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Debates imposibles

Debates imposibles

Carecemos de la información mínima para poder juzgar la eficacia y gestión de nuestros gobernantes

Supongamos, que ya es mucho suponer, que es posible un debate público sobre la fiscalidad en España con unos gobernantes socialistas que en menos de dos años han pasado de decir que se podía devolver a los ciudadanos parte de sus impuestos, porque sobraba recaudación, a afirmar ahora que los ciudadanos pagan pocos impuestos para financiar los servicios públicos. Supongamos, que ya es mucho suponer, que es posible un debate sobre la cuestión con unos gobernantes que utilizan como argumento el dato bruto de la presión fiscal comparada entre países distintos, cuando cualquiera sabe hoy que la única comparación válida entre países es la del índice de esfuerzo fiscal de la población, ese que tiene en cuenta la distinta capacidad para pagar impuestos en función de la renta disponible.

Pues bien, aun suponiendo lo anterior, resultaría que a los ciudadanos nos falta un elemento de juicio esencial para poder debatir razonablemente sobre la relación entre impuestos y servicios públicos, un elemento que se nos oculta con alevosía y premeditación por nuestros gobernantes de toda laya, sean los estatales, los autonómicos o los locales. Hablo de los datos económicos sobre la eficiencia del gasto público en la prestación de los diversos servicios, es decir, de los datos que nos muestren cuánto invierten nuestras Administraciones Públicas para lograr unos determinados servicios, cuál es el coste comparativo de un mismo servicio tal como una operación cardiaca concreta prestado en España o en Suecia, o en Bilbao y Sevilla. Porque hablar solo del volumen del gasto público, sin contar con los datos mínimos acerca de la eficiencia de ese gasto, es un diálogo de tontos.

En uno de los pocos sectores en que existe una comparativa internacional continuada en el tiempo acerca de resultados del gasto público a nivel internacional, como es el sector de la enseñanza no universitaria, los sucesivos Informes PISA han puesto de manifiesto que no existe relación ninguna entre volumen total del gasto público por alumno y la competencia cognitiva o aprovechamiento obtenido por éstos (Julio Carabaña). Que hay países, como Dinamarca y Noruega, que obtienen peores resultados que otros que invierten mucho menos que ellos, como la República Checa. Que hay Comunidades Autónomas que invierten 8.858 euros anuales por alumno (País Vasco) y obtienen peores resultados que otras que invierten 5.791 (La Rioja). Que la enseñanza concertada obtiene los mismos resultados educativos que la pública con un coste inferior en más de un 40%. Vamos, que la calidad de los servicios públicos no depende en exclusiva del volumen global de la financiación a ellos destinada, sino también depende mucho de la eficiencia de la organización y gestión del servicio.

Y sobre este punto carecemos de datos: con lo que llegamos a la escasamente democrática situación de que a los ciudadanos se nos piden los impuestos, pero no se nos facilitan a cambio los índices de eficiencia comparativa de los Gobiernos en la gestión de esos impuestos. Se nos trata en esta cuestión (mejor dicho, nos dejamos tratar) como súbditos y no como ciudadanos.

En una reciente obra sobre la financiación de las autonomías, el hacendista Carlos Monasterio ha puesto de manifiesto la perversión a que ha conducido la falta de información contrastada y fiable sobre el grado de eficiencia en la gestión de los servicios públicos por los Gobiernos autonómicos, que son los que prestan la mayor parte de ellos (sanidad y educación, por ejemplo). Los ciudadanos carecemos de la información mínima para juzgar la gestión de nuestros respectivos Gobiernos, no sabemos si lo hacen peor o mejor, no podemos someterles a un verdadero juicio político en su gestión. Esa famosa democratic accountability que los políticos no se quitan de la boca en sus discursos, la hacen en realidad imposible en su práctica cotidiana.

Es más, nuestros gobernantes autonómicos han conseguido algo verdaderamente pasmoso: no solo que no podamos juzgar su gestión y corregirla en su caso en las urnas, sino que han logrado que el debate público se desplace siempre a la presunta cicatería de la Administración Central en la financiación. El mensaje que propalan y que ha calado en un público indefenso es el de que cualquier deficiencia de gestión se debe a una insuficiente provisión de financiación procedente del Estado, nunca a su gestión mejor o peor del dinero a su disposición. Con lo que el juego político permanente que presenciamos es el de la permanente renegociación de la distribución de recursos entre Estado y Comunidades, como si esa fuera la cuestión relevante y no la gestión que realmente se hace de los recursos disponibles.

Para poder establecer un debate público serio e informado sobre impuestos y servicios públicos es preciso que los gobernantes nos muestren la parte de la cuestión que sistemáticamente nos ocultan: la de sus índices de gestión y resultados. Sin ellos lo que tenemos no es debate, sino palabrería barata.

José María Ruiz Soroa es abogado.  

 

Una salida sostenible

Una salida sostenible

Una crisis económica constituye un desafío práctico para la Humanidad, pero también es un reto teórico en la medida en que pone a prueba nuestra capacidad de hacernos cargo conceptualmente de una disfunción no prevista. Se habla mucho acerca de cuánto va a durar la crisis -haciendo referencia con ello a las principales magnitudes económicas (paro, recesión, etcétera)- y tal vez hayamos reflexionado todavía muy poco sobre lo que va a durar la crisis en lo que se refiere a los cambios sociales que va a producir de manera duradera, incluso a los cambios de ciclo que ahora se inician, y que persistirán aunque el desempleo se hubiera reducido a los mínimos históricos que hemos conocido recientemente y aunque iniciemos una senda de fuerte crecimiento económico.

Mi hipótesis es que hay algo en la crisis actual que nos impide caracterizarla simplemente como una crisis cíclica, algo que reviste un carácter inédito y la convierte en indicio de mutaciones más profundas. Seguramente nos esperan fases alternativas de euforia y pesimismo, pero lo más lógico es que estemos ante un periodo relativamente largo de estancamiento, ya que nos hace falta absorber los excesos de endeudamiento pasados (privado) y presentes (público). Pero la respuesta más radical a cuantas previsiones queramos plantearnos depende de la contestación que demos al interrogante: ¿Estamos ante una crisis más en forma de burbuja o ante una crisis sistémica que significaría literalmente la quiebra del actual capitalismo financiero? Si se trata de una crisis sistémica, como la del 29 (aunque la comparación deba detenerse aquí), entonces debe corresponder a un cambio de paradigma.

La principal consecuencia social de la crisis económica, la exigencia colectiva que más imperiosamente se nos plantea apunta en la dirección de una profunda revisión de nuestro modelo de crecimiento económico, cuya fijación en la inmediatez del corto plazo se ha revelado como la causa de su insostenibilidad. En este sentido es muy lógico que la salida de la crisis esté vinculada con los imperativos ecológicos, con la necesidad de pensar de otra manera el progreso y el crecimiento, es decir, la economía en su conjunto. La confluencia entre economía y ecología no es casual; nos indica que tendríamos que abordar la economía con una serie de criterios que hemos aprendido en la gestión de las crisis ecológicas. Si hemos conseguido pensar sistémicamente tratándose de cuestiones que tienen que ver con el medio ambiente, ése es el aprendizaje que tenemos que realizar las sociedades en el manejo de los asuntos económicos.

De alguna manera, lo que ha sucedido es que la crisis financiera ha jugado un papel revelador de la crisis ecológica general. La tiranía del corto plazo nos ha hecho desatender los deberes vinculados a la larga duración, tanto en el plano medioambiental como en el ámbito financiero. Por un lado, el consumo excesivo de los recursos naturales por las actuales generaciones constituye un insulto a las generaciones futuras. Paralelamente los beneficios excesivos que se obtenían estos últimos años de los productos financieros han reducido a casi nada el tiempo largo que debe ser el horizonte de las finanzas. De ahí que la restauración del equilibrio entre el corto y el largo plazo sea la clave para la resolución tanto de la crisis financiera como de nuestros problemas ecológicos.

La ecología proporciona así un modelo de pensamiento y acción sistémicos que debería servir de criterio para equilibrar nuestra idea de crecimiento, incluido el crecimiento económico. La crisis nos obliga a reinventar el progreso, a cambiar nuestras prioridades, una vez realizada la experiencia de que el modo de consumo de nuestras sociedades no está a la altura del mundo que emerge. No es tanto que haya que reducir el consumo como que hay que organizarlo de otra manera, integrando el imperativo ecológico en la ambición de crecimiento.

A estas alturas son evidentes también las dificultades de un ’crecimiento verde’: de entrada, un eventual compromiso ecológico concierne a las generaciones futuras que, por definición, no están presentes para forzar un compromiso. En segundo lugar, el tiempo de la economía no es el de la ecología. Hay quien piensa (y éste ha sido el pensamiento dominante en el periodo anterior a la crisis) que el sistema de precios es capaz de emitir signos que anuncien una crisis futura vinculada al agotamiento del medio ambiente, pero lo cierto es que esos signos aparecen siempre demasiado tarde, de lo que es buena muestra el caso del cambio climático, tan tardíamente advertido e introducido en nuestra agenda política. Y, en tercer lugar, no deberíamos infravalorar los conflictos de intereses nacionales vinculados al arbitraje entre mejora del nivel de vida y preocupaciones ecológicas. Los países en vías de rápida industrialización no quieren verse limitados por las exigencias ecológicas impuestas por los organismos internacionales, y Estados Unidos ha frenado durante mucho tiempo la toma en consideración del imperativo ecológico en la reorganización de su propia economía. Nos esperan discusiones muy intensas en torno a la cuestión de la ’justicia climática’. Y sería de desear que afrontáramos con valentía los problemas que tienen que ver con la solidaridad intergeneracional (que han comenzado ya a suscitar unas controversias sobre la viabilidad de las pensiones o la edad de jubilación), unos problemas que, por cierto, el mercado no es capaz de organizar, que exigen decisiones políticas.

El mercado es víctima del corto plazo; nuestro gran desafío consiste en instalar el largo plazo (la perspectiva sistémica) en la economía de mercado. Me permito aventurar que ésta es la dirección de los cambios sociales, políticos y de valores que deberíamos acometer.

Daniel Innerarity es Catedrático de Filosofía Política y Social de la Universidad de Zaragoza.

La Nación Balón

La Nación Balón

La sentencia del TC es menos confusa, tramposa e intervencionista que el mismo Estatut

Los votantes son más fáciles y precisos de contar que los manifestantes

Cierto día algún osado preguntó a Leo Messi por sus preferencias literarias y el pequeño gran hombre repuso: "Una vez quise leer un libro y a la mitad no pude más". Le comprendo perfectamente, a mí me pasó lo mismo cuando intenté ver en televisión un partido de fútbol. Ni su confesión deroga la lectura ni desde luego la mía el fútbol. Todo entusiasmo que nos subleva contra la muerte y sus rutinas merece aprecio. Cuando su prosaico amigo comerciante preguntó a Stendhal para qué servía la cúpula de San Pedro del Vaticano que tanto acababa de encomiarle, el escritor repuso: "Sirve para conmover el corazón humano". Ese objetivo siempre debe ser tenido por noble, aunque como los humanos somos afortunadamente distintos nuestros corazones tengan diferentes preferencias emocionales...

Pero sin duda lo que establece cierta superioridad de la lectura sobre otras aficiones es que nos permite disfrutar virtualmente con lo que en la práctica nos aburre. Por ejemplo, yo lo paso muy bien leyendo la emoción futbolística de buenos escritores, como Javier Marías (Alfaguara acaba de reeditar ampliada su colección de artículos Salvajes y sentimentales), Juan Villoro o el genial y divertidísimo rosarino Roberto Fontanarrosa. Los lectores más jóvenes (aunque ¿qué buen lector no permanece siempre joven?) seguirán con gusto la senda iniciática de un portero de la selección ganadora del mundial -aunque no sea Iker Casillas- en El portero de la selva de Mal Peet (Ed. Salamandra), relato en el que se combinan épica y fantasía. Claro que tampoco viene mal curarse de idealizaciones excesivas de este deporte multimillonario y enterarse de sus bajos fondos, revelados en Juego Sucio. Fútbol y crimen organizado, de Declan Hill (Ed. Alba), un documento que ha llevado a muchos profesionales ante los tribunales y que decidió a Michel Platini a crear un departamento anticorrupción en la UEFA. Por mi parte, nunca olvido que en King Lear (acto 1, escena 4) se pone en su sitio a un atrevido bribón llamándole "vil futbolista", aunque no hay traductor que se atreva a perpetuar literalmente el dicterio. No deja de ser divertido que lo que en tiempos de Shakespeare fue insulto hoy se vea convertido en el destino profesional más universalmente envidiado...

Y luego está toda la fanfarria esa de los colores nacionales, la bandera y el patrioterismo de balón. Antes de ir más allá recomiendo la lectura de El hígado de Shakespeare, un cuento de Francisco López Serrano incluido en su libro de igual título editado por DVD. Trata de un joven español, español, que elige un pub londinense lleno de hooligans para ver un partido entre las selecciones de España e Inglaterra: una fábula a lo Chesterton que hace primero reír y luego pensar. Pues bien, cuentos aparte, el triunfo en el mundial ha propiciado en muchos una especie de envidia por la coherencia y capacidad de colaboración mostradas por el equipo nacional, tan añoradas en los demás terrenos de juego social, mientras que otros ven en el entusiasmo popular ante nuestros colores la realidad auténtica de un país que se quiere y se siente de una pieza en contra de las permanentes políticas disgregadoras de los separatistas. Puede que "el menos acertado de los artículos constitucionales" sea el que reclama "la indisoluble unidad de la nación española" -acabo de enterarme leyendo un reciente editorial de este periódico- pero lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos son tan ingenuos que sigue valorándolo por encima de los demás.

Sin embargo, ese aprecio por lo que tenemos en común (frente al estúpido regodeo en lo que Freud llamó "el narcisismo de las pequeñas diferencias") no suele ir políticamente más allá de celebrar júbilos folclóricos. Sabido es que las victorias encuentran muchos más jaleadores que las derrotas comprensivos solidarios: entiendo la reserva escéptica del maduro entrenador ante el domingo de ramos que le tributan quienes quizá se hubieran apresurado a crucificarle en otras circunstancias. Como los londinenses enfrentados por barrios en El Napoleón de Notting Hill de Chesterton, necesitamos un adversario exterior para sabernos habitantes de una misma ciudad. Y nuestra unión se sustenta más en estandartes y clamores jubilosos que en la defensa razonada de derechos y garantías compartidas. En El miedo a los bárbaros, Tzvetan Todorov señala que en nuestras democracias acomodadas hay más personas dispuestas a defender con su vida una trinchera dando vivas a la patria eterna, al honor, a la libertad o a otras entidades igualmente abstractas y glamurosas (por ejemplo, la selección nacional de fútbol) que en arriesgar el pellejo cuando llegue el caso vitoreando a la seguridad social, a la educación general obligatoria o a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, conquistas prosaicas y devaluadas por carencias burocráticas. En España sobran héroes a la hora gloriosa de los laureles, pero hay déficit de ciudadanos para respaldar y reclamar las obligaciones comunes del día a día...

Nuestro momento triunfal en el universo futbolístico tuvo lugar 24 horas después de la manifestación en Barcelona contra la sentencia del Estatut, la mayor concentración reaccionaria en la Ciudad Condal (100.000 personas según los cómputos no publicitarios) desde aquella que pidió el "diálogo" con ETA tras el asesinato de Ernest Lluch, organizada por los mismos. La tentación de contrarrestar una demostración de irredentismo manipulador nacionalista con clamores no menos oportunistas que pretenden fundar la Constitución en el gol de Iniesta puede ser irresistible para los trivializadores de la política pero en sí mismo es insano y triste. No podemos jugarnos el Estado a los penaltis...

Y no nos engañemos, es del Estado de lo que se trata y no de la nación. En un Estado democrático puede haber muchas naciones, sean culturales o sociales. Nuestros clásicos hablaban de "la nación de los peces" y "la nación de los pájaros", de modo que bien puede haber la nación de los catalanes o de quien se apunte después. En cambio lo que Cataluña no puede ser en las presentes circunstancias es una nación política, como afirma Zapatero (que en estas cuestiones dice lo que sabe pero no sabe lo que dice), porque eso equivale a Estado nacional y esa casilla ya está ocupada por España... con Cataluña incluida, claro. Las naciones son a veces cosa de sentimientos, pero los Estados son instituciones y tienen su reglamento legal llamado Constitución. Eso es lo que mejor o peor ha recordado la sentencia del TC, que con todos sus fallos y ambigüedades es menos confusa, tramposa e intervencionista que el Estatut mismo que ha debido considerar.

Las instituciones pueden cambiarse, claro que sí, porque los balones botan y los ciudadanos votan. Dentro de tres meses hay elecciones en Cataluña y es el momento de que los partidos que quieran cambiar el modelo de Estado lo propongan de forma explícita e inequívoca, para que sepamos cuántos ciudadanos catalanes están a favor de esa aventura. Lo bueno de los votantes es que son más fáciles y precisos de contar que los manifestantes. Si existe una mayoría de respaldo a una propuesta concreta, será el momento de plantear una reforma constitucional a quien puede hacerla: no los partidos con su toma y daca ni por la puerta trasera de estatutos de autonomía que falsean su papel, sino al conjunto de los ciudadanos españoles, que son los sujetos políticos de la soberanía nacional. Por derecho el sí o el no, sin echar balones fuera.

Fernando Savater

Marbury contra Madison

Marbury contra Madison

El proceso del Estatut de Cataluña ha sido llevado con notable insensatez por la mayoría de la clase política

Muchos creen que el constitucionalismo moderno nació en Estados Unidos a raíz de una sentencia de la Corte Suprema, el llamado "caso Marbury contra Madison", que dejó por primera vez establecido, con total claridad, que la Constitución debe prevalecer sobre cualquier otra ley y que debe existir un tribunal que sea garante de esa primacía, con capacidad para declarar inválidas disposiciones del Parlamento, leyes de la nación y cualquier tipo de normas que, a su criterio, sean contraria a la Carta Magna.

Desde entonces, 1803, las Cortes Supremas de muchos países democráticos, sobre todo los federales, han declarado inválidas, total o parcialmente, leyes aprobadas por Congresos o respaldadas por votos populares. No es habitual, por supuesto, pero tampoco un escándalo, que en Estados Unidos de América o en Alemania una ley aprobada por el Parlamento o por los cuerpos legislativos de los estados federados sea corregida por decisión de su propia Corte Suprema o equivalente.

Es evidente que las Constituciones no son intocables. Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, decía que la norteamericana parecía estar ahí para siempre, pero que "lo único realmente seguro son la muerte y los impuestos". De hecho, la Carta Magna de Estados Unidos, un documento intelectual formidable, que ha inspirado la moderna democracia en todo el mundo, pero que fue aprobada casi por los pelos en algunos Estados de la Unión, ha sufrido una treintena de enmiendas (incluida la limitación de dos periodos para la presidencia, acordada en 1951). Pero mientras que no se ha modificado, la Corte Suprema se ha empeñado en exigir que el texto fundamental prevaleciera sobre cualquier otro, por encima incluso del voto parlamentario y "a pesar de lo que establezcan en contra las leyes o las constituciones de los estados federados", según explicaba el fallo de Marbury contra Madison.

Algo muy parecido es lo que acaba de suceder en España con la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el nuevo Estatut de Cataluña. Los miembros de la Corte han reiterado la primacía de la Constitución sobre cualquier otra norma, aunque haya sido aprobada por el Parlamento y refrendada por el voto popular, y han estimado que era necesario corregir un determinado número de artículos. A la espera de conocer el fallo completo, parece que han sido tocados aspectos muy delicados pero que una parte muy sustancial del nuevo Estatut se mantiene en pie, por lo que debería ser posible, para unos y otros, mantener una cierta dosis de sensatez.

En cualquier caso, la primera impresión debería ser de alivio porque existe una sentencia, después de cuatro terribles años en los que las posiciones tan enconadas de los distintos sectores representados en el TC impidieron el acuerdo, y alivio porque se mantiene la línea del Marbury contra Madison y el principio de prevalencia de la Constitución. Nadie ha puesto en duda la primacía de la voluntad popular, como se afirma en Cataluña, sino que bien al contrario, el fallo ha defendido sobre todas las cosas esa voluntad popular soberana: simplemente ha reiterado que recae sobre el conjunto del pueblo español, único capacitado para cambar la Constitución.

Pero, pasada esa primera sensación, queda también la amargura de constatar el coste político e institucional que ha tenido este proceso, llevado a cabo con una notable insensatez por parte de la mayoría de la clase política, tanto en el conjunto de España como en Cataluña. Unos, por pretender ignorar los elementos de inconstitucionalidad que existían en el Estatut, como demuestra la sentencia. Y otros, por pretender ignorar el deseo legítimo de una buena parte de la sociedad catalana de encontrar cauces para ampliar ese autogobierno. Una mirada sin obcecación a lo ocurrido en estos cuatro años debería animar a los dirigentes políticos a no tentar más al diablo y a mantener una actitud más lúcida. Estos no son tiempos para permitirse más acometidas ciegas.

Soledad Gallego-Díaz 

 

Duelo por la República Española

Duelo por la República Española

Las matanzas en el bando antifranquista durante la Guerra Civil no fueron de los republicanos, sino de los partidarios de una revolución social que, de haber triunfado, también hubiera supuesto el fin de la República

En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la "lógica de la historia".

Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad histórica o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.

De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo -esa "puñetera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo. Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia -insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.

De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista violenta de poder político y social- solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.

Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminó.

Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación? La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro.

Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Múnich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todavía con artículo y minúsculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.

Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.

Santos Juliá

Una sentencia en el camino

Una sentencia en el camino

Tenemos, pues, sentencia. Pero no puede hacer imposibles: no puede transformar un Estatuto ambiguo, con alma de Constitución y cuerpo de reglamento, en una norma irreprochable desde el punto de vista técnico

No es que confiara mucho, pero bastantes de las reacciones ante la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de autonomía me han defraudado, pues se mueven inoportunamente en un registro que no es el que corresponde en este momento. Me atrevo a pedir algo de fineza en el análisis y no manifestar una mera opinión política, lo que creo que es especialmente exigible a algunos cargos institucionales, que se han limitado a saludar, o no, a veces con destemplanza criticable, el fallo desde una óptica exclusivamente partidista.

Lo que debemos hacer es juzgar al Tribunal exclusivamente en términos jurídicos, que son los únicos conforme a los cuales debe operar. Sin caer en la cuenta de que el terreno en el que se presenta la cuestión ahora es el jurídico, sin llevar a cabo dicha distinción, sutil pero cierta, no vamos a ningún sitio. Ello no significa que se ignore que el control de un Estatuto de autonomía tiene alcance político y que, por ello, presenta una dificultad especial. Tampoco pretendo excluir una repercusión política de la sentencia, aunque no tendrá predominantemente el significado de un reproche o censura de este tipo, pues todo el mundo sabe que un tribunal no es la instancia que en el Estado constitucional pone o quita los Gobiernos.

Desde un punto de vista jurídico, lo que la sentencia significa es sin duda el funcionamiento regular de un órgano del Estado que ha cumplido con su función constitucional. El Tribunal Constitucional está para asegurar la regularidad de todo el ordenamiento del que forman parte importante los Estatutos de autonomía. Para afirmar la supremacía constitucional, se contempla un sistema de recursos que, interpuestos por quien tiene legitimación, acaban en un fallo del Tribunal. A todos nos hubiera gustado una sentencia menos tardía y que dispusiera de un clima de aceptación más sereno. No ha sido posible: como nos ocurre a las personas, las instituciones han de actuar a veces en condiciones que no son las óptimas. Ha de tenerse en cuenta que el Tribunal ha debido pronunciarse sobre diversos recursos al respecto y que se trata de impugnaciones bien complejas y abundantes; por no referirnos al acoso indebido a que se ha sometido irresponsablemente a sus miembros. Esta instancia, mientras tanto, ha debido de reaccionar en otras oportunidades urgentes, por ejemplo decidiendo, en un servicio a la democracia impagable, sobre el Plan Ibarretxe, etcétera.

Por lo que se refiere a la composición del Tribunal, cuestión planteada ventajístamente por algunos, a mi juicio, la salida no era la renovación a toda costa, pues la decadencia obligada de los asuntos hubiese parecido un desperdicio de medios que se habrían ido por la borda con el Tribunal saliente, pudiendo parecer que el cambio de componentes del órgano jurisdiccional, máxime contando con diversos precedentes de renovaciones retrasadas, obedecía a maniobras tácticas, tendentes a evitar un fallo no deseado.

Tenemos, pues, sentencia. Ahora bien, lo que no puede hacer la sentencia es imposibles: no puede transformar un Estatuto ambiguo -con alma de Constitución y cuerpo de reglamento, se ha dicho acertadamente- en una norma irreprochable desde un punto de vista técnico. Lo que puede hacer el Tribunal es depurarla, eliminando aquellos aspectos que manifiestamente no caben en el marco jurídico de la Constitución, proponiendo en cambio una comprensión adecuada de aquellos preceptos entendibles, aunque sea con algo de esfuerzo, conforme con la Norma Fundamental.

Me parece que la sentencia se moverá de acuerdo con dos ideas básicas: no es un buen planteamiento contraponer Cataluña y España ni el Estatuto a la Constitución: el desarrollo de la personalidad de Cataluña, se califique como se quiera su identidad, no tiene en el orden constitucional un límite sino una garantía. Un gran vasco, a quien vamos a homenajear dentro de unos días en la universidad de verano donostiarra, José Miguel de Azaola, lo expuso hace tiempo con total pertinencia: fortalecer a los integrantes de España -él pensaba sobre todo en el País Vasco y Cataluña- es hacer a esta más sana, más equilibrada, más fuerte. Pues decía el bilbaíno, "no hay incompatibilidad alguna entre ambos robustecimientos de las partes y el conjunto: al contrario, se complementan y necesitan el uno al otro".

Debería entenderse bien la poda de los elementos identitarios a que procede la sentencia, tipo de ingredientes que por otra parte son un hallazgo necesario y conveniente en las normas estatutarias: la circunscripción espiritual de la condición nacional de Cataluña, el reconocimiento del catalán sin demérito del castellano, también lengua de Cataluña como de toda España, la apreciación correcta, pero no constitucional como en el caso vasco y navarro, de los derechos históricos.

La segunda idea que creo resulta obligada asumir para entender la sentencia del Tribunal se refiere a lo siguiente. El Estado autonómico es una forma cultural, política, que necesita de una cierta sintonía entre sus partes, como decíamos. Pero es también una forma u orden que requiere de homogeneidad y capacidad de actuación suficientes, especialmente en coyunturas como la presente de crisis, solo abordable con protagonismo internacional, europeo mayormente, pero no solo. Si el Estado es una unidad de decisión, ha de incrementarse su articulación, que descansa sobre dos elementos: una homogeneidad mínima compartida y un liderazgo político indudable.

Esto quiere decir que el Estado compuesto que es nuestro Estado autonómico no puede construirse, sin poner en riesgo su unidad funcional, mas allá de un cierto grado de complejidad. Se ha de fomentar, por tanto, de modo inexcusable, el momento de la cooperación, de la colaboración a todos los niveles, conteniendo, por ejemplo, las duplicidades, lo que yo llamo la opulencia administrativa o burocrática. Cierto que la unidad no excluye la colaboración plural en su consecución, pero tal unidad compleja ha de armarse y constituirse a través de un esfuerzo explícito, inevitable en los Estados compuestos como es el nuestro. Esto significa: eliminación de aquellos elementos del Estatuto que ponen en cuestión el funcionamiento integrado del Estado. Sin duda en ese terreno se explica la anulación de una planta independiente del poder judicial en Cataluña, o la declaración de inconstitucionalidad ateniente al carácter vinculante a los dictámenes del Consejo de Garantías, o el rebajamiento del significado, todavía más, de las comisiones bilaterales, o el rechazo por parte del Tribunal Constitucional de que desde una parte del Estado, Cataluña en este caso -pero, ojo, otros Estatutos como el de Extremadura o el no nato de Castilla-La Mancha-, se impongan objetivos o trabas a las decisiones sobre el gasto público de la Hacienda general. O la atribución estatutaria de competencias exclusivas que, según jurisprudencia constitucional constante, no existen salvo en los casos de autoorganización. O la denuncia de una comprensión estatutaria sobre las bases de la legislación, que no son solo principios sino guías y, en su caso, regulación mínima del Estado, cuyo respeto se impone por la Constitución al Estatuto.

Esta sentencia consolida el desarrollo del Estado autonómico, tal como ha tenido lugar hasta este momento, en su aspecto competencial, confirmando la seriedad de nuestra descentralización, pero el pronunciamiento del Tribunal inaugura un segundo momento de nuestra forma política que no es de negación sino de superación de lo recorrido. El empeño, aunque sea difícil, y a veces pueda estar planteado en términos discutibles, bien merece la pena.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional en la UAM.

Contra el desapego ciudadano

Contra el desapego ciudadano

Para evitar que continúe la erosión de la confianza y del bienestar en España se requiere de un ’compromiso histórico’ entre fuerzas diversas, sin sujetar su contenido a una ideología concreta


El tono vital de la sociedad española atraviesa un momento alarmante. Lo manifiesta el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que reitera la siguiente valoración: una mayoría piensa que la situación económica es mala o muy mala y que dentro de un año será igual o peor; la mayoría entiende también que la situación política es mala o muy mala y que dentro de un año será igual o peor; y cuando se pregunta cuáles son los principales problemas que tiene este país, se responde mayoritariamente que el paro, la situación económica y la clase política. Si se extendiese esta opinión más allá de la coyuntura provocaría en la ciudadanía una especie de nihilismo, la anomia en su intervención pública; en definitiva, el desafecto, que es una de las condiciones para que disminuya la calidad del sistema democrático.

Una medición cuantitativa de la democracia española se hace desde hace tres años en el Informe sobre la Democracia en España (IDE), que edita la Fundación Alternativas. Se trata de una especie de auditoría democrática, concebida por el Human Rigths Center de la Universidad de Essex y adaptada a nuestro país, que trata de evaluar la calidad de la democracia atendiendo a dos criterios básicos: la igualdad política y el control social, entendido este como el derecho de los ciudadanos a influir en las decisiones públicas y en el proceso político. Pues bien, en los dos últimos años -que coinciden con la primera fase de la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero- los expertos que contestan consideran que la calidad de la democracia en España ha disminuido casi medio punto (del 6,2 al 5,8 sobre 10) y todos los indicadores ofrecen la misma tendencia descendente.

Pero hay dos campos en que esa tendencia se profundiza en el IDE-2010: los de la economía y la corrupción. Se valora muy negativamente la capacidad del sistema democrático para solucionar la crisis económica; cada año empeora la percepción sobre la verdadera autonomía del Gobierno en el desarrollo de sus políticas frente a los intereses económicos externos; se deteriora de forma acusada la confianza en la acción del Gobierno para resolver los principales problemas de los ciudadanos. En el caso de la corrupción, la profundidad del caso Gürtel es abrasiva y muestra que las irregularidades políticas no solo están directamente vinculadas al urbanismo, sino también a la contratación pública; se multiplica la captura de políticas, el control por grupos de interés de áreas en la política dentro del Estado, de modo que los gobernantes no pueden formular políticas autónomas en ese ámbito. La política urbanística en España ha sido un ejemplo de política capturada por los propietarios del suelo.

No sólo de economía vive el hombre, pero la economía es hoy el principal problema español, y de su mejora depende mucho todo lo demás, incluida la marcha general del sistema democrático, golpeado de modo muy directo por las dudas ciudadanas en torno a la calidad de las respuestas políticas a la crisis, en términos de eficacia y de reparto de las cargas. La profundidad de la crisis interpela al propio sistema democrático y a la percepción ciudadana sobre el mismo. Los principales datos son suficientemente conocidos: estancamiento de la producción, un paro que afecta a una de cada cinco personas de la población activa y que en buena parte se está convirtiendo en estructural, un déficit público superior al 11% del PIB, un endeudamiento público y privado que equivale al 390% del PIB (cerca de cuatro billones de euros), etcétera. De todos ellos, el más excepcional, el que más nos diferencia del resto de los países de nuestro entorno, es la extraordinaria tasa de paro (que se dobla para los menores de 25 años). En la anterior recesión, la de la primera mitad de los años noventa del siglo pasado, España llegó a tener un porcentaje de desempleo del 24,5%; tan sólo 13 años después, en el segundo trimestre del año 2007, esa tasa llegó a bajar al 7,95% (la más baja de la democracia) y se colocó en porcentajes similares a la media europea. Se necesitaron 13 años para igualarnos con la media europea y ello creciendo a porcentajes medios superiores al 3%. Aunque el tamaño, grado de apertura y flexibilidad de la economía española es diferente hoy a la de los años noventa, los agentes sociales tienen más experiencia y las empresas se han internacionalizado, no parece demasiado arriesgado pensar que un esfuerzo similar podría ocupar a nuestro país cerca de una década, un tiempo demasiado largo para aceptarlo como inevitable.

Es por ello que se considera imprescindible un gran acuerdo, un compromiso histórico entre las fuerzas políticas, económicas y sociales en torno a las iniciativas indispensables para el saneamiento y la reforma de la economía española. Un gran acuerdo entre fuerzas diversas, que representen a la mayoría de los ciudadanos, sin sujetar su contenido a una ideología concreta, para evitar la erosión de la confianza y del bienestar, y romper con el desafecto creciente. Un pacto transversal que recorra los distintos ámbitos de la Administración (Estado central, comunidades autónomas y ayuntamientos) y que supere el ámbito de una legislatura para que, gobierne quien gobierne, pueda aplicar lo consensuado durante el tiempo que sea necesario. Un pacto de austeridad compartido, de saneamiento y reformas. No sea que se repita en el siglo XXI lo que Indalecio Prieto describe en sus Convulsiones de España: "No entender políticamente el mundo de la crisis económica y no presentar ante él una política económica coherente constituyó una de las causas del fracaso de la II República".

No sólo la economía y la corrupción desmoralizan a los ciudadanos y les hacen valorar lo que ahora estamos sufriendo como una crisis institucional. La politización de la justicia en sus más altos niveles, el mercadeo de cargos en una especie de lottización, la tardanza en resolver algunos de los casos (el más paradigmático, el de la constitucionalidad del Estatut de Cataluña, que ha renovado algunas de las visiones más esencialistas en latente conflicto sobre la estructura territorial del Estado) conducen a un amplio desapego ciudadano, un deterioro de las relaciones sociales y el desgaste de algunas de las instituciones centrales del sistema constitucional.

Y también, y en primer plano, la actitud de los principales partidos ante esta situación. Hasta ahora, ha prevalecido el desgaste del contrario mucho más que el interés por el bienestar general de los ciudadanos. Las principales formaciones políticas no parecen haber entendido esta situación de excepcionalidad y emergencia. Un Gobierno no puede presentarse a unas elecciones generales con las variables económicas citadas, con garantías de ganarlas: el nivel de riesgo es muy alto. Y una oposición responsable tampoco, so pena de empezar a gobernar tras los comicios con un rápido deterioro de sus apoyos políticos y sociales, por tener que aplicar una política de austeridad extrema, más que un programa de ajuste clásico. Sería un suicidio, y sin embargo es previsible que ello vaya a sobrevenir; hasta ahora es lo que ha acaecido.

Pocas veces se ha tenido la sensación de que el Ejecutivo de Zapatero se haya esforzado en ese gran acuerdo (excepto en el caso de la educación) ni el PP de Rajoy ha comparecido cuando la sociedad se lo ha demandado. Con compromiso histórico o sin él, un momento excepcional como el que atraviesa el país requiere liderazgos claros. Un liderazgo que solo sirva para enardecer a los propios con el fin de unirlos férreamente y para enervar al contrario es un liderazgo de corto vuelo; un liderazgo incapaz de proporcionar una visión de hacia dónde se va y de hacer reformas dolorosas, aunque sean impopulares, no es un verdadero liderazgo. Ello vale para el Gobierno y para la oposición.

Hace poco, en unas declaraciones a este periódico, el politólogo Iván Krastov lo resumía de este modo: "Como testigos de un colapso de la confianza en las élites políticas y empresariales (...) las elecciones están perdiendo su significado de opción entre alternativas y se transforman en procesos a las élites. Así, la democracia ya no es cuestión de confianza sino más bien de gestión de la desconfianza".

Joaquín Estefanía ha dirigido el Informe sobre la Democracia en España 2010, de la Fundación Alternativas.

Un poco de federalismo, por favor

Un poco de federalismo, por favor

El camino hacia las relaciones bilaterales que se abre en muchos Estatutos de ’segunda generación’ no apunta en la dirección adecuada


En España, la construcción del Estado del bienestar y el proceso de descentralización hacia el denominado Estado de las Autonomías, han avanzado en paralelo, a lo largo de las últimas tres décadas.

En una primera etapa, desde la Constitución de 1978 hasta 2002, existieron diferencias apreciables en las competencias de las diversas comunidades autónomas, pero con la transferencia generalizada de la sanidad, a comienzos de 2002, todas las comunidades autónomas han asumido la prestación de los dos servicios públicos fundamentales del Estado del bienestar.

Tres décadas después del cambio democrático, es hora de hacer un breve balance de ambos procesos. Mientras que el Estado del bienestar se ha consolidado en lo fundamental, con un aceptable despliegue de los servicios públicos esenciales de sanidad y educación (aunque ambos deben ser objeto de atención y mejora), se observan mayores sombras en lo concerniente al Estado Autonómico.

Lo que debería haber sido un amplia avenida, para que circularan las preferencias de los ciudadanos y se reflejaran en distintas opciones sobre los servicios públicos descentralizados, se ha convertido en un verdadero laberinto en materia de Hacienda autonómica, donde se producen continuas bifurcaciones, que las más de las veces permiten al gobierno de turno favorecer a las comunidades autónomas afines o más capaces de ejercer influencia política.

Sin caer en la ingenuidad de querer llegar un "sistema cerrado" de descentralización (un gran teórico de la descentralización, William Riker, advirtió ya hace décadas que toda solución federal es siempre un equilibrio inestable entre las fuerzas centrípetas, que empujan de nuevo en la dirección de la centralización y fuerzas centrífugas, que amenazan desembocar en la secesión), creo que existen potenciales mejoras que podrían hacer que aumentara la transparencia y la rendición de cuentas en el Estado Autonómico y la eficiencia en la prestación de servicios, aspectos básicos que desde el punto de vista económico justifican la descentralización. Para conseguir estas mejoras, la receta sería aplicar a nuestro Estado Autonómico las lecciones de la experiencia adquirida en estos años y, sobre todo, algunos mecanismos básicos del federalismo.

En primer lugar, convendría recordar el punto de partida; la descentralización supone abrir una puerta a la diversidad y para ello debe asegurarse que, en igualdad de posiciones de salida, se abran cauces para que las regiones puedan desarrollar políticas diferenciadas.

En cuanto a la igualdad de posiciones de salida, debemos sacar algunas lecciones de la experiencia pasada, aunque puedan resultarnos incómodas.

La Constitución de 1978 reconoció el derecho a la autonomía en favor de "las Comunidades Autónomas que se constituyan" (art 137) en un proceso sujeto a incertidumbre en el que no se conocía si sólo algunas zonas que habían manifestado anteriormente un mayor sentimiento autonomista (Pais Vasco, Cataluña) se constituirían en comunidades autónomas o si lo harían todas las regiones, como finalmente sucedió.

El esquema de relaciones bilateral, que tenía sentido en un principio, para materias que lógicamente deberían ser objeto de aceptación individual (Comisiones Mixtas de Transferencias, que permitían a cada comunidad autónoma aceptar una transferencia sólo si consideraba que los recursos traspasados eran suficientes) y sobre todo, si se pensaba que sólo algunos territorios iban a constituirse en comunidades autónomas, carece de sentido en el momento actual, cuando comprobamos que el Estado Autonómico se ha asentado en todos los territorios y el nivel competencial es esencialmente homogéneo. En consecuencia, el camino hacia las relaciones bilaterales que se abre en muchos Estatutos de "segunda generación" no parece que apunte en la dirección adecuada.

Unido a lo anterior, está el espinosos tema de los regímenes forales, tanto en lo que respecta a su muy discutible carácter de "sistemas paccionados" como en lo referente a las ventajas fiscales, cuando se aplican en regiones de renta relativa elevada. No tiene sentido, por ejemplo, que en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera las comunidades autónomas forales puedan participar en la decisión de cómo se articula el sistema de financiación de las comunidades autónomas de régimen común, mientras que a estas últimas les está completamente vedado participar en las negociaciones para determinar el concierto impositivo o los cupos quinquenales.

Que una Cámara territorial decidiera sobre todas estas cuestiones sería poner un poco de lógica federalista en el actual rompecabezas autonómico, aunque requiere una buena dosis de coraje político.... y ya se sabe que todos los recursos son escasos.

En cuanto a las políticas diferenciadas, debemos constatar un gran déficit de diversidad, cuando observamos el desarrollo de la Hacienda autonómica.

Las comunidades autónomas, que han asumido con entusiasmo la autonomía en la vertiente competencial y del gasto, siguen ancladas en un comportamiento gregario en materia fiscal.

Más aún, recientemente hemos dado clamorosos pasos atrás, sin que ninguno de los intervinientes en decisiones que merecerían una detallada explicación a los ciudadanos en un Estado mínimamente federal se haya sentido obligado a explicar nada.

Que en 2008 (¡con una crisis económica que se venía encima y hacia presagiar un notable aumento del déficit!) el Gobierno central haya suprimido el Impuesto de Patrimonio (que, recordémoslo, era un impuesto cedido a las comunidades autónomas con competencias normativas casi plenas) y seguidamente los gobiernos autonómicos hayan aceptado sin rechistar una medida que atentaba contra su autonomía fiscal y sólo se hayan preocupado de conseguir compensaciones financieras, es algo que contrasta con el entusiasmo dedicado a, por ejemplo, defender las competencias en materia de cajas de ahorros.

Además de la alegre inauguración de "proyectos emblemáticos", hace falta la explicación y defensa de los "impuestos problemáticos" necesarios para financiar esos y otros gastos

No cabe argumentar, al menos desde 2002, que no existen instrumentos para obtener recursos impositivos por parte de las Haciendas autonómicas, puesto que pueden aumentar la recaudación del tramo autonómico del IRPF, los impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones, transmisiones patrimoniales, tasas sobre el juego y tramo autonómico de hidrocarburos, además de todo el abanico de tasas y precios públicos

Desde otra perspectiva, las discusiones en materia de descentralización parecen resentirse todavía del "reflejo condicionado" que asocia centralización con el régimen dictatorial anterior y descentralización con democracia (para unos) o Estado centralizado y garantía de trato equitativo a todos los ciudadanos y Estado de las Autonomías y reinos de taifas (para otros).

Al igual que no deberíamos caer en el simplismo de asociar la pesca del salmón con las tendencias dictatoriales, sería bueno ver la descentralización como un mecanismo funcional para obtener mayor eficiencia en la prestación de servicios públicos, sin predeterminar cual debe ser siempre la dirección de los ajustes competenciales que deban introducirse

Ello implicaría admitir que la solución federal no tiene porqué ser inamovible y que en ciertas circunstancias, como la actual, sería sensato aumentar el peso del gobierno central, que es quien está mejor situado para hacer frente a las consecuencias de la recesión económica o replantear (en ambos sentidos) la asignación competencial, cuando parezca necesario a la luz de nuevas circunstancias (¿tienen sentido ficciones como la de convertir a los militares en bomberos y travestir las competencias de defensa en competencias de protección civil creando la Unidad Militar de Emergencias, en vez de discutir abiertamente si no sería mejor llevar una parte de las competencias de protección civil al gobierno central?).

En mi opinión, tendremos un sector público que merezca realmente el nombre de descentralizado cuando un ajuste presupuestario importante sea asumido por las comunidades autónomas mediante decisiones propias y autónomas, que en unos casos pasarán por reducciones del gasto y en otros por ajustes impositivos de diverso tipo, en vez de recurrir repetidamente a que la Hacienda central actúe de paraguas para todos. Si a ello añadiéramos la capacidad de discutir con tanta naturalidad que hay competencias estatales que pueden delegarse hacia las comunidades autónomas, como que hay algunas competencias autonómicas que podrían volver a ser centralizadas, quizá fuera posible quitarle el pantalón corto al Estado Autonómico y convertirlo sin complejos en un Estado Federal, en el que nos ocupáramos más de mejorar los aspectos de aplicación del modelo que de poner (pretendidamente) las esencias del modelo en cuestión un mes si y otro también.

Carlos Monasterio Escudero es catedrático de Hacienda Pública en la Universidad de Oviedo