¿Una democracia sin valores?
COMPRENDO y asumo el riesgo que entraña el título que he usado para encabezar estos párrafos. Quienes lo objeten estoy seguro de que acudirán con rapidez a dos argumentos. Primero, la propia Constitución, en su Preámbulo, es harto generosa en la declaración de principios y valores de la Nación española. Y segundo, su artículo primero declara abiertamente que España, constituida en un Estado social y democrático de Derecho, «propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Parece, por ello, que nada hay que objetar. En todo caso, la permanente duda sobre si la igualdad es algo realmente posible y mi personal opinión de que el pluralismo sea algo a conseguir y no una circunstancia previamente existente. Pero, en fin, no van por ese camino «meramente declarativo» las observaciones que aquí se traen a colación.
Y es que hay que comenzar por el sentido y significado de lo que la misma democracia supone. Tarea nada fácil, por supuesto. Entre otras razones porque la versión que a nosotros llega tiene su cuna en fechas no tan lejanas. Es al final de la Segunda Guerra Mundial cuando la clase de régimen practicado por los vencedores conoce «la mundialización» del procedimiento. Aunque en los momentos actuales parezca poco oportuno, a fuer de objetivos, hemos de recordar que en los años treinta del pasado siglo, dos pilares en que descansa la democracia (existencia de partidos políticos y soberanía del Parlamento) habían entrado en crisis. Para entonces, «lo moderno» era el totalitarismo. No es de extrañar, por ello, que no pocos de los expertos en Derecho Político hubieran publicado entre nosotros obras cuajadas de loas al sistema totalitario y, posteriormente, aparecieran como abanderados del sentir democrático: sencillamente, escribieron en línea con lo predominante en cada momento. No ha lugar a descalificaciones por ello.
El problema realmente surge cuando, por aquello de «tapar vergüenzas» y por obra de esa mundialización, es extensa la relación de países que se suman a la democracia como mera cobertura de carácter semántico: «Democracia orgánica», «democracia corporativa», etc., etc. Naturalmente, surge el debate (posiblemente no del todo cerrado todavía) sobre cuál es la esencia de la democracia, por utilizar la pregunta del gran Kelsen. Si viviéramos en un país como EE.UU., acaso el tema podría simplificarse a través de la llamada teoría elitista. Democracia es simple posibilidad de cambio de elites. Se alcanza el poder mediante el sufragio y, una vez que se posee, se responde de su uso ante el órgano sujeto de la soberanía: el Parlamento. Y esto es suficiente para ser demócrata, se defienda o no la integración racial y se esté o no de acuerdo con la aplicación de la pena de muerte. Nos puede resultar extraño, pero así es.
Ocurre, empero, que en la vieja y experimentada Europa, el asunto ya no es tan sencillo. Ante todo, no resulta del todo suficiente el hecho de que algunos valores democráticos «se proclamen» en un texto, por muy fundamental que éste sea. Podría ser el caso de nuestro actual sistema, como al principio de estos párrafos hemos expuesto. Hacen falta valores mucho más concretos (acaso derivados de la afirmación solemne) que sean asumidos y practicados por la mayoría de la ciudadanía. ¿Cuáles? Valgan los que siguen sintéticamente expuestos:
a) Asimilación del ingrediente de relatividad que toda política democrática conlleva. La consideración de que la verdad política absoluta (punto de partida de los regímenes totalitarios) no existe en democracia: si existiera, no habría nada que votar. Como no se vota la fórmula del agua o el resultado de una competición deportiva.
b) Valoración de la existencia de una sociedad pluralista, sea cual fuere el origen de ese pluralismo, que se considera no sólo como algo asumible, sino también como algo enriquecedor.
c) Comprensión de la democracia como valor y aun como utopía, en el sentido tantas veces apuntado entre nosotros por el maestro Aranguren. Democracia que es también forma de vida y que impregna el conjunto de la sociedad.
d) Presupuesto previo de un talante democrático, de una personalidad democrática como opuesta a la personalidad autoritaria. Sin olvidar lo que en otras ocasiones he formulado: no se nace demócrata, se hace uno demócrata. Los valores democráticos no caen del cielo, sino que se reciben en la gran cantidad de agencias de socialización o educación por las que la persona pasa a lo largo de su vida: la familia, la escuela, el grupo de juego, el sindicato, el partido, etc. De ahí saldrá un talante abierto al diálogo y la comprensión. El diálogo sustituye al monólogo y el discrepante nunca es el enemigo, incluso si se considera que está en el error.
e) Fomento de las virtudes públicas, que han de prevalecer sobre las privadas, sin que éstas estén condenadas a desaparecer. Con especial responsabilidad por y ante lo público.
f) Estimulación de la participación y de su utilidad. Lo público ha de ser visto como asunto que a todos interesa, precisamente porque es algo que a todos afecta y con la suma de ese «todos» se construye el camino a recorrer por gobernantes y gobernados.
g) Conciencia de la responsabilidad y ejercicio del control. Se responde ante quienes han delegado. Y quienes delegan, a su vez, deben asumir como valor el del control de sus representantes.
Esta relación, de cosecha propia y, por ende, absolutamente discutible, es la que, sustancialmente, puede expresar el catálogo de valores que perfilan un régimen. Valores que el sistema defenderá y que, a través de todas sus agencias, intentará que estén vigentes en la mentalidad y en el diario proceder de sus ciudadanos. Repito: y si así no es, sobran las solemnes declaraciones y el conocido veredicto de Marx puede que comience a hacer su aparición. Y hasta la misma libertad se pondrá en solfa. Lo recuerda con acierto la sentencia de Dahrendorf al llegar a esta conclusión: «La libertad del demócrata será, pues, una libertad a ejercitar en un marco de derechos y deberes que compartirá con los demás. El demócrata es el individuo que ha llegado con los demás al acuerdo de ser distinto a ellos».
En nuestro país hace tiempo que está viva y que, mejor o peor, viene funcionando la democracia en cuanto procedimiento: elecciones, sufragio universal, posibilidad de recambio de gobernantes, regulación de la responsabilidad política, variedad de controles, etc. Pero, una vez conocidos los supuestos anteriores, ¿se puede afirmar con certeza que estamos en la realidad ante una democracia integrada por demócratas convencidos y practicantes? Si se repasa lo sintetizado, creo muy sincera y penosamente que no. Que es mucho lo que todavía queda por hacer para poder afirmar una definitiva consolidación de lo establecido.
Algo que parece importar poco o nada. Y que mientras esos valores no estén plenamente arraigados y asumidos por los ciudadanos habrá que tener buen cuidado ante la aparición de cualquier vendaval. La afirmación de que la democracia y el Estado de Derecho se defienden solos está bien para los mítines. Pero no para la realidad.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.
1 comentario
andre -