Blogia
cuatrodecididos

Nacionalistas de todos los partidos

COMO se sabe, el Camino de Servidumbre -biblia del pensamiento económico liberal- de Friedrich August von Hayek publicado originalmente en 1944, está dedicado a los «socialistas de todos los partidos». Hoy, una posible biblia del pensamiento constitucionalista español merecería ser dedicada a los «nacionalistas de todos los partidos», porque el síndrome nacionalista ha penetrado profundamente en el modo de entender la política no sólo de los partidos nacionalistas, sino incluso de los partidos de ámbito nacional que más alejados podríamos suponer de aquél.

Varios ejemplos recientes lo confirman. Con alcance general, el socialismo que nos gobierna -contra una buena parte de la tradición no sólo histórica sino también reciente (Felipe González) del PSOE- se ha decantado por un gaseoso entendimiento de la llamada España plural, cuyos frutos tangibles corresponden sin embargo a la física del estado sólido, como el polémico Estatuto de Cataluña atestigua. Pero no sería justo limitar esa deriva al PSOE. Hemos asistido hace semanas a la propuesta del máximo dirigente de UPN de desvincular a sus parlamentarios del Grupo Popular al que pertenecen «para evitar que la única voz de Navarra que se escuche en el Parlamento sea la de Nafarroa Bai». Y horas después de expresar una sensata oposición a esa propuesta, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, justificó su interés de formar parte de la candidatura popular al Congreso en «dar más voz a Madrid en el Parlamento».

Cabe preguntarse si estamos ante una malformación ideológica inevitable, amargo fruto a largo plazo de la propia configuración del Estado de las Autonomías, o más bien, como pienso, se trata de una secuela no de esa configuración genética, sino de las malformaciones de su declinación política, que han dado lugar al surgimiento de una dinámica no ya de emulación entre Comunidades -lo que sería políticamente salutífero- sino directamente de confrontación de tipo «suma-cero» entre las comunidades autónomas.

Eso deriva de la percepción de que la capacidad de presión particularista sobre el Gobierno de la Nación es una función de la importancia de los grupos de identidad nacionalista en el Congreso de los Diputados, que inviste y ante quien responde ese Gobierno.

La desmesurada influencia alcanzada así por las minorías nacionalistas, especialmente en las frecuentes ocasiones en que ningún partido ha disfrutado de mayoría absoluta (cinco legislaturas, incluidas la Constituyente y la actual) manda la señal equivocada sobre incentivos y recompensas asociados a esa «voz propia» de las Comunidades, que excita un gen nacionalista de tipo instrumental, que se desarrolla inquietantemente en todos los partidos.

Hay que recordar en este punto una obviedad constitucional. Las Cámaras son la representación del pueblo español en su conjunto y, si bien el Senado se define como Cámara de representación territorial, ni siquiera los senadores lo son sólo de la provincia o Comunidad que les otorga el mandato. Pero desde luego, el Congreso de los Diputados es una arena política cuya función constitucional se relaciona más con la garantía de la libertad y la igualdad de los ciudadanos que con la exaltación de las diferencias territoriales. Eligiendo y controlando al Gobierno de la Nación, y aprobando las Leyes del Estado que deben hacer realidad los valores y principios que inspiran la Constitución, los diputados -desde el punto de vista del sistema político- realizan una función esencialmente nacional.

En todo caso, conviene preguntarse si esta situación tiene remedio. Para algunos, éste pasa por una reforma electoral encaminada a reducir al límite o eliminar la presencia nacionalista en el Congreso de los Diputados. Otros piensan que es más adecuado propiciar una reforma constitucional que «blinde» contundentemente las competencias estatales frente a la insaciabilidad de las pretensiones nacionalistas. Muchos no rechazarían una combinación de ambos tipos de iniciativas. Por último, hay quienes piensan que la solución más conveniente es propiciar un partido bisagra de ámbito nacional, que fuera una muleta alternativamente utilizable por los partidos hegemónicos de la derecha y la izquierda que evitara el que uno u otro cayera indefectiblemente en los brazos de fuerzas nacionalistas para poder gobernar.

Comenzando por esta última posibilidad -que actualiza estas semanas el nacimiento del partido que promueve Rosa Díez- lo cierto es que no se adivina cómo una formación de este tipo pudiera drenar votos nacionalistas a partir de una posición abiertamente anti-nacionalista. Si, como parece, no es ese el caso, nos encontraríamos al cabo de la calle respecto al problema que nos ocupa. Es decir, incluso un estimable resultado de esa nueva fuerza no tendría por qué aparejar una disminución del poder de los partidos nacionalistas, con lo que la suma de mayorías sin recurrir al nacionalismo adolecería de la misma dificultad que ahora, o incluso de una mayor, ya que la introducción de un nuevo elemento en el reparto entre los partidos de ámbito nacional reduciría la prima de representación de que ahora gozan los dos mayoritarios de ese alcance (PSOE y PP).

Una reforma electoral penalizadora de los partidos nacionalistas tiene graves problemas. Podría establecerse por ley, en efecto, un umbral de esterilidad nacional adicional al existente (que es de ámbito provincial) y que, si reprodujera el nacional (3 por ciento), dejaría hoy por hoy fuera a todas las minorías nacionalistas salvo a CiU. Pero ese escollo -cuya introducción podría suscitar cuestiones de constitucionalidad en relación con lo dispuesto en el artículo 68 de la Constitución- sería además fácilmente salvable por la vía de las coaliciones de nacionalistas de distintas comunidades (tal como se viene haciendo en las Elecciones al Parlamento Europeo) y no tener efecto práctico alguno. Por encima de ello, la lógica democrática de esa barrera adicional sería en extremo cuestionable: el nacionalismo de cualquier tipo que hoy se sienta en el Congreso representa el 10,2 por ciento de los votos a candidaturas en las elecciones de 2004 y sus escaños suponen el 9,4 por ciento del total. No hay pues globalmente una prima de representación a los nacionalistas, sino simplemente un alto valor estratégico de esa representación.

La reforma constitucional sería una solución parcial, aunque importante. La ambigüedad consustancial al compromiso apócrifo alcanzado en la redacción de los artículos 148 a 150 de la Constitución, que regulan las competencias estatales y de las comunidades autónomas, precisa de una clarificación que haga indelegables las competencias centrales que el Estado debe reservarse y salvaguarde el mínimo de estatalidad que requieren el mantenimiento de la operatividad y la eficacia del propio Estado.
Pero lo importante va más allá. Lo importante es el acuerdo político de fondo entre los dos grandes partidos estatales para evitar el ser arrastrados por la deriva nacionalista que sus propias élites regionales empujan. En un sistema de Estado compuesto, en el que los mesogobiernos regionales tienen un gran peso político, la autonomía de esas élites y la persecución por las mismas de intereses propios es punto menos que inevitable. Su obligado contrapunto es la existencia de direcciones centrales fuertes capaces de imponerse a la presión permanente de esas élites.

Naturalmente ello requiere que las direcciones nacionales estén convencidas de esa necesidad de preservar el núcleo de competencias estatales y frenar el expansionismo natural del nacionalismo instrumental de sus dirigentes regionales. En esta legislatura se ha echado de menos esa convicción. En el ámbito del PSOE, por la ensoñación de la España plural y las vacilaciones nacionales de Zapatero. En el del PP, ciertamente en grado mucho menor, por falta de firmeza en la imposición de una conducta a las direcciones regionales coherente con el concepto de Estado defendido por la dirección nacional. Quizá las próximas elecciones brinden la oportunidad de una clarificación de estos asuntos que nos evite en los años venideros el triunfo definitivo de los nacionalistas de todos los partidos.

José Ignacio Wert es sociólogo.

0 comentarios