Consejeros
En Europa los políticos buscan en sus consejeros el consenso, no el debate abierto y sincero
Es alto y delgado, tiene los ojos pequeños y la mirada astuta. Con 82 años el paso es algo precavido, pero firme. La chaqueta blazer azul y las gafas Ray-Ban parecen haber estado siempre ahí; de hecho, da la impresión de que su aspecto no desentonaría nada en las calles de Saigón en los años sesenta. Se trata de Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter entre los años 1977 y 1981, toda una leyenda de la política exterior, alguien cuya fama sólo rivaliza con la de Kissinger, el consejero de Seguridad Nacional de Nixon.
Estamos en Estocolmo, donde el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores se ha reunido para analizar las consecuencias que la crisis está teniendo sobre la política exterior de la Unión Europea. Timothy Garton Ash resumió con su especial brillantez lo allí discutido, así que obviaré deprimir aún más al lector con los pronósticos sobre la irrelevancia de Europa que allí se manejaron.
Pero más allá de su análisis sobre el radical giro emprendido por Obama en política exterior (y las enormes dificultades que enfrenta), la personalidad de Brzezinski me lleva a una reflexión más general sobre el papel de los consejeros de Seguridad Nacional, esos hombres (y mujeres, en el caso de Condoleezza Rice) a quienes se ha descrito como "los arquitectos del poder americano", unas personas cuyo trabajo es asegurarse de que el presidente reciba todos los días la información que necesita para entender el mundo, los desafíos que enfrenta su política exterior, las opciones que tiene ante sí y, sobre todo, una visión clara de sus consecuencias.
Se trata quizá de uno de los puestos más difíciles de la Administración: no es el jefe de Gabinete, ni tampoco dirige los servicios de inteligencia o está al frente de los departamentos de defensa o exteriores, por lo que está obligado a navegar entre unos pesos pesados que pueden hacer enormemente difícil su trabajo. Cada consejero ha respondido a un estilo diferente: unos, como Kissinger, lograron un ascendiente sobre Nixon que nadie ha igualado, y otros, como Rice, han sido criticados por carecer de influencia. Sin embargo, parece evidente que cada tándem es único y que su carácter depende tanto de la personalidad del presidente como de la de su consejero, por lo que las combinaciones posibles son múltiples. Véase si no el contraste actual entre el presidente Obama, un afroamericano con un pasado como voluntario en los barrios más difíciles de Chicago, y James Jones, un general de marines que exuda disciplina militar por todos los poros.
Más allá de las personalidades, todos ellos tienen, en palabras de Brzezinski, una única obligación: "Ser brutalmente sinceros con el presidente". Se trata de una necesidad del puesto, forjada en los días de la guerra fría cuando su trabajo consistía en localizar al presidente a los cuatro minutos de haberse detectado un lanzamiento de misiles balísticos por parte de la Unión Soviética; junto con él, estudiar las opciones de respuesta y lanzar una represalia nuclear que, siete minutos después, sería imposible de detener, todo ello con pleno conocimiento de que provocaría unos cincuenta millones de muertos por cada lado.
En Europa carecemos de una tradición similar, en parte porque nuestros Gobiernos se rigen por una tradición administrativa en la que los políticos buscan en consejos y consejeros el consenso, no el conflicto entre diversas opciones y visiones. Ello repercute en instituciones de asesoramiento y análisis que carecen de valor alguno, por lo que languidecen o nunca son convocadas. En nuestro país, el Consejo de Política Exterior es un ejemplo claro: todos los Gobiernos han intentado hacer algo con él, para a continuación ignorarlo. El coste, sin embargo, es evidente: sin instituciones que canalicen la voz de los diferentes actores involucrados en un problema, que sean capaces de debatir abiertamente diferentes visiones y servir para el intercambio franco de opiniones contradictorias, la coordinación de la política exterior (como de cualquier otra) será débil y se producirá a posteriori. El resultado será una política fragmentada, que sólo puede ser analizada desde las decisiones adoptadas, nunca desde el diseño que inspiró dichas decisiones. La política así ejecutada se convierte en lo que Charles Lindblom describiera en un clásico trabajo de 1959 como "la ciencia de salir del paso".
José Ignacio Torreblanca en El País.
0 comentarios