La izquierda, de la igualdad a la diferencia
Salvo para quienes cultivan la superstición del centro, el trazo entre izquierda y derecha resulta nítido. Ahí va un criterio de tasación: la derecha nunca suscribiría dos de los principios que estaban en la trastienda de la renovación ideológica del PSOE en el 2001: el de libertad real para todos, según el cual, "toda persona puede llevar a cabo su proyecto personal de vida", y el de igualdad, entendida como "la garantía de que todas las personas tienen las mismas condiciones para poder desarrollar sus capacidades y potencialidades personales". Los dos principios, tal como están formulados, tienen sus problemas. Por ejemplo, el primero es irrealizable si no se acota, sometiendo los proyectos personales de vida a alguna criba, como el control democrático: hay proyectos de vida que no está justificado alentar ni favorecer, como puede ser el de viajar en naves espaciales para contemplar la Tierra desde el espacio. Pero, aunque la letra no está clara, sí lo está la música compartida: para que las personas dispongan de la misma libertad real necesitan recursos que han de redistribuirse atendiendo a sus particulares circunstancias. No parece discutible que una persona con una minusvalía necesita más medios que otra que no la padezca para poder desarrollar las mismas actividades y que una comunidad en donde predominan los ancianos requiere más recursos que otra donde priman los veinteañeros. A la luz de ese criterio, por cierto, resulta discutible el principio consagrado en el Estatuto de Cataluña según el cual, después de la redistribución, no se puede alterar el orden de los ingresos per cápita, esto es, no puede ser que aquellos que ingresan más que otros antes de la distribución ingresen menos después de ella.
La derecha no suscribiría tales principios. No por maldad esencial, sino por su diferente idea acerca de lo que es una sociedad justa y, por ende, de igualdad. A su parecer, una sociedad es justa cuando los beneficios y las posiciones sociales están abiertas a todos por igual, cuando las reglas del juego son las mismas para todos. El Estado debe limitarse a asegurar que todos puedan participar en la competición, sin que a nadie le prohíban jugar. En ningún caso debe contribuir a que los individuos "realicen sus potencialidades". Entre otras razones, dirán los conservadores, porque los únicos derechos que se pueden garantizar son los llamados "derechos negativos", que protegen frente a las intromisiones de los demás, incluidas las públicas, como sería el caso de los relacionados con la opinión o la propiedad. Para asegurarlos basta con una simple prohibición: no se puede robar, matar, impedir hablar. No cuestan más que la tinta empleada en escribirlos en papel oficial. Mucho más complicado resulta garantizar el "bienestar", los derechos positivos. Requieren recursos, siempre finitos, y no hay modo de saber cuándo están garantizados. Resultan "insaciables".
La izquierda, tradicionalmente, ha replicado a tales argumentos recordando que, bien mirado, todos los derechos requieren recursos, empezando por el derecho a la propiedad, que necesita de jueces y policías para su real garantía. Reconocer que todos los derechos cuestan dinero equivale a decir que todos son positivos, que no hay modo de asegurar absolutamente ninguno. Dicho de otro modo, la decisión es, finalmente, sobre prioridades, democrática, en el mejor de los casos: ¿es mejor asegurar la propiedad de unos que la salud de otros? También ahora hay que decidir, que hacer política. Las decisiones tendrán más o menos justificación, pero son, finalmente, decisiones sobre qué se protege y en qué medida. En realidad, cuando se dice que "los derechos positivos salen muy caros", lo que se está queriendo decir es "no estoy dispuesto a asumir la responsabilidad política de modificar la estructura impositiva".
Hasta aquí, todo clarito. La izquierda recordaba, en un nuevo contexto, que la universalidad de la justicia se queda en buenas palabras si no se completa con la igualdad material. Las reglas pueden ser iguales para todos, pero no podemos considerar justa una carrera en la que uno de los corredores arrastra un yunque atado a la pierna. Entre otras cosas, tomarse en serio esas ideas supone compensar circunstancias decisivas en la vida de las gentes, de las que no son responsables (pertenecer a una familia poderosa, socializarse en cierto ambiente cultural, venir al mundo en un pueblo de Tarragona o en uno de Cuenca), que, sin embargo, condicionan sus posibilidades de acceso a posiciones sociales e incluso el pleno ejercicio de los derechos. Otra cosa son las consecuencias derivadas de las propias decisiones, si uno es un gandul o tiene gustos lujosos. Una idea que quedaba condensada en el lema "ninguna desigualdad sin responsabilidad".
Ésa era, como digo, la herencia de la izquierda, que todavía encuentra algún eco prolongado en programas que a lo sumo sirven para entretener los cursos de formación de los militantes. Pero de un tiempo a esta parte, las cosas han cambiado. La izquierda ha pasado de la estrategia de la igualdad a la de la diferencia nacida en torno al llamado "debate multicultural". No se le quita el yunque al corredor, sino que se opta por crear un reglamento para corredores con yunque, una carrera aparte. En lugar de combatir las circunstancias que están en origen de los problemas (la desigualdad, una cultura discriminatoria en el caso de muchas "minorías"), se adoptan excepciones a los principios generales de justicia y se aboga por "derechos especiales". Una estrategia discutible que, por lo general, resulta de una debilidad intelectual anonadante. Las medidas excepcionales no pueden estar por encima del escrutinio democrático o de la aplicación de los principios compartidos de justicia. Si se aceptan, ha de ser como consecuencia de la aplicación de la justicia y la democracia. Y a sabiendas de su condición provisional. En ámbitos de representación política, algunas formas de discriminación positiva pueden estar circunstancialmente justificadas, pero sin olvidar que el objetivo es su desaparición por falta de razón de ser. Tomarse la igualdad y la justicia en serio supone ponerles fecha de caducidad. No sea que nos olvidemos de dónde están los problemas. Las medidas excepcionales no modifican las injusticias de origen; a lo sumo, su impacto. Vienen a ser como la aspirina, que no cura, pero alivia. Pero si uno se pasa la vida con aspirinas, no repara en la enfermedad, hasta que se muere.
La estrategia de la diferencia descuida las condiciones materiales. De hecho, sale muy barata. En cierto modo, parece recuperar la visión conservadora de que la igualdad sólo requiere el gasto de la tinta del BOE. Pero hay algo más: la estrategia del trato diferencial corre el riesgo de estigmatizar a quienes pretende ayudar, a que "la diferencia" se perciba como una suerte de incapacidad. Al final podría suceder que, en nombre de las diferencias, consagremos las desigualdades. Si se nos va la mano desandando historia, podemos acabar como en el Antiguo Régimen, cuando una complicada trama de relaciones jurídicas especiales hacía que cada cual se relacionara con el rey según su condición, según donde vivía y su clase social. Precisamente, aquella situación con la que acabaron las revoluciones democráticas en nombre de la igualdad, las que dieron origen a la izquierda.
Félix Ovejero Lucas
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