Las garrafas y el vino del periodismo
La cuestión sustantiva no es en qué soportes -pantalla o papel- leeremos, sino qué leeremos. La prensa cava su tumba al obsesionarse con los continentes desdeñando los contenidos. La opinión es su gran activo
Es muy probable que lo que solemos llamar periodismo amarillo o sensacionalismo no sea únicamente una deformación perversa y tardía de una prensa originariamente recta y objetiva, sino una de las tendencias naturales de la institución. Primero, porque parece mucho más verosímil que la rectitud y la imparcialidad sean un logro evolutivo conseguido tras grandes esfuerzos por neutralizar la mezquindad, y segundo, porque está en la naturaleza misma del periodismo, en cuanto invención de la ciudad industrial, el luchar contra la principal característica de los tiempos modernos (que supone a la vez una gran ventaja y un terrible inconveniente), a saber, que éstos son un prodigioso contenedor que admite en su interior toda clase de contenidos, siendo las limitaciones y prohibiciones puramente convencionales y contingentes.
Esta poderosa indiferencia respecto de los acontecimientos es la que el titular de prensa intenta combatir llamando la atención del lector potencial con el reclamo de que ha ocurrido algo extraordinario, algo fuera de lo corriente, cosa verdaderamente inaudita en una época en la cual todo se ha vuelto corriente. Incluso es posible que todos los titulares de prensa sean variaciones en torno a una proto-noticia que ningún periódico pudo ofrecer a los lectores en su momento, porque cuando se produjo aún no había diarios: la llegada de un tiempo nuevo, la inauguración de la modernidad (a este titular sólo se aproximan de verdad los "Ha estallado la guerra" o "La guerra ha terminado", que en los conflictos militares convencionales producen grandes tiradas).
De ahí que una y otra vez los periódicos hayan ensayado esta fórmula -la de la llegada de una nueva era- a propósito de cada cambio de Gobierno, de cada "fenómeno cultural" emergente o, con mucha más frecuencia actualmente, ante la aparición de cada novedad tecnológica o de cada gadget electrónico, del mismo modo que la publicidad comercial -que ha acompañado al periodismo a lo largo de todo su desarrollo histórico- ha hecho un uso exhaustivo y tedioso de esa misma herramienta, hasta prácticamente agotar su eficacia. Se trata, sin duda, de una lucha titánica y desesperada, pues no solamente los periódicos reproducen inconscientemente la misma condición de contenedor indiferente y omnívoro que ostenta el tiempo moderno, sino que constituyen uno de los mecanismos fundamentales a la hora de producir contenidos diarios para llenar ese inmenso recipiente vacío del calendario social, un recipiente cuya implacable ley es la de quedar de nuevo justa y relucientemente vacío cada 24 horas para provocar así la sed de noticias, la ansiedad de novedades característica de la existencia moderna, la necesidad de contenidos cualesquiera que rellenen el envase hasta su próxima e inminente evacuación.
Si a los periódicos nacientes se les escapó la gran noticia de la revolución moderna, los de hoy se preparan para dar en exclusiva su último y más sensacional titular a toda plana: el que anunciará la desaparición de la prensa escrita (y, por tanto, la llegada de una nueva época). Sólo se equivocan en una cosa: es un error confundir la edición digital con el cambio histórico, pues la llamada prensa electrónica, lejos de ser una novedad que anuncia una transformación cultural sin precedentes, es la simple consumación que lleva a término la tendencia de la que venimos hablando: si la prensa no es más que un dispositivo de producción de titulares llamativos, ¿por qué esperar 24 horas para el proceso de llenado-vaciado? ¿Por qué no dispensar los titulares en un régimen constante e ininterrumpido y dejar que las audiencias expresen su voluntad soberana pulsando digitalmente sobre aquellos enunciados que resulten más interesantes y abandonándolos a medida que su contenido les vaya aburriendo o decepcionando -lo que no tiene más remedio que ocurrir una y otra vez por la fuerza misma de las noticias, es decir, por su debilidad-? Ello no calmará la ansiedad de novedades, sino que la multiplicará infinitamente, actualizándola a cada instante y haciendo que cada segundo tenga que ser rellenado mediante un nuevo click informático.
Ahora bien, el hecho de que esta tendencia esté inscrita en la prensa periódica desde su aparición no significa que ésta sea su única función, que se trate de una simple máquina de producir noticias o de rellenar un tiempo cabalmente vacío para entretener a sus usuarios. Como es de sobra conocido, el periodismo -y en eso consiste el logro evolutivo al que nos referíamos al comienzo- ha desempeñado en la historia moderna la tarea de articular la opinión pública, es decir, de escenificar una esfera civil de autonomía en la cual los ciudadanos deliberan racional y discursivamente sobre las decisiones políticas, económicas o culturales que afectan a sus vidas y en la cual puede ejercerse la crítica acerca del comportamiento de los diversos poderes apoyándose en informaciones fiables sobre los mismos.
Como la opinión -es preciso recordarlo ante el notorio desgaste que ha sufrido este término- consiste siempre en un juicio argumentalmente justificado y expuesto a la discusión, y no en la simple emisión de gustos, intereses o preferencias presuntamente indiscutibles, ésta es la única función de la prensa que puede efectivamente contrarrestar la proclividad a la indiferencia y la amalgama que subyace al carácter amorfo de la temporalidad moderna, pues ella es la que produce inmediatamente jerarquías y vínculos conceptuales entre los contenidos, que obligan a distinguir unos de otros y que hacen imposible considerarlos a todos ellos iguales e igualmente prescindibles o renovables. Por tanto, es también la única función de la prensa capaz de distinguirse de la simple propaganda, del negocio o del ingenio publicitario, porque es la única que garantiza su autonomía con respecto a esas otras esferas de influencia de los poderes fácticos.
El hecho de que cuando hoy se debate sobre el porvenir del periodismo se trate casi únicamente de la cuestión de los contenedores (digital versus analógico, pantalla versus papel) y de la dimensión empresarial del negocio informativo (la búsqueda frenética de la publicidad), pero casi nunca de la de los contenidos, el hecho de que pocos cuestionen el modo como -sin que pueda culparse de ello a la crisis económica ni al desarrollo tecnológico- la prensa va paulatinamente dimitiendo de su función sistematizadora de la esfera pública, huyendo del juicio crítico, renunciando a la jerarquía de la información y asumiendo su dependencia con respecto a los poderes políticos y económicos, es un síntoma de que también en este caso puede que a los más adeptos al sensacionalismo se les vuelva a escapar la noticia-bomba del final de su profesión, es decir, de que el periodismo como máquina de producir titulares ha devorado al periodismo como articulación de la opinión pública en una sociedad democrática.
Y mientras nos entretenemos en debates sobre en qué soportes leeremos en el futuro, alejamos de nosotros la cuestión de qué es lo que leeremos, que es la única sustantiva, como aquellos aldeanos a quienes robaban el vino mientras disputaban sobre las garrafas en las que almacenarlo. Es cierto que esto pasa también en otros ámbitos: la mala noticia es que Internet no hará mejores a los periódicos, que la inmersión de los hogares en la banda ancha no elevará el nivel cultural de los españoles, que la introducción de ordenadores portátiles en el parvulario no resolverá el fracaso escolar y que la reconversión de las universidades públicas en institutos de secundaria mediante el plan Bolonia no aumentará la calidad de la investigación científica. Y la discusión acerca de qué podríamos hacer para mejorar el periodismo, el nivel cultural, las instituciones educativas o la investigación científica no puede celebrarse porque es una discusión de contenidos, y de momento estamos ocupadísimos con los contenedores y con la publicidad, con los portátiles, los móviles y las descargas caseras. Y no es por culpa de estos artilugios, sino de algunas decisiones políticas y profesionales, por lo que los periódicos, los libros, las escuelas y las universidades, que fueron hasta hoy los lugares naturales de estas discusiones, se están volviendo literalmente insoportables, es decir, inviables en cualquier soporte.
José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.
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