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Una salida sostenible

Una salida sostenible

Una crisis económica constituye un desafío práctico para la Humanidad, pero también es un reto teórico en la medida en que pone a prueba nuestra capacidad de hacernos cargo conceptualmente de una disfunción no prevista. Se habla mucho acerca de cuánto va a durar la crisis -haciendo referencia con ello a las principales magnitudes económicas (paro, recesión, etcétera)- y tal vez hayamos reflexionado todavía muy poco sobre lo que va a durar la crisis en lo que se refiere a los cambios sociales que va a producir de manera duradera, incluso a los cambios de ciclo que ahora se inician, y que persistirán aunque el desempleo se hubiera reducido a los mínimos históricos que hemos conocido recientemente y aunque iniciemos una senda de fuerte crecimiento económico.

Mi hipótesis es que hay algo en la crisis actual que nos impide caracterizarla simplemente como una crisis cíclica, algo que reviste un carácter inédito y la convierte en indicio de mutaciones más profundas. Seguramente nos esperan fases alternativas de euforia y pesimismo, pero lo más lógico es que estemos ante un periodo relativamente largo de estancamiento, ya que nos hace falta absorber los excesos de endeudamiento pasados (privado) y presentes (público). Pero la respuesta más radical a cuantas previsiones queramos plantearnos depende de la contestación que demos al interrogante: ¿Estamos ante una crisis más en forma de burbuja o ante una crisis sistémica que significaría literalmente la quiebra del actual capitalismo financiero? Si se trata de una crisis sistémica, como la del 29 (aunque la comparación deba detenerse aquí), entonces debe corresponder a un cambio de paradigma.

La principal consecuencia social de la crisis económica, la exigencia colectiva que más imperiosamente se nos plantea apunta en la dirección de una profunda revisión de nuestro modelo de crecimiento económico, cuya fijación en la inmediatez del corto plazo se ha revelado como la causa de su insostenibilidad. En este sentido es muy lógico que la salida de la crisis esté vinculada con los imperativos ecológicos, con la necesidad de pensar de otra manera el progreso y el crecimiento, es decir, la economía en su conjunto. La confluencia entre economía y ecología no es casual; nos indica que tendríamos que abordar la economía con una serie de criterios que hemos aprendido en la gestión de las crisis ecológicas. Si hemos conseguido pensar sistémicamente tratándose de cuestiones que tienen que ver con el medio ambiente, ése es el aprendizaje que tenemos que realizar las sociedades en el manejo de los asuntos económicos.

De alguna manera, lo que ha sucedido es que la crisis financiera ha jugado un papel revelador de la crisis ecológica general. La tiranía del corto plazo nos ha hecho desatender los deberes vinculados a la larga duración, tanto en el plano medioambiental como en el ámbito financiero. Por un lado, el consumo excesivo de los recursos naturales por las actuales generaciones constituye un insulto a las generaciones futuras. Paralelamente los beneficios excesivos que se obtenían estos últimos años de los productos financieros han reducido a casi nada el tiempo largo que debe ser el horizonte de las finanzas. De ahí que la restauración del equilibrio entre el corto y el largo plazo sea la clave para la resolución tanto de la crisis financiera como de nuestros problemas ecológicos.

La ecología proporciona así un modelo de pensamiento y acción sistémicos que debería servir de criterio para equilibrar nuestra idea de crecimiento, incluido el crecimiento económico. La crisis nos obliga a reinventar el progreso, a cambiar nuestras prioridades, una vez realizada la experiencia de que el modo de consumo de nuestras sociedades no está a la altura del mundo que emerge. No es tanto que haya que reducir el consumo como que hay que organizarlo de otra manera, integrando el imperativo ecológico en la ambición de crecimiento.

A estas alturas son evidentes también las dificultades de un ’crecimiento verde’: de entrada, un eventual compromiso ecológico concierne a las generaciones futuras que, por definición, no están presentes para forzar un compromiso. En segundo lugar, el tiempo de la economía no es el de la ecología. Hay quien piensa (y éste ha sido el pensamiento dominante en el periodo anterior a la crisis) que el sistema de precios es capaz de emitir signos que anuncien una crisis futura vinculada al agotamiento del medio ambiente, pero lo cierto es que esos signos aparecen siempre demasiado tarde, de lo que es buena muestra el caso del cambio climático, tan tardíamente advertido e introducido en nuestra agenda política. Y, en tercer lugar, no deberíamos infravalorar los conflictos de intereses nacionales vinculados al arbitraje entre mejora del nivel de vida y preocupaciones ecológicas. Los países en vías de rápida industrialización no quieren verse limitados por las exigencias ecológicas impuestas por los organismos internacionales, y Estados Unidos ha frenado durante mucho tiempo la toma en consideración del imperativo ecológico en la reorganización de su propia economía. Nos esperan discusiones muy intensas en torno a la cuestión de la ’justicia climática’. Y sería de desear que afrontáramos con valentía los problemas que tienen que ver con la solidaridad intergeneracional (que han comenzado ya a suscitar unas controversias sobre la viabilidad de las pensiones o la edad de jubilación), unos problemas que, por cierto, el mercado no es capaz de organizar, que exigen decisiones políticas.

El mercado es víctima del corto plazo; nuestro gran desafío consiste en instalar el largo plazo (la perspectiva sistémica) en la economía de mercado. Me permito aventurar que ésta es la dirección de los cambios sociales, políticos y de valores que deberíamos acometer.

Daniel Innerarity es Catedrático de Filosofía Política y Social de la Universidad de Zaragoza.

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