en prisión se ha hecho miembro de Feafes. El vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría también considera la cárcel un lugar inadecuado para estos enfermos. "Debería haber dispositivos intraprisón", sostiene.
Arroyo explica que para mejorar la vida de los enfermos mentales de los centros penitenciarios y evitar su estigmatización, Instituciones Penitenciarias ha creado el Programa Marco para la Atención Integral a Enfermos Mentales (Paiem). Se basa en la detección de los trastornos y, una vez diagnosticados, en mejorar la vida de los enfermos, aumentar su autonomía y la adaptación al entorno. Además, el Paiem intenta fomentar la reincorporación social de estos reclusos.
Es el caso de Gustavo. Tiene 37 años y acaba de empezar 2º de Derecho por la UNED desde la cárcel de Aranjuez. Tiene una enfermedad mental y lleva siete años y cinco meses en la cárcel. "Aún me queda casi otro tanto", dice. Ésta es su segunda condena. En la primera también tuvo tratamiento médico para su enfermedad. "Pero recaí en las drogas y todo se fue a la mierda...", dice. Reconoce haber experimentado los síntomas antes de su primera entrada en prisión, pero dice que nunca fue a que le diagnosticaran. "Tampoco nadie me dijo que podría ser una enfermedad", dice. Nada más llegar entró en el programa de Prevención de Suicidio, dentro del Paiem. "Lo pasé fatal... Cada día me levantaba con ganas de quitarme la vida", dice.
A Bernardino le pasó lo mismo. Con una diferencia. Sus problemas empezaron en la cárcel y por su condena. "Estoy aquí por homicidio imprudente. Era guardia de seguridad y dos personas murieron por mi culpa. Todos los días me digo que el que tendría que estar muerto soy yo", cuenta con lágrimas en los ojos. Bernardino, como Gustavo, también se ha decidido por estudiar Derecho. "A todos los presos nos da por lo mismo", intenta bromear.
Este recluso alto y espigado ya ha abandonado la enfermería del centro penitenciario de Aranjuez. Allí permanecen todavía otros como Miguel Ángel o Francisco. El primero tiene esquizofrenia paranoide; el segundo, una depresión grave. A los dos aún les queda bastante para salir. Lo matan estudiando. Francisco tiene sobre la mesa de su habitación una decena de libros sobre la Biblia. Miguel Ángel se dedica a la informática. "Me gusta mucho", dice. No quiere hablar de las crisis que le llevaron a la enfermería. Tampoco profundizar sobre el delito que cometió. "Pegué a mi novia". Algo, que, según los médicos que le tratan, tuvo mucho que ver con su enfermedad.
A Alberto no le importa recordar su etapa en la enfermería. "Lo pasé muy mal pero salí. Logré hacerlo...". Se acelera cuando habla de todo lo que le espera fuera. "Una ONG me ha buscado un trabajo y mis padres también me van a ayudar mucho". Se le iluminan los ojos. Lejos, muy lejos quedan ya las crisis que le dejaron el cuerpo cubierto de cicatrices y el miedo a su enfermedad.
María R. Sahuquillo en El País.
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