Todo el poder para los que se equivocaron
Las agencias de calificación mantienen una gran influencia en los mercados pese a los continuos errores de los últimos años - Sus últimas decisiones han desatado el miedo de los inversores
El magnate Bernard Madoff, el mayor estafador de los últimos años -una categoría realmente difícil de alcanzar en los tiempos que corren-, lucía una sonrisa maléfica en las fotos y una rutilante triple A en la tarjeta de presentación de su entidad financiera. Muchas de las ya mundialmente conocidas como hipotecas basura y sus aledaños tóxicos presumían de esa misma triple A, incluidos algunos de los bonos del quebrado Lehman Brothers, un banco cuya caída detonó algo parecido a una bomba atómica sobre los mercados internacionales. La omnipresente triple A es la máxima nota que conceden las agencias de calificación a los productos financieros -y a la deuda de los Estados más solventes- para que los inversores sepan de qué y de quién fiarse. Si usted tiene entre manos cualquier producto con esa nota, desde un bono alemán hasta la última retorcida innovación de la industria financiera, debería estar tranquilo: la probabilidad de impago es prácticamente nula, según los modelos estadísticos más avanzados que utilizan esas agencias.
En teoría, claro. Porque en los mercados financieros, las matemáticas ya no son lo que eran.
A la vista de lo ocurrido con Madoff, con las subprime y con Lehman, las agencias de rating son el mismísimo demonio, o al menos uno de los grandes diablos de la crisis. No vieron venir nada de lo que se avecinaba. No hicieron bien su trabajo. No advirtieron que la banca estaba vendiendo crecepelo. Incluso puede que contribuyeran a vender humo. Y ahora, justo cuando la economía empieza a reactivarse, amenazan con cortar de cuajo las alas de la recuperación alimentando el miedo en los mercados con los problemas de Grecia, y de retruque meten en el mismo -o parecido- saco a la economía española o a la británica. De la euforia al desaliento: cuando las cosas van bien sufren ataques de optimismo, y cuando van mal castigan sin piedad, agravando de esa manera los ciclos y los problemas de los países afectados. En fin: culpables. Oscar Wilde debía estar pensando en ellas al escribir aquello de "conocen el precio de todo y el valor de nada".
Evidentemente, el veredicto no puede ser tan tajante. No es tan fácil. Nada relativo a esa pseudociencia social conocida como economía puede ser tan sencillo. Pero por ahí van los tiros: algo habrán hecho mal cuando la Unión Europea, Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional (FMI), los bancos centrales y casi todo quisque les señalan, si no como culpables, sí como colaboradores necesarios de la crisis. Y cuando hasta las propias agencias asumen que tienen que cambiar algunas cosas.
La traducción literal de Standard & Poors es "normal y pobre". Moodys, en román paladino, significa algo así como "deprimido, de humor variable". Si el nombre hace la cosa (algo dudoso en los países anglosajones: hay alguna gran empresa llamada "Ernesto y Joven"), las agencias de calificación de riesgos están de capa caída. S&P y Moodys, que copan casi el 80% del negocio, gozaban de una gran reputación en los mercados financieros hasta hace sólo unos años, pero en cada una de las últimas crisis se han ido dejando jirones de credibilidad. Y aun así se han convertido en un contrapoder capaz de desestabilizar empresas, sectores enteros e incluso Gobiernos: pese a sus continuos errores y abusos mantienen una gran influencia sobre los mercados.
La confianza, las promesas son la base de la economía; la piedra filosofal. Y hace ya tiempo que en lo relativo a la confianza las agencias juegan con fuego: "En los años ochenta, le retiraron la máxima nota a Venezuela un día antes de que su Gobierno decidiera suspender el pago de la deuda externa; en la crisis asiática de los noventa mantuvieron los ratings hasta que se desató el huracán, y sólo entonces empezaron a degradar rápidamente las calificaciones de varios países, con un proceder que no hizo sino agravar la situación y contribuir al comportamiento rebaño de los inversores, que retiraron masivamente capitales", ataca Juan Ignacio Crespo, de Thomson Reuters. "Con esos antecedentes, parece increíble que los mercados sigan fiando su salud mental y financiera a las opiniones de las agencias", sostiene.
Las quiebras de Enron y Parmalat acabaron de sembrar de dudas la labor de las agencias: actuaron con una lentitud exasperante, que algunos sólo entendían por el hecho de que eran -y son- las mismas empresas que reciben sus notas las que les pagan por las calificaciones. "Conflicto de interés": así se denomina finamente ese problema mayúsculo. Si un banco (o un Estado) quiere una nota para evaluar la calidad de su deuda, paga religiosamente por esa nota a las agencias. Y a veces paga incluso por labores de asesoría, en un modelo de negocio que recuerda peligrosamente al de las auditoras y consultoras y que saltó por los aires hace unos años, tras la morrocotuda crisis de confianza provocada por Enron.
Los errores con las subprime parecían la puntilla: "Las agencias han desempeñado un papel clave en la crisis", denuncia Amadou N. R. Sy, del FMI, en un trabajo demoledor sobre el sector. Asignaron ratings elevados a los productos estructurados -la también llamada basura hipotecaria-, hasta que la burbuja explotó. Hay indicios de que en algunos casos contribuyeron a definir los modelos matemáticos que permitían a esos complicados productos cosechar las máximas calificaciones de crédito para que pudieran comprarlas los fondos de inversión y de pensiones. Sólo cuando todo reventó iniciaron una "abrupta e inesperada carrera de rebaja en las notas crediticias que multiplicó el miedo, las pérdidas y un rápido drenaje de la liquidez". "Son procíclicas: alimentan las compras en los buenos tiempos y aceleran las pérdidas en los malos tiempos", resume Sy.
Pero hay más. A la crisis subprime (o financiera) le ha seguido una durísima crisis económica (o real), a la que los países desarrollados y los emergentes han respondido a la manera keynesiana: montañas de déficit y deuda pública que, según todos los análisis, han evitado una Gran Depresión. Y ahí vuelven a aparecer problemas con las agencias, que pueden estar castigando a los países que llevan a cabo justamente las políticas que la coyuntura exige. Hace unos días, Dubai anunció que debe posponer el pago de parte de la deuda de Dubai World, un holding controlado por el Gobierno del emirato. Las agencias llegaron tarde y degradaron los rating dubaitíes cuando esa decisión estaba tomada. Pero lo grave es que ahora ven problemas por todas partes: apretaron el gatillo contra Grecia por su pésima situación financiera, y amenazan a otros países con situaciones muy diferentes como España y, en menor media, EE UU y Reino Unido, lo que ha provocado el habitual incendio en los mercados.
"Se están equivocando de la forma habitual", afila el látigo un rotundo Paul de Grauwe, economista de la Universidad de Lovaina. "Tras infravalorar el riesgo de los activos tóxicos que provocaron la crisis financiera, tras fallar de forma estrepitosa, ahora exageran y se pasan al otro extremo con la deuda soberana", añade. "Tampoco esta vez son capaces de ver nada: bajaron las notas de los bonos de Dubai cuando ya era demasiado tarde. Y sobrerreaccionan ahora con la deuda pública de muchos países: Grecia es realmente un problema, pero España no lo es. Quieren que esta vez no les pille el toro y por eso preparan nuevas rebajas, para tapar el hecho de que no se han enterado de nada. Para cubrirse, en suma. Cada vez que llega una crisis, primero no la ven, y luego no hacen más que agravarla: son de gran ayuda para desestabilizar el sistema financiero", remacha.
Vicente Pallardó, del Observatorio de Economía Internacional de la Universidad de Valencia, resume las principales críticas que arrastran las agencias desde hace años. Un póquer peligroso: "Hay un problema manifiesto de incentivos: las mismas empresas que deben ser examinadas les pagan generosamente, con márgenes de hasta el 50%. Y cuanto más negocio hay más comisiones cobran, lo que ha contribuido a propagar innovaciones financieras peligrosas". Dos: hay escasa competencia. Apenas tres agencias (Moodys, S&P y Fitch) se reparten más del 90% del pastel, "y cuando en un mercado no hay competencia se producen cosas raras". Tres: "Usan la misma escala para los productos financieros más innovadores y para los bonos públicos: no es lo mismo una triple A para la deuda alemana que para una titulización hipotecaria, con lo que se da una señal equívoca a los inversores". Y cuatro: "La propia regulación les da un estatus, una credibilidad, que no se corresponde con los errores de los últimos años". La normativa financiera obliga, por ejemplo, a que los fondos de pensiones inviertan sólo en productos triple A. En su descargo, las agencias aducen que los gestores de esos fondos lo fían todo a sus calificaciones y se ahorran así una parte fundamental de su trabajo: no analizan lo suficiente el riesgo asociado a esos productos y compran activos que acaban provocando incendios en sus cuentas de resultados. Una práctica -la de no mirar con lupa los riesgos, que llevó a la barra libre de excesos-, que es prácticamente la semilla de esta crisis. De casi todas las crisis.
Esas dificultades no son fáciles de resolver. Tanto EE UU como la UE -que en los últimos años optó por que las agencias se autorregularan- estudian ahora nuevas reglas para evitar que se repitan viejos errores. Descartada la hipótesis de los mercados perfectos, arrasada por la crisis, las agencias siguen siendo necesarias para evitar los fallos de "información imperfecta": no son infalibles, pero pueden ser una buena guía para un inversor que sabe poco acerca de lo que circula en los mercados. "Las agencias tienen un gran poder de lobby y se saben imprescindibles. Así que van a mantenerse: pactarán una nueva regulación que a ellas mismas les permita atarse parcialmente de manos sin que el negocio se resienta", afirma Xavier Freixas, de la Pompeu Fabra.
Una de las reformas más perfiladas es separar su labor de asesoría de la de calificación de riesgos, las famosas murallas chinas, a la manera de lo que hicieron consultoras y auditoras tras el escándalo de Enron. "Otra de las posibilidades sería traspasarle el coste del rating al inversor, lo que reduciría los conflictos de interés, aunque eso puede provocar errores en la formación de precios", abunda Gilles Saint-Paul, de la Universidad de Toulouse, para quien al fin y al cabo "tampoco las agencias han jugado un rol tan importante en la crisis". "Las calificaciones hubieran sido correctas si la burbuja inmobiliaria no hubiera explotado, y nadie (ni los mercados ni los bancos ni los Gobiernos) asumía que eso era posible. Así que la crisis no es obra de las agencias. Hubiera sido exactamente igual sin ellas", apunta.
Hay quien no piensa lo mismo. En los últimos años las agencias no han perdido ni uno solo de los numerosos juicios por sus errores, algunos de ellos flagrantes. Se acogen a la sexta enmienda de la Constitución de EE UU, la relativa a la libertad de expresión: un rating es simplemente una opinión. Una opinión sobre la solvencia y la capacidad crediticia de una deuda o un deudor. Nada más. Con ese argumento no hay juez que las condene (aunque por eso mismo algún economista las despacha con desdén como "simples periodistas financieros"). Y aun así, las demandas siguen apareciendo: ahora mismo hay decenas en los juzgados. El fiscal general de Ohio, en nombre de los fondos de pensiones públicos, les reclama millones de dólares por daños y perjuicios, por negligencia y fraude. Varios Estados estudian unirse a esa demanda.
Martin Win, de S&P, se defiende y admite incluso algunos errores: "Entendemos que algunas de las cosas que han pasado son una decepción, pero la nueva normativa va a mejorar la calidad y la transparencia de las calificaciones de deuda y va a reducir los conflictos de interés". A la luz de lo que ha salido de Bruselas y de Washington (meros apuntes para una reforma que se adivina tibia), eso está por ver.
Los expertos solían ser tibios con S&P, Moodys y compañía. Pero las cosas están cambiando. El economista Daniel Gros considera que son "una forma de expresión más del humor de los mercados". Y ese humor es de lo más caprichoso; volcánico. Antonio Baños, autor de La economía no existe, es más directo: "Los mercados siguen creyendo de forma hipnótica en las matemáticas, en la borrachera de estadísticas de los últimos años. Las agencias les dan eso con modelos bellísimos, elegantes, supuestamente perfectos. Pero hay truco. Han montado un tinglado sensacional en torno al riesgo: lo modelizan, lo granulan, lo empaquetan, pero nunca van a conseguir que el riesgo desaparezca, por mucha triple A que inventen. Es increíble que opine S&P y España suba o baje, como en Eurovisión, por una simple opinión cuyo fundamento es cuando menos dudoso".
Claudi Pérez para El País.
2 comentarios
cuatrodecididos -
nosomosgurus -
Al crecer y ver qué se hace con las matemáticas combinadas con poder y especulación, al comprobar que hay miles de personas dispuestas a creerse milongas que les harán ricos a corto plazo sin esfuerzo alguno...vuelvo a añadir esperanza a la ecuación y,lo siento, sonrío al ver a los estafados por los Madoff (o Afinsa) de turno.No me dan ninguna pena.
De acuerdo, el poder lo tienen los que se equivocaron...pero yo prefiero decir que el poder lo otorgan miles de pequeños,medianos y grandes especuladores a los que les puede la miserable condición humana del gusto por el dinero facilón y creciente.