Fiscalidad, compromiso e interés general
Progresividad e igualdad han dejado de ser los pilares básicos de nuestro sistema tributario Hay que reflexionar sobre un impuesto a grandes patrimonios y sobre sucesiones y donaciones
Creo no equivocarme al afirmar que no es hoy cierto el principio por el que todos hemos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con nuestra capacidad económica con criterios de progresividad e igualdad. No en vano, la obtención de réditos políticos a través de la fiscalidad es una de las razones del desmesurado elenco de incentivos, de la supresión del impuesto sobre el patrimonio, de la pasividad ante el trasvase de rentas del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) al impuesto sobre sociedades (IS), de permitir el abuso de la Ley Orgánica de Financiación Autonómica por gran número de comunidades autónomas al suprimir de hecho el impuesto sobre sucesiones y donaciones (ISD), o de decisiones de difícil justificación en términos de justicia como la de la deducción de los 400 euros.
Como resultado de ello, la progresividad y la igualdad han dejado de ser los pilares básicos de nuestro sistema tributario, que se aleja así de los principios a los que la Constitución obliga. Urge pues una reforma de calado, tarea nada fácil dada la crisis de ideas para articular una política fiscal coherente y "sostenible".
Recordemos que los impuestos son el instrumento para recaudar con criterios de justicia los ingresos necesarios para sufragar el gasto público; circunstancia que exige definir un proyecto de Estado y que se concreten y cuantifiquen las políticas de gasto e inversión, así como su gestión y los mecanismos de control y transparencia; aspectos todos ellos necesarios para conocer la cifra de ingresos que se necesita.
Por ello, la primera reforma ha de ser revisar el gasto y su aplicación, ya que cuanto menor es su importe, menor es también el de los impuestos a recaudar. De ahí la importancia de su gestión y control. Desde esta perspectiva, las medidas de reducción del gasto adoptadas hasta hoy son insuficientes ya que eluden afrontar con realismo la única solución posible: analizar partida a partida su destino, necesidad, eficacia y eficiencia.
Centrándonos en las principales reformas, no olvidemos que para valorar su viabilidad hay que conocer los datos que sólo el Gobierno tiene. Hay que tener también en cuenta que a pesar de que los impuestos no son nunca neutrales, la fiscalidad ha de interferir lo menos posible en las decisiones de los ciudadanos y de las empresas; neutralidad que exige ser muy cauteloso en la política de incentivos que son, a su vez, los que pueden plantear problemas de equidad.
Sea como fuere, si el objetivo es recuperar la progresividad e igualdad, la única vía para conseguirlo es centrarse fundamentalmente en el IRPF y en el IS. Empezando por este último, es necesario introducir una mínima progresividad según la distinta tipología de sociedades distinguiendo entre entidades cotizadas, pequeñas y medianas empresas (pymes) y compañías que se sitúan entre unas y otras. Es razonable pensar que según cual es el tamaño de la sociedad, mayor es también su capacidad de generar recursos. Los tipos impositivos no deberían ser muy distintos del 20%, 30% y 40% para pequeñas y medianas empresas, entidades de tamaño intermedio y compañías cotizadas, respectivamente. Asimismo, y para evitar el trasvase de rentas del IRPF al impuesto de sociedades, hay que fijar un tipo en el IS equivalente al marginal máximo del impuesto sobre la renta de las personas físicas con la finalidad de gravar las rentas de las entidades que no realizan realmente ninguna actividad económica productiva, sino que son un simple instrumento para aliviar la tributación que les correspondería en el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Definir este tipo de sociedades es difícil pero no imposible. En cualquier caso es necesario para evitar y disuadir que las rentas más altas eludan la tributación del IRPF. Y es asimismo necesario revisar la tributación de todos los regímenes especiales, entre otros, el de las SICAV.
Si nos centramos en el impuesto sobre la renta de las personas físicas, dos son las cuestiones esenciales: los tipos y la fiscalidad del capital. Es cierto que según cuál sea esta última se incentiva el consumo y se penaliza el ahorro. A pesar de ello, no hay ninguna razón para que este tipo de rentas tributen de forma distinta que las procedentes del trabajo y de actividades económicas, salvo los dividendos y las rentas y ganancias de capital generadas en más de un año; supuestos para los que existen técnicas para evitar la doble imposición o los efectos negativos que la progresividad produce al aplicar tipos diseñados para rentas generadas hasta un año, a rentas y ganancias de capital generadas en más de un año. Respecto a los tipos, no deberían diferir excesivamente de los del impuesto sobre sociedades. Por ello, parece razonable fijar un tipo marginal máximo del 40%-45% para las rentas que excedan de 150.000 euros.
Con tales reformas es posible reducir la fiscalidad de las rentas bajas y medias y aumentar la de las medias-altas y altas, además de configurar un IS más justo y de revisar los incentivos del impuesto sobre sociedades e IRPF sin perjuicio de mantener los coyunturalmente necesarios teniendo en cuenta que cuantos más sean, mayores han de ser los tipos y viceversa. Un sistema tributario sencillo, neutro y más justo exige reducir, reorientar y simplificar al máximo los incentivos.
Hay que reflexionar igualmente sobre la conveniencia de un impuesto sobre los grandes patrimonios, de una profunda reforma del impuesto sobre sucesiones y donaciones, de una tributación transitoria para las entidades financieras que no reduzcan su riesgo ni aumenten el crédito a particulares y empresas, y de incentivos a las pequeñas y medianas empresas que capitalicen sus beneficios mejorando su estructura económico-financiera. El ajuste en la recaudación, preferiblemente una vez finalizada la crisis, ha de venir a través de los impuestos especiales y del IVA. Recuperar la progresividad e igualdad es una obligación constitucional. Educar a los ciudadanos en la obligación de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos en lugar de utilizar los impuestos en clave electoral es una necesidad democrática. Concebirlos como un instrumento de política económica exige no ceder a las presiones. En definitiva, valentía, objetividad y compromiso con el interés general frente al particular.
Antonio Durán-Sindreu Buxadé es profesor de la UPF y socio director de Duran-Sindreu, Abogados y Consultores de Empresa.
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