Cataluña/España
Las demandas de autonomía planteadas por los nacionalistas catalanes al Estado español se caracterizan, desde principios del siglo pasado, por una constante sobre la que se ha llamado poco la atención: en todas ellas, Cataluña se presenta como punta de lanza de una nueva organización del Estado. Históricamente, Cataluña, más que pactar con España, aspira a disponer, dentro del Estado español, de una autonomía que habrá de extenderse al resto de las regiones o pueblos del Estado.
Así ocurría ya en el manifiesto de senadores y diputados regionalistas de enero de 1906 cuando afirmaba que "hoy uno es el interés, una la causa y uno el destino de todas las regiones españolas" y saludaba con alborozo "la germinación del ideal regionalista en Galicia, en Valencia, en Aragón, en Mallorca, en la misma Castilla...". Bien, se podría decir, estaban todavía en lo que Prat de la Riba llamó fase regionalista. Pero es el mismo Prat de la Riba, padre del nacionalismo catalán y autor de su obra fundacional, La nacionalitat catalana, el que habla de la urgencia de "rehacer el Estado español sobre sus bases naturales: reconocer a sus diferentes nacionalidades [nacionalitats] el derecho de gobernarse con la más plena autonomía".
Esta constante línea de estrategia y de pensamiento político tuvo su más clara expresión cuando, metidos ya en plena fase nacionalista, el presidente de la Generalitat presentó en agosto de 1931 al presidente del Gobierno provisional de la República el Estatuto de autonomía plebiscitado por los catalanes unas semanas antes. Cataluña, dice su Preámbulo, "quiere que el Estado español se estructure de una manera que haga posible la federación entre todos los pueblos hispánicos, ya establecida de momento por medio de estatutos particulares como el nuestro, ya de manera gradual".
Al presentar aquel Estatuto, la Generalitat sabía que la conquista de la autonomía implicaba una modificación de la estructura general del Estado. También lo sabían los diputados constituyentes, que lo rechazaron, sin sentir ningún ruido de sables, hasta no resolver previamente la cuestión de la organización del Estado, motivo de apasionados debates que culminarán con la definición de la República como Estado integral y con la introducción, nueva en nuestro constitucionalismo, del principio dispositivo para la formación de regiones autónomas como "núcleos político-administrativos dentro del Estado español".
Si hay un punto en que la Constitución de 1978 copió las líneas maestras y hasta la letra de la Constitución de la República es precisamente éste. Los catalanes que venían reclamando autonomía entendieron, como sus antepasados, que no sería posible sin una nueva estructuración del Estado que la garantizase también a todas las regiones y nacionalidades que la demandaran. De hecho, en el debate constitucional el problema nunca fue la generalización de la autonomía, sino la introducción en una Constitución española del término nacionalidad, exigencia innegociable de la minoría catalana a la que se opusieron los llamados poderes fácticos, o sea, los militares. Pero no hubo a este respecto concesiones ni artificios para anegar en un magma la autonomía catalana. Lo que hubo fue el reconocimiento de una realidad histórica que había llegado a su punto de maduración, como en 1931, sólo que varios escalones más arriba: la distribución competencial resultó mucho más favorable a las autonomías; Cataluña conquistó su Estatuto, celebrado como un gran triunfo porque dejaba en pañales al de la República; y las demás nacionalidades y regiones no perdieron tiempo en seguir el camino
Ésta es, más o menos, la historia, culminada en un éxito que dio razón a los catalanistas cuando aspiraban a la autonomía en el marco de una reestructuración del Estado español. El pacto entre Cataluña y España, que tanto se agita ahora como argumento para deslegitimar esa historia, no pasa de ser una metáfora: Cataluña no pacta con España, Cataluña o sus parlamentarios pactan en el Parlamento español con los diputados del resto de nacionalidades -y de las regiones que van quedando- el Estatuto de su autonomía, que reestructura la organización del Estado. El problema hoy -debido a la irresponsabilidad y la ignorancia con la que el Gobierno del Estado impulsó la reforma del Estatuto- no es si España-nación rompe un pacto con Cataluña-nación; el problema es hasta dónde el Tribunal Constitucional puede enmendar la plana al Parlamento español en orden a la reestructuración del Estado dentro de la actual Constitución.
Santos Juliá
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