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Cajas, ¿la desamortización del siglo XXI?

Cajas, ¿la desamortización del siglo XXI?

España opta por entregar esta banca social al capital privado

En el siglo XIX, la tierra. En el último tercio del siglo XX, la empresa pública. Respetando las diferencias de cada caso, fueron objeto de operaciones políticas de gran trascendencia: una "desamortización" que se proponía liberar recursos de capital y entregarlos al mercado para beneficio general. Lo que parecía claro en la intención, lo fue mucho menos en el resultado. Vale la pena recordarlo cuando en el arranque del XXI, las cajas de ahorros aparecen como objeto de una tercera desamortización.

La desamortización de la tierra -desde finales del XVIII hasta bien avanzado el XIX- pretendía la transformación de una sociedad atrasada. La resistencia de la Iglesia a la confiscación de su patrimonio acaparó la atención de contemporáneos e historiadores. Quedó en la penumbra que una parte muy sustantiva de lo incautado correspondía a bienes comunales arrebatados a los Ayuntamientos y otras entidades locales. Los promotores ilustrados de la desamortización entendían que una distribución de la propiedad agraria entre los campesinos pobres tendría efectos positivos en lo económico y en lo político: configuraría una estructura de la propiedad semejante a la de los países más avanzados y liberaría energías para el progreso colectivo. Pero la gestión de la desamortización no se propuso una distribución equitativa de la propiedad: apuntó a obtener los máximos ingresos para la Hacienda pública y del modo más rápido. Los tenedores de los títulos de deuda pública pudieron utilizarlos para adquirir tierra desamortizada: estaba claro que entre ellos no figuraban los campesinos pobres o los jornaleros.

¿Qué resultado produjo aquella gran operación? El dictamen de los historiadores es concluyente. No alteró la estructura de la propiedad (Herr). Cambió de manos, pero respetó o incluso acentuó el latifundismo en las zonas meridionales sin modificar demasiado la propiedad en otras regiones. En boca de un autor de talante liberal, "las víctimas de la desamortización fueron la Iglesia, los municipios y los campesinos pobres y proletarios agrícolas" (Tortella). Tampoco avanzó la sociedad española. Con la desamortización se desaprovechó una oportunidad histórica, agravando desigualdades sociales y provocando violentos conflictos agrarios hasta la misma guerra civil de 1936.

Salvando lo que haya que salvar en toda analogía, la privatización de la empresa pública en el último tercio del siglo XX siguió también un curso discutible. Movidos por el doctrinarismo neoliberal y por la necesidad de recaudación, los Gobiernos de Felipe González y de José M. Aznar "liberaron para el mercado" a empresas públicas o participadas por el Estado: Endesa, Repsol, Telefónica, Tabacalera, Iberia, Aldeasa, Argentaria, etcétera. También y especialmente las que obtenían resultados positivos. Uno de los argumentos esgrimidos fue la necesidad de favorecer la competencia libre, asegurar una mayor eficiencia y con ello beneficiar a los usuarios. ¿Ha sido este el resultado? No parece que tales privatizaciones hayan liberado a los ciudadanos-consumidores de la posición dominante de los grandes proveedores. No han transformado de modo sustancial su carácter oligopolista. Y el gobierno interno de estos "latifundios" industriales y de servicios tampoco da ahora muestras espectaculares de mayor transparencia y responsabilidad ante usuarios, stakeholders y pequeños accionistas. Buena lección tal vez para prepararse para nuevas privatizaciones en lo que queda del sector público.

Con la reforma de las cajas, parece llegar una "tercera desamortización". La gran crisis exige ahora operaciones de salvamento para algunas cajas, aunque no para todas ellas. Pero, a diferencia de la nacionalización temporal de la banca privada emprendida en Reino Unido o incluso en Estados Unidos, España opta por entregar esta "banca social" al capital privado. Percibidas por algunos como una anomalía del capitalismo financiero cuando en realidad suplían algunas de sus carencias, las cajas han sido objeto del asedio continuo de sus competidores: la banca privada. Es cierto que en algunos casos han sido también víctimas de sus propios errores. O, mejor, de los errores de algunos de sus responsables, seducidos por prácticas y modelos de una banca mercantil contra la que competían. Es esta banca -española o internacional- la que ahora espera reforzar su posición oligopolista con la "desamortización" de las cajas. Con ella es previsible la evaporación de su aspecto social que no se limita a la "obra social", sino que se extiende a la prestación de servicios financieros a sectores poco atendidos por otras instituciones.

De la información disponible, se desprende que entre los responsables actuales de algunas cajas hay quienes no renuncian a salvaguardar su carácter y objetivos característicos. Les honra. Me pregunto, sin embargo, si han intentado movilizar el apoyo ciudadano -y no solo el de algunas élites- que pudiera reforzarles en la dura batalla entablada. Porque no se trata de una disputa entre expertos financieros y económicos que sostienen propuestas técnicas diferentes. Es una batalla política con consecuencias que recaerán sobre toda la sociedad y, especialmente, sobre los sectores populares. Tratados solamente como clientes o como impositores, no se ha trasladado a los ciudadanos todo lo que se juega para sus intereses en esta nueva "desamortización". Se ha olvidado así un aliado imprescindible cuando se ventilan asuntos políticos en el sentido más genuino del término. ¿Estamos a tiempo de corregir este olvido?

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política (UAB).

Política de la retirada

Política de la retirada

En vísperas del juicio contra Otegi ha habido varias iniciativas en favor de su liberación con el argumento de que fuera de la cárcel podría contribuir más eficazmente al fin de ETA. Es el mismo argumento que se empleó para sostener que Batasuna debía recobrar la legalidad para que trabajara desde ella por el final de la violencia. Pero si ese desenlace parece hoy más cercano es porque la negativa a ceder por parte de la justicia ha convencido a Otegi y a otros como él de que no habrá vuelta a la legalidad mientras ETA siga presente.

A Otegi y otros dos dirigentes de Batasuna se les juzga por un supuesto delito de enaltecimiento del terrorismo en su intervención en el mitin de Anoeta (noviembre de 2004) en el que presentaron su propuesta de "resolución del conflicto vasco" mediante un proceso de negociación. Sus defensores sostienen que aquel acto abrió el camino de la paz que ahora se está a punto de culminar.

Sin embargo, no fue el proceso iniciado algo después, sino la rectificación que siguió a su fracaso, lo que ha debilitado a ETA y hecho posible que Batasuna dispute a la banda la dirección política del movimiento abertzale radical. Pero la ruptura del Otegi actual con el de Anoeta es incompleta. Se mantiene la pretensión de utilizar el fin de ETA como moneda de cambio de una negociación política cuyo resultado sería la asunción por los demás partidos (y por millones de ciudadanos) de las reformas institucionales que ellos consideran necesarias para resolver el conflicto vasco.

Entre los consejos que, a propósito del caso irlandés, ofrece Tony Blair en sus memorias sobre la forma de hacer frente al terrorismo hay uno aplicable aquí: recomienda partir de que el objetivo no es solucionar el conflicto invocado como causa del problema, sino, más modestamente, despejar de violencia el escenario para abordarlo. Muchas personas piensan que la derrota de ETA tiene que serlo a la vez del independentismo. Simétricamente, los teóricos del nacionalismo violento dan por supuesto que la retirada de ETA debe abrir expectativas a la altura del significado que ellos dan al abandono de las armas: expectativa de convertirse, tras años de resistencia armada, en la vanguardia de un movimiento soberanista capaz de alcanzar la mayoría electoral en el País Vasco. El horizonte de los de Otegi no son las municipales de mayo de 2011 sino las autonómicas de 2013.

Su referencia es Irlanda: tras los acuerdos de Viernes Santo, el Sinn Fein, brazo político del IRA, se convirtió en la primera fuerza de la comunidad católica, superando a los moderados de John Hume y entrando, junto a los unionistas de Ian Pasley, en el Gobierno de Irlanda del Norte. Los de Otegi cuentan también con su propia experiencia de las autonómicas de 1998, inmediatamente después de la tregua de Lizarra, en las que pasaron de 166.000 a 223.000 votos. La ensoñación de sus teóricos es que, retirada ETA, la nueva Batasuna, al frente de una coalición con las otras formaciones independentistas, EA y Aralar, puede desbordar al PNV y convertirse en la fuerza nacionalista hegemónica.

Sin embargo, como viene sosteniendo hace años Savater, y recientemente Andrés de Blas (EL PAÍS, 24-8-2010), es probable que una vez desaparecida la coacción etarra como condicionante esencial del comportamiento electoral, los resultados reflejen más fielmente la pluralidad y mayoritaria moderación de la sociedad vasca y su identificación con la autonomía antes que con el soberanismo.

El partido de Gerry Adams, único organizado en las dos Irlandas, pasó en la del Sur de 1 a 5 escaños en las primeras elecciones posteriores al Viernes Santo de 1998. Los republicanos consideraban esencial ese ascenso, y a ese ritmo, para entrar en los Gobiernos de Dublín y Belfast y convertirse en factor determinante para el desarrollo de las medidas de impulso a la reunificación previstas en los acuerdos. Pero ocurrió que en las siguientes elecciones del Sur, en 2007, no solo no hubo el esperado crecimiento sino que el Sinn Fein perdió un escaño. Sin violencia, la gente vota por otras cosas.

El futuro no está escrito, pero es probable que en una Euskadi sin ETA la mayoría social moderada tienda a expresarse en alianzas variables entre dos de los tres principales partidos autonomistas: PNV, PSE y PP. Y sería lógico que esos partidos consensuaran los límites a no traspasar para favorecer la retirada definitiva de ETA. No se trata ahora de que renieguen de su pasado (eso vendrá después) sino de exigir su renuncia a la negociación de contrapartidas políticas, eje de toda estrategia terrorista. Otegi tendrá hoy la oportunidad de hacer explícita, ante el tribunal que le juzga, esa renuncia. Sería la prueba de la sinceridad de su desvinculación del terrorismo.

Patxo Unzueta

Peligro: la cohesión social se agrieta

Peligro: la cohesión social se agrieta

La crisis saca a la luz las debilidades de la red de protección social - Los hogares considerados integrados bajan de un 49% a un 35% en dos años - La exclusión se ceba en familias pilotadas por mujeres, inmigrantes y personas con pocos estudios

Los que trabajan atendiendo a las personas más desfavorecidas suelen echar mano del humor como terapia diaria. Para explicar la diferencia entre ser pobre y estar al borde de la exclusión social han tomado como modelo al presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps. "Su declaración pública de bienes le sitúa en el umbral de la pobreza, pero no está en riesgo de exclusión porque puede votar y ser elegido y porque, además, tiene muchos amiguitos del alma", bromean. Efectivamente, ser pobre no es lo mismo que rozar los márgenes sociales. Para estar integrado en el entorno sirven, entre otras cosas, tener capacidad de participación política y una red familiar o de amistades que frene la caída.

Varios expertos de distintas universidades han definido un conjunto de factores que perfilan el riesgo de exclusión social, como los ya citados, y otros: dificultades con la vivienda, desempleo, falta de estudios, mala salud, dependencia física y psíquica, hogares con malos tratos, adiciones, delincuencia. La concurrencia de varios de ellos puede desencadenar en la exclusión. Por eso la crisis económica ha sido la gota que ha colmado el vaso en muchos hogares que ya atravesaban una situación precaria. Un informe de la Fundación Foessa (de estudios sociales y sociología aplicada) y Cáritas a partir de sendas encuestas, la primera en 2007 y la segunda en 2009, demuestra que el primer año había un 49% de hogares integrados socialmente, que cayeron a un 35% en 2009. Y el 35% los hogares que en aquel primer año se encontraban en integración precaria han pasado a ser un 46%, a los que hay que sumar un 12% en exclusión moderada, dos puntos más que en 2007. ¿Quiere esto decir que prácticamente la mitad de los hogares españoles no pueden calificarse siquiera de integrados? "Sí, porque estamos hablando de exclusión, no de pobreza. Hay gente con dificultades económicas que no tiene problemas de integración. Pero en estos hogares de los que hablamos concurren varias circunstancias que los sitúan en esa calificación", responde Víctor Trenes, responsable del Servicio de Estudios de Cáritas.

Este descenso en el bienestar está encabezado por hogares pilotados por mujeres, o monoparentales (monomaritales, habría que decir en este caso) así como familias donde viven varios menores y algún anciano; se trata también de inmigrantes y de personas con escasos estudios a los que el derrumbe del empleo en la construcción les ha cerrado las salidas laborales.

Se diría que una mujer con una cebolla es capaz de hacer una sopa con la que alimentar a unos cuantos mientras, que un hombre pasaría hambre con eso mismo... "Sí", responde Francisco Lorenzo, técnico de Estudios de Foessa, "pero normalmente el hombre dispone de tres cebollas mientras que la mujer no tiene ni una". Que la pobreza sea distinta de la exclusión no quiere decir que no constituya una vía para llegar a ella. La feminización de la pobreza se traduce, pues, en este caso, en feminización de la exclusión.

A juicio de Lorenzo, este avance de la exclusión pone de manifiesto las goteras del sistema de protección social español, "universal pero insuficiente". "Es necesaria una mayor inversión en derechos sociales, especialmente en todos los aspectos educativos y laborales, que garantice la participación de todos en el empleo y la riqueza social. El PIB no te dice si la gente vive bien, este no es el modelo económico, ni el PIB el indicador", zanja Lorenzo.

Porque el peligro de este avance, avisan, es la ruptura de la cohesión social. "No estamos todavía en la situación que se dio en Francia, cuando ardía la periferia de París por revueltas de jóvenes hijos de inmigrantes, pero el proceso puede ser parecido", avisa Lorenzo. "Si faltan los estudios, si barrios enteros se convierten en guetos donde la falta de formación y los trabajos precarios son la herencia de una generación a otra estaremos ante una apuesta clara por el conflicto", advierte.

El catedrático de Economía de la Universidad Autónoma de Barcelona Josep Oliver cree que a España aún le falta para llegar a la mencionada situación francesa: una confluencia de degradación económica y social que afectaba a segundas generaciones de inmigrantes. "Pero es una advertencia", dice. "A pesar de la dureza de la crisis, no hay que olvidar que el porcentaje de hogares en los que todos se declaran desempleados era de alrededor de un 8% a finales del año pasado, cuando en la crisis de los noventa alcanzó el 12% sobre el total", prosigue Oliver. Cree que este colchón, que a su juicio explica que la tensión social esté contenida, se debe, en parte, a la presencia de la mujer en el mercado laboral. "Eso permite que el volumen de personas ocupadas siga en máximos históricos, unos 18 millones de ocupados, cuando en 1994-1995 eran unos 11 o 12 millones". Oliver no discute que la exclusión se esté cebando con los hogares en los que las mujeres proporcionaban la renta, o los monoparentales, pero cree que la incorporación femenina al empleo proporciona además la otra cara de la moneda, una cierta contención de la precariedad social.

El segundo gran cambio que detecta el informe tiene que ver con la edad, porque a finales de los noventa, la pobreza había disminuido en esta franja y "hoy ha aumentado y está por encima de la pobreza general, lo que quiere decir que las pensiones han perdido capacidad en relación con la renta media", explica Víctor Renes.

La familia es el gran factor transversal en países como España y otros mediterráneos. Si hay red familiar uno puede seguir trabajando porque la abuela se encarga de los nietos, siempre hay alguien que administra las medicinas y ayuda a levantarse de la cama, proporciona contactos en las horas bajas -un simple divorcio puede ser el desencadenante de una exclusión social si ya hay un terreno abonado con otras miserias- e incluso echa una mano si el sueldo escasea. La familia. Justo lo que no tienen los inmigrantes, por eso, este colectivo también le pone rostro a la pobreza y a la marginación social.

En realidad, entre los hogares que se incluían como integrados en 2007 el batacazo ha sido singular. Más de la mitad de ellos, un 56,4%, ha dejado de serlo, la mayoría para pasar al grupo de integración precaria, pero algunos -pocos- están ya en exclusión moderada o severa. Afortunadamente, otros que se encontraban en situación muy depauperada han mejorado. Los que no cambian mucho son los que se encontraban en el escalón más bajo. "Los que no tienen nada que perder, nada pierden. Todo lo más es que la situación no les va a permitir mejorar, precisamente", dice Gustavo García Herrero, director del albergue municipal de Zaragoza y experto en asuntos de exclusión social. "Esta crisis no afecta a los que estaban en la calle, sino a los que están en sus casas, porque suma el factor económico a los que ya tenían otras carencias y eso puede ser el desencadenante de la exclusión. Si alguien tomaba medicinas y deja de tomarlas por falta de dinero, o se suspenden cuidados, o se deja de ir a la escuela, o se va sin desayunar. Pero a los que eran pobres, integrados o no, la economía no les ha cambiado. Por tanto, las condiciones siguen parecidas", añade García Herrero.

Efectivamente, la exclusión severa se mantiene casi inamovible en casi un 6% de los hogares y la pobreza severa en algo más de un 3%, como al inicio de la crisis, incluso algo mejor. Hay una paradoja para ilustrar este "cuanto peor, mejor", que relata Josep Oliver: "En Reino Unido, antes de la crisis ya había un 10% de hogares en el desempleo absoluto. Se han añadido algunos, pero no muchos más. Las ayudas sociales que allí se prestan son más abundantes, pero eso puede permitir una marginación que dure generaciones. En el caso español, la exclusión está más vinculada al empleo, así que la mayor participación femenina en el mercado laboral, las ayudas que han complementado el subsidio por desempleo, así como ciertas ocupaciones sumergidas o el trabajo doméstico, permiten a algunas familias mantenerse a flote", dice Oliver. "Claro que, en términos absolutos, nadie duda de que está quedando mucha gente afectada", remata el catedrático.

Sí. Los datos que aporta Cáritas los conocen en los ayuntamientos en las comunidades autónomas, porque han visto como la clientela que tradicionalmente necesitaba ayuda se ha multiplicado por dos, por tres...

En el País Vasco, una de las comunidades con una mejor cobertura social, de la que se muestra orgulloso el viceconsejero de Asuntos Sociales, Fernando Fantova, la crisis ha incrementado el número de usuarios de las rentas de inserción: en enero del año pasado unas 35.000 familias percibían lo que allí se llama renta de garantía de ingresos. Ahora son más de 54.000. Es una renta que complementa las pensiones más bajas, las pagas por discapacidad, para los que no tienen otros ingresos o para estimular al empleo entre los que trabajan pero cobran poco.

Esto último es una novedad, porque el País Vasco espera en breve trasladar estas rentas, ahora gestionadas por los servicios sociales, al futuro servicio de empleo vasco. "Porque el reto no es entregar una ayuda económica sin más, sino vincularla a la consecución y mantenimiento de un empleo. Porque en el País Vasco esto es un derecho subjetivo para el que cumple ciertas condiciones, pero no debe percibirse como una renta incondicional, sino como una vía para avanzar en el bienestar y la calidad de vida a través de un empleo", afirma Fantova.

Los ayuntamientos, cuyos trabajadores sociales gestionan las ayudas de emergencia municipales y también las rentas mínimas de inserción, como la citada del País Vasco, saben de sobra cómo han aumentado las necesidades más básicas en familias que antes tenían al menos lo suficiente. "Los trámites para conceder ayudas que gestionan los trabajadores sociales se han multiplicado por tres", asegura Carmen Tamayo, directora de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Logroño. "Las emergencias sociales están quedándose cortas, desde luego", dice. Hace 30 años se ayudaba a pagar el agua o la luz, ante una situación de extrema necesidad. Ahora, la política es más de intervención planificada, alquileres de piso, hipotecas... Y, por otro lado, están las ayudas de manutención, por ejemplo, complementar las becas de comedor para los niños. Con eso te aseguras que al menos hagan bien una comida al día. No damos abasto, las listas de espera en los centros de servicios sociales están creciendo", añade. Este problema es común en miles de ayuntamientos.

Desde Cáritas avisan: "Si las redes de inserción y las ayudas sociales flaquean, la cohesión social se resentirá. Si el Estado no proporciona la protección suficiente y el apoyo para revertir estas situaciones de extrema necesidad el grito será sálvese quien pueda, y se colarán los discursos xenófobos. Todo ello abrirá grietas en la cohesión social".

Carmen Morán para El País.

Fin de ETA: dónde estamos

Fin de ETA: dónde estamos

Dos condiciones: negativa a la negociación y no tomar medidas irreversibles antes de la retirada definitiva

Este fin de semana se celebra en Zarautz un homenaje en memoria de Mario Onaindía (1948-2003), uno de los condenados a muerte en el famoso Juicio de Burgos, del que en diciembre se cumplen 40 años. Onaindía fue quien estando al frente de Euskadiko Ezkerra (EE), partido nacido de ETA Político-militar, mantuvo en 1981-82 un pulso con los jefes de esa organización armada que terminó con la disolución de la misma a cambio de un proceso de reinserción negociado por abogados próximos a EE. Los jefes de la otra ETA, la Militar, sacaron de esa experiencia la consecuencia de que si dejaban que mandasen los políticos, estos acabarían por obligarles a disolverse, y desde entonces han hecho lo posible por evitarlo.

Batasuna ha venido acatando la autoridad de los encapuchados; pero su ilegalización, unida a la debilidad del brazo armado, ha propiciado que algunos de sus líderes hayan llegado a la conclusión de que su futuro político depende de que sean capaces de llevar a ETA a su disolución.

¿Será capaz Otegi de convencer a los que ahora mandan en ETA? No es seguro, pero está mejor situado que otros que lo intentaron. Porque estuvo en la cárcel como miembro de ETA y sigue estándolo como dirigente de Batasuna; y porque sabe que es la única oportunidad de que su partido sobreviva al declive de la banda. En su reciente entrevista dice cosas que seguramente hubiera soslayado en un artículo. Pero las ha dicho, y por escrito, yendo tal vez más allá de lo previsto, y ya no tiene posibilidad de dar marcha atrás. Por ejemplo, y pese a avanzar con cautela de buey (como decía Ibarretxe), ha dicho que la estrategia para alcanzar los fines de la izquierda abertzale es incompatible con la prolongación de la violencia.

En su libro de 2005 Mañana, Euskal Herria, se había acercado a esa conclusión: "Si no convencemos a la ciudadanía de que es mejor ser independientes, no vamos a ser independientes" (pág. 175). Precisado que "una mayoría independentista en el país tendría que ser suficientemente contundente y lo suficientemente equilibrada para que la izquierda abertzale diera ese paso" (pág. 212). La posibilidad de convencer (de "seducir", dice ahora) a la mayoría no es algo que pueda lograrse a bombazos.

Sin embargo, el planteamiento de fondo era que si se había llegado a una situación que hacía superflua la violencia era gracias a la lucha (armada), que había impedido la consolidación de la reforma posfranquista; y que ahora se trataba para los suyos de recoger los frutos (mediante la negociación) de su acierto al no aceptar integrarse en el sistema. Esa sigue siendo la frontera que separa a Otegi y Batasuna de la democracia: que se consideran acreedores de compensaciones políticas a cambio de la retirada de ETA. Admiten ya que el primer paso debe ser el cese unilateral de la violencia, pero como requisito previo para una negociación de los puntos centrales de su programa, cuya aceptación se considera "piedra angular para un futuro de paz" (Tasio Erkizia). Si el fin de ETA quedara condicionado a un acuerdo sobre ese programa no habría fin de ETA, sino argumentos para que la banda volviera a descubrir motivos para seguir: remover los obstáculos, convencer a los reticentes, etcétera.

La primera condición para que la situación actual desemboque en el fin de ETA es, por tanto, que Gobierno y oposición mantengan su rechazo a cualquier negociación política. La segunda es actuar con inteligencia en relación a los dos incentivos que ahora tiene Batasuna para convencer a ETA: la posibilidad de participación electoral (con otras siglas); y la reinserción de los presos.

Sobre lo primero se ha creado una gran confusión. No es cierto que el Gobierno haya rebajado el nivel de exigencia para que Batasuna pueda recuperar la legalidad. O convence a ETA o rompe con ella. Pero en ese orden: después de muchos años en los que la presencia de ETA ha establecido una frontera entre amenazados y libres de amenaza de la que se ha beneficiado, Batasuna está moralmente obligada a conseguir la desaparición definitiva de ETA para poder participar en igualdad de condiciones en la pugna electoral; solo si se hace evidente que lo ha intentado pero no logrado bastaría una condena como "contraindicio" (dice el Tribunal Constitucional) de que se mantiene la vinculación con ETA que motivó su ilegalización.

El consenso PSOE-PP sobre la reinserción es posible en los términos expresados el lunes por Dolores de Cospedal: "Un Gobierno y un Estado democrático podrán hablar de otras cosas", pero solo "cuando ETA haya desaparecido". Tomar medidas antes de tiempo tendría el efecto de desactivar los movimientos de reinserción individual que están minando el frente carcelario de ETA. Además, la oposición radical de las asociaciones de víctimas, cuya opinión ningún Gobierno podría soslayar, impediría plantear ahora medidas de gracia. Sin embargo, es más que probable que esa resistencia ceda en pocos meses o años tras la desaparición definitiva de ETA. Pero ni un minuto antes.

Patxo Unzueta

Políticas de empleo y principio de 'caja única'

Políticas de empleo y principio de 'caja única'

Las nuevas transferencias al País Vasco perjudican al sentido federal y al sentido común

La financiación autonómica es un laberinto. Y lo peor es que cada vez que se retoca por algún motivo, el cambio consiste en añadir un pasillo más al laberinto previo, haciéndolo más complicado e ininteligible aún para el común de los mortales. Esta observación del profesor Monasterio Escudero viene especialmente a cuento cuando se intenta analizar y explicar el reciente acuerdo de transferencia a la Comunidad Autónoma Vasca de las políticas activas de empleo, según pacto arrancado por un PNV exultante a un Gobierno del PSOE en horas bajas. Porque tanto se ha escrito sobre el contenido y consecuencias de ese acuerdo que, ciertamente, nadie parece muy seguro de su alcance: ¿rompe la llamada caja única de la Seguridad Social? ¿Privilegia al desempleado vasco con respecto al español? ¿Es un chollo para Euskadi? ¿Tiene alguna lógica en un sistema autonómico federalizante como el hispano?

Si queremos orientarnos en el laberinto, lo más conveniente es empezar por el principio. Es sabido que el País Vasco (y Navarra) gozan de un sistema peculiar de contribución a las cargas comunes del Estado, el llamado sistema foral o de Concierto Económico (Convenio en Navarra). Un sistema típicamente confederal en su inspiración y que fiscalmente asemeja a estos territorios más a un Estado soberano que a uno integrado en una federación. Y que produce resultados muy concretos: el sistema de Concierto beneficia al País Vasco, puesto que es un sistema que proporciona en forma automática mayores recursos a la región que lo utilice si esta es una de elevado nivel comparativo de renta. Ello porque le permite apropiarse de buena parte de los beneficios recaudatorios derivados de la progresividad del sistema impositivo.

Ahora bien, además y aparte de esta primera característica del sistema de Concierto, sucede que la forma concreta en que se calculó en su día el "cupo", es decir, la cantidad que el País Vasco abona al Estado como contraprestación por las competencias retenidas por este, fue groseramente desviada de la realidad. No tanto en el porcentaje de contribución que se asigna al País Vasco (el 6,24%) como en la valoración que se hizo en su día de las competencias transferidas/no transferidas. Esta desviación provoca que el rendimiento del sistema de concierto proporcione una increíble ventaja para la Administración vasca, que según estimaciones objetivas y fiables dispone de un nivel de financiación pública per cápita para iguales competencias que otras CC AA (sanidad y enseñanza) que es el 165 en relación al medio español de 100 (Ignacio Zubiri, datos de 2002).

Por esta razón, se produce el pasmoso hecho de que en las Balanzas Fiscales presentadas en 2009 por el Ministerio de Hacienda, Euskadi muestre un saldoequilibrado (ni contribuye ni recibe) a pesar de que dada su renta debería mostrar un saldo fuertemente negativo, como les sucede a las CC AA "ricas" (Madrid, Cataluña, Baleares). El privilegio vasco, en definitiva, es no tener que participar del coste de la solidaridad interpersonal e interregional en España.

Pues bien, en este marco general se ha producido el traspaso de las citadas PAE, que incluyen entre otras competencias y a lo que ahora nos interesa, las referentes a las bonificaciones en cuotas a la Seguridad Social por contrataciones indefinidas y de cuotas de formación profesional. Y la valoración de esta transferencia se ha realizado, esto es lo importante, por el mecanismo concertado; es decir, el País Vasco recibirá el 6,24% del presupuesto español total para estas bonificaciones o descuentos (178 millones sobre el presupuesto total de 2010 que es de 2.850 millones) y reintegrará con ese dinero a la Seguridad Social el importe real de las bonificaciones concedidas a empresas radicadas en Euskadi, siempre de acuerdo con la legislación general al respecto. Lo llamativo del sistema adoptado (impuesto al Gobierno por el PNV) es que la transferencia se valora apriorísticamente en un porcentaje concreto (el 6,24%), a pesar de que ese porcentaje no guarda relación alguna con la materia de que se trata (el 6,24% representa el peso de la economía vasca en España). En efecto, el volumen de las bonificaciones otorgadas a empresas vascas depende solo del número de contratos bonificados que estas empresas realicen, el cual no coincide con toda seguridad con el 6,24% del total de contratos bonificados a nivel nacional. Puede ser más o menos, casi con seguridad más por ser una región dinámica en creación de empleo fijo, pero desde luego no es el 6,24%.

¿Supone ello una ruptura del principio llamado de caja única de la Seguridad Social? Ni por asomo. Para la Seguridad Social no cambia absolutamente nada, salvo que el reintegro de las bonificaciones otorgadas la efectuará la Comunidad en lugar del Estado. Sus flujos y cuentas no cambian. ¿Entraña un privilegio substantivo para el País Vasco o para el desempleado vasco? Tampoco, por lo menos en principio. Es más, probablemente supondrá un perjuicio para las arcas vascas puesto que con el 6,24% del presupuesto español total de bonificaciones y reducciones de cuota (unos 174 millones) no les llegará para financiar todas las que efectivamente se realizan en Euskadi (aunque la Seguridad Social se niega denodadamente a facilitar el dato, hay consenso en que se producen por valor de 200 millones como mínimo).

Solo en cuanto a ciertos servicios indirectos de apoyo al empleo puede hablarse de beneficio en forma de sobrefinanciación, puesto que con solo un 2,36% de los parados españoles, Euskadi recibe el 6,24% del coste de esos servicios. Pero son de escasa importancia.

Entonces, ¿quién es el perjudicado? Pues, en el fondo, lo son tanto el sentido común como el sentido federal. Por una sencilla razón: porque se entrega con criterios territoriales al País Vasco una competencia que por definición responde a criterios personales. Exactamente como si se estableciera en España un fondo de ayuda para madres solteras y se aceptase que al País Vasco le corresponde el 6,24% de ese fondo, con independencia de cuántas madres de esa condición existieran en Euskadi, fuese el 10% o el 2% del total, incluso si no existiera ninguna. Absurdo.

Se ha llegado a decir, conciliadoramente, que el sistema podría generalizarse a todas las CC AA. Sería ciertamente milagroso, porque generaría un caos total. Sería como repartir las ayudas para plantar manzanos en función del número de cerdos de cada Comunidad. Ríanse, pero algo así sería el sistema (?).

Pero entonces, si la transferencia va a suponer incluso un pequeño coste financiero para Euskadi, ¿por qué el PNV la ha exigido así? Opino que, en primer lugar, ha sido precisamente por lo que dicen sus portavoces: "por el fuero". Y es que para los nacionalistas es de relevancia suma, simbólica y política, que todos los flujos financieros o económicos entre España y el País Vasco se sujeten al inflexible criterio numérico concertado. Porque es un criterio confederal, bilateral, propio de territorios cuasiseparados e independientes. Mantener ese peaje siempre y en todo asunto es importante porque graba a fuego la singularidad. En un sentido figurado, el hacer pasar todos los flujos por el criterio territorial del 6,24% es tan importante para los nacionalistas como lo fue durante toda la Edad Moderna el que hubiera unas aduanas entre Castilla y las provincias, y no en la costa como en el resto de territorios.

Pero hay una segunda razón, muy relevante para el PNV en su situación política actual en Euskadi: la de hacer morder el polvo al lehendakari socialista, la de poder señalarle como el presidente que estuvo dispuesto a aceptar la transferencia valorada en una cantidad inferior, puesto que no incluía los 170 millones de las cuotas y bonificaciones. La de presentarse ante sus fieles pavoneándose como el único partido capaz de conseguir los dineros que el País se merece. Aunque echando cuentas, después, esos millones no lleguen para pagar lo asumido.

Lo dicho: estamos en el laberinto. Y el rasgo característico del laberinto es que se pierde la orientación. Lo único que cuenta, para cada uno de los implicados, es doblar la próxima esquina. Así se va construyendo el sistema: a golpe de urgencias momentáneas. Y así nos sale.

José María Ruiz Soroa es abogado.

Nuestro conflictivo siglo XX

Nuestro conflictivo siglo XX

Santos Juliá acaba de publicar un libro inteligente, polémico y de gran valor cívico. Se comprende que haya recibido tantos y tan iracundos ataques de los maniqueos que no aceptan la complejidad del pasado

Para describir el mundo académico no hay metáfora más engañosa que la de la torre de marfil. Porque debates aparentemente teóricos entrañan con frecuencia riesgos muy reales. Esto lo han sabido de sobra, por ejemplo, en la España de los últimos 30 años, quienes intentaban plantear en términos racionales el tema del nacionalismo ante ambientes nacionalistas; sus palabras podían terminar en amenazas físicas, rupturas de viejas amistades u ostracismo. La tensión, últimamente, se concentra alrededor de la llamada "memoria histórica". Escribir sobre la República, la Guerra Civil, el franquismo o la Transición, es algo que uno no debe hacer sin palparse antes la ropa. Porque puede muy bien ocurrir que termine siendo declarado traidor a alguna causa sagrada.

Viene todo esto al caso del libro recién publicado Hoy no es ayer, firmado por Santos Juliá. Como dice su subtítulo, es un conjunto de ensayos sobre la España del siglo XX. Pero no es, como uno sospecharía de una recopilación de este tipo, una amalgama de escritos dispersos, escasamente relacionados entre sí. Por el contrario, lo que destaca en el volumen es su coherencia. Hay una tesis central, compleja, que recorre todas sus páginas y que cada uno de los artículos reformula y desarrolla con notable concordancia con el anterior.

Intentaré resumir la interpretación que Juliá ofrece sobre la España del siglo XX, aun sabiendo que sintetizarla en unas líneas es traicionarla. Sobre sus tres primeras décadas, la tesis inicial -poco novedosa para quienes hayan seguido a los historiadores económicos recientes, pero sí para quienes sigan alimentándose de lo que escribieron los cultivadores del género "problema de España"- es que entre el 98 y la República el país experimentó un fuerte crecimiento económico y enormes cambios sociales y culturales. Los datos sobre demografía, industrialización, alfabetización, urbanización, secularización o incorporación de la mujer al mundo laboral son espectaculares; un solo ejemplo: la población activa en el sector primario pasó de un 70% en 1900 a un 45% en 1930 (pese a lo cual, el producto agrario casi se duplicó); en una generación, la economía española dejó de ser abrumadoramente agraria.

Este dinamismo económico y cultural contrastó con la rigidez de las estructuras políticas, pues el parlamentarismo restrictivo y falseado heredado del XIX se resistió a evolucionar. De ahí los conflictos, agravados por la desgraciada intervención de Primo de Rivera -y Alfonso XIII- en 1923 y culminados en la Guerra Civil. Conflictos que no se debieron a la miseria, el atraso, la ignorancia y la opresión propios de una sociedad arcaica, como tantas veces hemos oído, sino al desfase entre una España urbana, laica y moderna y un sistema político pensado para un mundo rural regido por caciques y párrocos. La República, pues, no llegó antes de tiempo, o a un país "inmaduro", tópico que Juliá desmiente. Se adecuaba perfectamente a esa España urbana y vanguardista (la de Lorca, Dalí y Buñuel, para entendernos) que puede, eso sí, que despreciara más de la cuenta la fuerza que aún tenía el mundo provinciano ajeno a los cambios y temeroso ante ellos.

Si, para el autor, la República no fue prematura, se entiende que tampoco esté de acuerdo con que su fracaso estaba escrito y que la Guerra Civil era inevitable. Ni aquella España era tan subdesarrollada e inculta como se nos ha dicho ni es necesariamente imposible la convivencia democrática en una sociedad de ese tipo; creerlo así es un determinismo socioeconómico tan insostenible como su paralelo, el de los desarrollistas, para quienes, a partir de un determinado nivel de renta y cierto grosor de las clases medias, la democracia emerge de forma automática. No. Juliá arguye que el triste final de la República se debió a problemas institucionales (la Ley Electoral, por ejemplo, que fomentó la fragmentación -peor que la polarización-) y a rivalidades y errores políticos cuyos autores tienen nombres y apellidos. Como los tienen los responsables directos de la Guerra Civil, que fueron quienes planearon y ejecutaron el golpe militar de 1936, fracasado en principio y convertido en larga guerra tras el paso del Estrecho por las tropas coloniales y el funesto reparto de armas a los radicalizados sindicatos -al "pueblo"- por parte del Gobierno.

La obra se detiene en cada uno de estos problemas con detalle, como discute a continuación otros temas de similar interés y complejidad, que aquí solo cabe enunciar telegráficamente: la naturaleza de la Guerra Civil (lucha de clases, guerra de religión, choque de nacionalismos); su presentación propagandística, por uno y otro lado, como guerra nacional contra la invasión extranjera; la definición del régimen resultante (¿fascismo o simple dictadura clerical-militar?); y la represión de posguerra, acompañada de recatolización, autarquía económica y aislamiento del exterior.

El interés no decae, sino que aumenta, a medida que el relato se acerca a nuestros días. Porque pasa a los cambios de los años cincuenta (no sólo los sesenta) y la aparición de una nueva generación que no había vivido la Guerra y decidió superarla, para lo que empezó por redefinirla como lucha fratricida. Surgieron así los primeros conflictos políticos con los que se enfrentó el régimen, desde el 56 al 62, y los movimientos estudiantiles o vecinales de los sesenta, producto también del desarrollo más que de la miseria. Juliá discute a partir de ahí los proyectos de apertura o reforma del régimen, manteniendo que su intención última era perpetuar el sistema y no, como han pretendido luego sus protagonistas, establecer una democracia. Analiza las propuestas de los grupos de la oposición, del exilio e interior, y su evolución desde una inicial exigencia de restablecimiento de la legalidad republicana hasta una transición (término cuyo origen remonta a la Guerra) basada en un restablecimiento de libertades democráticas y una convocatoria electoral con fines constituyentes.

El análisis de la Transición cubre tanto los pactos entre élites políticas como las movilizaciones que hicieron imparable el proceso. Pues no era una sociedad despolitizada, sino muy viva, como demuestran grupos, cenas, reuniones, asambleas, juntas, huelgas, protestas universitarias, acción vecinal, juicios ante el TOP, manifiestos, atentados, cargas policiales o crisis de Gobierno. A todo ello, el régimen respondió con las tímidas promesas y el fracaso final de Arias Navarro, que unió a la oposición. Llegó entonces la oportunidad para aquel ex secretario general del Movimiento con quien nadie contaba y que resultó más listo de lo esperado. Este negoció, primero entre los bastidores del régimen, donde consiguió vender su Ley de Reforma Política, y luego con la oposición. Al ver el proceso imparable, el búnker respondió con las muertes de los primeros meses del 77. Y solo logró acelerarlo, pues el entierro de los laboralistas de Atocha llevó a la audaz legalización del PCE, que hizo posibles las elecciones. Tras ellas, los pactos se sucedieron: una amnistía, propuesta y defendida por la izquierda; unos Pactos de la Moncloa que permitieron embridar la economía; unas autonomías; y una Constitución.

Pactos, muchos, pero no "de silencio", otro tópico que Juliá rebate. Hubo amnistía, pero precisamente porque se recordaba demasiado bien aquel pasado sucio y se decidió "echarlo al olvido", no utilizarlo políticamente, aceptando la responsabilidad de todos. Sobre Guerra Civil y franquismo hubo, a lo largo de aquellos años, libros académicos y de divulgación, memorias, artículos, coloquios, películas, novelas, exposiciones; hubo exhumaciones de fosas, difundidas en revistas de gran tirada. Y ahora, sin embargo, hay autores que proclaman ser los primeros en hablar de estos temas, que eran desconocidos para los españoles porque estaba prohibido investigar o publicar sobre ellos. Al revés. Todos los recordaban, se referían a ellos sin parar. Pero como modelo negativo.

En fin, un libro inteligente y polémico, a cargo del mejor conocedor del siglo XX español. Y una propuesta, además, sensata y constructiva, que puede ayudar a dar legitimidad y consolidar la democracia actual. Se comprende que haya recibido tantos y tan iracundos ataques, por parte de unos y otros; de todos los que no aceptan la complejidad del pasado y siguen empeñados en relatos maniqueos, en películas de buenos y malos. Santos Juliá demuestra tener no solo profesionalidad, inteligencia y capacidad de matización, sino también un gran valor cívico.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

Contra el populismo penitenciario

Contra el populismo penitenciario

España es el país de Europa con más presos por cada 100.000 habitantes pese a tener una de las tasas de criminalidad más bajas. A golpe de ’calentones’ hemos ido endureciendo nuestro Código Penal

Desde el año 2000, el número de reclusos en España ha aumentado un 65,1%, lo que nos sitúa a la cabeza de Europa en tasa de presos por cada 100.000 habitantes: 153,6. Según datos oficiales, en 2009 había en las cárceles españolas 76.090 internos, el doble de los que había en 1990. De ellos, un 22%, está en prisión preventiva, esto es, a la espera de un juicio que resuelva sobre su situación. Mantener a un recluso en España cuesta de media 54,79 euros al día y contamos con un presupuesto que ha pasado del equivalente en pesetas a unos 689 millones de euros del año 2000 a casi 1.250 millones de euros en 2010. Curiosamente, las medidas alternativas a la prisión salen muchísimo más baratas: tan solo cuestan tres euros por persona y día. Aún más, según datos del Consejo de Europa publicados en 2005, el tiempo medio de estancia en prisión en España se duplicó desde 1996 (9,7 meses) hasta 2004 (16,7 meses)

Y todo esto a pesar de que España se sitúa en una tasa de criminalidad comparada de 45,8 por cada 1.000 habitantes, una de las tres más bajas de Europa y muy por debajo de la media europea de 69,1, situándose en 2009 al mismo nivel que en el año 2000. El Eurobarómetro de otoño de 2009 indicaba además que la percepción de la delincuencia como problema en España era de 11,0, la segunda más baja de Europa y muy lejos de la media de la UE de los 27 situada en 19,0. En resumen, en 10 años la criminalidad ha permanecido estable en cotas muy reducidas, su percepción por la población es muy baja y, sin embargo, en 20 años se ha duplicado la población penitenciaria.

¿Cuál puede ser el motivo de esta incoherencia? Parece que las sucesivas reformas del Código Penal como respuesta a lo que se ha dado en llamar "alarma social" podrían explicar en parte este hecho. Tengo para mí, sin embargo, la convicción de que existen razones más profundas que tienen que ver sobre todo con el "populismo penitenciario" de una clase política que reacciona a golpe de encuesta, alimentada a su vez por unos medios de comunicación que tienden a incrementar una alarma social que, cada poco tiempo, justifica la exigencia del endurecimiento de las normas penales a pesar del elevadísimo coste de este modelo populista basado en la testosterona parlamentaria.

La política penitenciaria no puede administrarse a base de modificaciones reactivas del Código Penal que, además de resultar carísimas, resultan ineficaces. Aunque resulte obvio, es preciso reiterar que las políticas preventivas ahorran recursos, mientras que las represivas encarecen costes. Existen ámbitos (salud pública, prevención de peligros laborables, seguridad viaria) donde ha quedado probado cómo las políticas de prevención del tabaquismo, de la obesidad, de la siniestralidad laboral o de los accidentes de tráfico ahorran no solo vidas (lo más importante) sino también dinero. Sin embargo, la visión hoy dominante se basa en la represión penal mediante un amplio uso de los ingresos en prisión. Este círculo vicioso conduce al desastre -nuestra práctica en España lo está demostrando- en términos de sostenibilidad social y económica y, esencialmente, de resocialización.

Aunque es obvio que hoy por hoy no es posible renunciar al papel punitivo del Estado, también lo es que en el abordaje de la criminalidad el derecho penal debiera ser el último recurso al que acudir, debiendo primar las estructuras administrativas de carácter preventivo, esto es, basadas en la prevención de peligros y la gobernanza de riesgos, en la medida en que la evitación del daño es infinitamente mejor y más barata que su reparación. Por no reiterar ejemplos anteriores: es objetivamente mejor evitar los daños derivados de la corrupción mediante un eficiente sistema de gobernanza de su riesgo que andar a la greña en comisiones de investigación y juzgados de instrucción para intentar reparar lo que no tiene remedio: la pérdida de confianza. Sin embargo, en nuestro sistema domina hoy la penalización de conductas, probablemente como materialización del populismo penitenciario al que me refería. Para justificarlo se dirá, por ejemplo, que gracias a esta política se ha reducido la siniestralidad viaria aunque está por ver si esta relación directa existe como única explicación del fenómeno. Lo que sí está claro es que, mientras tanto, las cárceles se llenan, por ejemplo, entre otros, de acusados de violencia sexista sin que las cifras de casos de agresión contra las mujeres disminuyan como consecuencia del endurecimiento penal. Se tendrá, pues, que arbitrar soluciones que resulten más eficaces que la cárcel para proteger a las mujeres de acciones perpetradas por violentos.

El ordenamiento jurídico se basa en la equidad fundamentada en la defensa de valores ampliamente consensuados a nivel de pacto de Estado que no debieran verse sesgados por el oportunismo electoral. La finalidad de la política penitenciaria es la rehabilitación social del penado, no su incapacitación perpetua mediante juicios mediáticos. Impartir justicia no consiste en convertir a las víctimas en verdugos. El estatus de víctima tiene un límite: el que establece el Estado de derecho dictando justicia, no venganza. En este sentido no es de recibo, por ejemplo, que los partidos políticos, en plena vorágine electoralista, otorguen protagonismo injustificado más allá de la sede judicial a las víctimas de delitos -por ejemplo, nombrando como asesores a familiares de víctimas- pues ello no hace más que retroalimentar el "populismo penitenciario".

Para atajar el desbordamiento de las prisiones, la Administración, en primer lugar, debiera ser más eficiente tanto en el diseño y aplicación de políticas preventivas y de gobernanza de riesgos como en el uso del derecho administrativo sancionador, porque su legitimidad se basa en el poder de hacer cumplir las normas. En segundo lugar, para aumentar este cumplimiento se requiere un ordenamiento jurídico de calidad, con normas precisas y claras: diversos estudios de la OCDE sobre calidad normativa sitúan a España en un discreto lugar del ranking europeo. En tercer lugar, debieran implementarse medidas alternativas a la reclusión que contribuyan a descongestionar nuestro sistema penitenciario: es preciso dotar un sistema alternativo con criterios y medios más allá de las declaraciones de buenas intenciones. Finalmente, urge reconsiderar el uso de la prisión provisional para evitar que sea una suerte de condena anticipada resultado de la alarma social y del populismo penitenciario.

Diversas experiencias avalan estos planteamientos. La más reciente en los Países Bajos. Desde los años cincuenta hasta los ochenta del pasado siglo, Holanda consiguió reducir la población penitenciaria hasta niveles ínfimos basándose en que la prisión debe utilizarse como "último recurso" en el sistema penal. A partir de los años ochenta se inició una nueva etapa -parecida a lo que sucede hoy en España- que convirtió la prisión en un sistema de "defensa social" en el que se pasó de una media de 30 presos por cada 100.000 habitantes en 1985 (la tasa europea más baja) a una media de 120 presos por cada 100.000 habitantes en 2005. Como tampoco en España, esta evolución no tuvo nada que ver con la evolución de la criminalidad, que se mantuvo siempre estable. Sin embargo, hoy, Holanda, tras recuperar el discurso de que el sistema penal es el último recurso y haber implementado políticas preventivas y de gobernanza de riesgos acordes con ello, ha iniciado la desocupación de ocho prisiones y, para evitar la pérdida de los 1.200 puestos de trabajo de vigilante, se plantea importar presos de Bélgica y Alemania a cambio de dinero -generando ingresos en vez de costes-. Lo que demuestra el cambio de tendencia holandés es que el populismo penitenciario no solo no es eficaz, sino que conduce a una insostenible espiral de despilfarro económico. Afortunadamente, la opinión pública y el poder judicial holandés así lo comprendieron, iniciando una vuelta atrás en el camino represor. En fin, o empezamos a aplicar políticas preventivas o al final el populismo penitenciario nos llevará a todos a la cárcel.

Ramon J. Moles Plaza es director del Centre de Recerca en Governança del Risc de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Huelga de caballeros

Huelga de caballeros

Dentro de dos días tendrá lugar la huelga general más extraña que se ha convocado durante el periodo democrático en España. Extraña, en primer lugar, porque los sindicatos no desean un éxito de tal magnitud que deje al Gobierno contra las cuerdas. Pero extraña, además, porque el Gobierno teme un fracaso que cause un daño irreversible a los sindicatos. Lo que podría suceder es que, a la búsqueda de una alquimia tan compleja, terminaran por pagar el coste tanto los sindicatos como el Gobierno. Porque, a fin de cuentas, ni uno se ha comportado como el garante de los derechos de los trabajadores que proclamaba ser, ni los otros habrán actuado como sus más resueltos representantes. Si la desmovilización electoral de la izquierda es alta antes de la huelga, después podría acentuarse ante lo que muchos ciudadanos golpeados por la crisis podrían considerar como un simple juego de salón realizado a su costa.

Los sindicatos han hablado de huelga preventiva para referirse al paro que tendrá lugar pasado mañana. Preventiva, en este caso, significa que dan implícitamente por irreversible la reforma laboral que llevó a anunciar la convocatoria con meses de adelanto. Y confiar en que la movilización impedirá al Gobierno adoptar medidas adicionales como la anunciada reforma de las pensiones supone, paradójicamente, despejar el camino para que la emprenda. Porque, ¿qué podrían hacer los sindicatos si, bajo la eventualidad de nuevas tensiones contra la deuda española, el Gobierno la llevara a cabo en un plazo no lejano? ¿Convocar otra huelga general? ¿Quién estaría dispuesto a secundarla cuando la anterior, la del próximo día 29, habría demostrado su inutilidad, tanto retrospectiva, con respecto a la reforma laboral aprobada, como preventiva, en lo tocante a la de las pensiones que está por venir? La ratonera en la que podrían estar adentrándose los sindicatos no es distinta de la que se ha tendido a sí mismo el Gobierno en la gestión de la crisis. Una ratonera en la que si la huelga triunfa, malo, pero malo también si fracasa.

La izquierda política que enarbolaba jactanciosamente el Gobierno y la social que invocan los sindicatos parecen abocadas a un enfrentamiento que no desea ninguna de las dos partes. Es por eso por lo que los servicios mínimos se han establecido de común acuerdo, y también por lo que la habitual guerra de cifras sobre el seguimiento será, previsiblemente, menos extrema que en otras ocasiones. Este derroche de fair play, esta huelga, por así decir, de caballeros, podrá, a lo sumo, minimizar los daños, pero no impedir que se produzcan, dejando a la izquierda tanto política como social un vago regusto de impotencia ante la crisis. El mismo regusto que, en el resto de Europa, está abriendo un espacio creciente a las recetas populistas, aunque con la única diferencia de que, en España, es el principal partido de la oposición, y no fuerzas políticas de nuevo cuño, quien se apresta a ampliarlo. Es difícil entender las razones por las que el PP no aprovecha la distancia que le otorgan las encuestas para mantener a raya el populismo y prefiere, en cambio, levantar también esa bandera, engordándola y preparando el camino para que tarde o temprano otras fuerzas políticas se la arrebaten. Esperar es la única actitud a la que se parece invitar a los ciudadanos ante esta situación cada vez más desencantada, en la que los sindicatos temen por el Gobierno y el Gobierno por los sindicatos. Esperar que pase la huelga general y, luego, esperar que se celebren las elecciones catalanas, esperar que el Gobierno apruebe los Presupuestos y que comience un nuevo año, sólo para seguir esperando. Pero, ¿esperando qué? En algún momento el Gobierno tendría que tomar conciencia de que le corresponde dar una respuesta en lugar de seguir mirando de reojo al PP, que tampoco parece dispuesto a darla. El tiempo que resta de legislatura corre el riesgo de convertirse en una simple sucesión de citas en las que lo único que se dirime es quién se alzará con el poder, confiando, además, en los errores del adversario y no en el programa propio. Aunque no lo pretendieran los convocantes, la huelga general ha terminado por someterse a esta lógica y se ha convertido en una cita más de este calendario sin objeto. Nadie espera los resultados que corresponderían a una huelga, sino los que se puedan producir en el duelo inmóvil entre Gobierno y oposición. A los efectos de los derechos de los trabajadores, podría no haberse convocado y no pasaría nada. Como tampoco es previsible que pase nada por haberlo hecho.

José María Ridao