Crisis económica y liderazgo político
La gravedad de la situación exige mucho más que medidas dispersas. Zapatero debe tomar las riendas de un proyecto que implique a empresarios, trabajadores y administraciones. Es su prueba de fuego
La crisis está produciendo paradojas interesantes. Una es ver a un liberal como Miguel Boyer defender la intervención del Estado para mantener el control nacional de una empresa privada como Repsol, mientras un socialdemócrata como José Luis Rodríguez Zapatero defiende el libre juego entre "empresas privadas". Otra es escuchar a líderes sindicales defender la mejora de la productividad y la competitividad mientras el presidente de la patronal pide "un paréntesis en la economía de mercado" e intervenciones del Estado para salvar empresas. El mundo al revés.
Hay una maldición china que consiste en desear que vivas "tiempos interesantes", y éstos lo son. Esas paradojas sugieren que en este momento los clichés ideológicos y los roles del mercado y del Estado han de amoldarse a una realidad nueva. Esa nueva realidad se impuso a la ideología el día en que Gordon Brown tomó la audaz decisión de utilizar al Estado para salir al rescate de los bancos privados y evitar la pérdida de confianza en el sistema financiero. Y lo volvió a hacer el día en que olvidando el santo temor al déficit puso en marcha un fuerte programa fiscal para contener la recesión. Ahora sabemos una cosa: que esta crisis requiere un liderazgo político fuerte, audaz y coherente, capaz de reducir incertidumbres y volver a crear confianza.
Ese liderazgo político es aún más necesario en España. Sin embargo, el Gobierno de Rodríguez Zapatero parece tener dificultades para articular un discurso político sobre la salida de la crisis que sea algo más que un conjunto de medidas dispersas que, aunque necesarias, no están coordinadas y no consiguen reducir incertidumbre ni generar confianza.
Pero antes de entrar en la cuestión del liderazgo político del Gobierno permítanme un comentario sobre la crisis de la economía española.
Aunque lo parezca, la crisis financiera internacional no es la causa de la aguda recesión que está experimentando la economía española. Ha sido, eso sí, el desencadenante. Pero su mayor intensidad está causada por una especie de enfermedad asintomática que estaba tapada por la euforia de una década de crecimiento espectacular. Sin embargo, conocíamos sus síntomas: baja productividad, elevada inflación diferencial y, especialmente, un fuerte déficit comercial -el 10% del PIB, el mayor del mundo-, y su reverso, un elevado endeudamiento exterior que servía para financiarlo.
Sea cual sea la salida a la crisis bancaria y a la sequía de crédito, el Gobierno tiene que afrontar tres retos. Primero, evitar que la crisis se transforme en una recesión profunda, larga y dolorosa, especialmente en términos de desempleo. Segundo, fomentar acuerdos estratégicos para mejorar la productividad y promover nuevas especializaciones productivas capaces de aumentar la competitividad y generar empleo de salarios elevados. Y tercero, modular los efectos colaterales negativos que pudiese tener el elevado endeudamiento de grandes empresas inmobiliarias e industriales con la banca.
El objetivo prioritario a corto plazo tiene que ser el evitar una anorexia del consumo y la inversión. Las recesiones profundas no son la penitencia a pagar por el pecado de los excesos del crecimiento. Atribuir un sentido moral a la recesión es una creencia conservadora. Las recesiones lo único que traen son consecuencias sociales y políticas devastadoras, especialmente el desempleo. La función de los gobiernos es evitarlas.
La capacidad de destrucción de empleo de esta crisis es elevada. Para tener una idea del riesgo es útil la comparación con la recesión de 1992-93. En aquella ocasión el PIB cayó desde el 3,8% en 1991 al -1% en 1993; es decir, 4,8 puntos. Y el desempleo pegó un brinco enorme, que lo llevó a un techo del 23%. Ahora las previsiones de analistas independientes hablan ya de un desplome del PIB que van desde el 3,8% de 2007 al -1,5 o -1,8% en 2008. Es decir, una caída de 5,8 puntos en dos años. La mayor en nuestra historia. Y los pronósticos sobre el desempleo son proporcionales a la intensidad de la recesión, especialmente en el sector inmobiliario.
El ajuste es inevitable y las empresas han de tener flexibilidad para adaptarse a la nueva situación del mercado. Pero no da igual la forma en que se aborde. No es lo mismo que se produzca bajo fórmulas del "sálvese quien pueda" o del "todos contra los más débiles", a que se lleve a cabo mediante una solución cooperativa que amortigüe y distribuya equitativamente el coste del ajuste y del cambio productivo.
Ahora bien, una solución cooperativa que implique a empresarios, trabajadores y administraciones exige liderazgo. Requiere que alguien tome sobre sus espaldas la responsabilidad y la tarea de poner de acuerdo a todos los actores ante unos objetivos y una "hoja de ruta". Esa tarea corresponde a la política y a los políticos. En primer lugar, al Gobierno.
Pero el Gobierno y su presidente han tenido un comportamiento curioso. Al principio negó la existencia de crisis y mostró una complacencia exagerada en la inmunidad de la economía española al virus de la crisis. Después utilizó eufemismos, como el definirla como un "periodo de especiales dificultades". Ahora practica un hiperactivismo de medidas orientadas a proteger intereses de grupos concretos, pero que no hacen emerger un interés general, no muestran cuál es la "política" que hay detrás de esas políticas. Esto debilita la confianza en su liderazgo.
Decía Winston Churchill que los norteamericanos son reacios a tomar medidas frente a los nuevos problemas, pero que cuando no tienen más remedio acaban haciendo bien lo que tienen que hacer. Quizá nuestro presidente es un norteamericano honorario al que hay que darle tiempo. Pero la verdad es que tiempo no hay mucho si queremos evitar un elevado desempleo y el colapso del consumo.
No es función de un economista decir lo que han de hacer los políticos. Pero sí podemos decir algo acerca de los efectos de las diferentes formas de enfrentarse a los problemas.
El gobierno de esta recesión será más complicado que el de las anteriores. No disponemos de la política monetaria. Tampoco de la palanca del tipo de cambio para ganar competitividad. Nos queda la moderación salarial. Pero sería injusto y políticamente imposible hacer descansar todo el ajuste en los salarios y el desempleo.
Una solución ideal podría ser una política que se apoye en cuatro columnas: 1) acuerdos sobre flexibilidad y moderación salarial -con algún tipo de acuerdo sobre salario mínimo y salarios no monetarios-; 2) compromiso de las empresas en inversiones en mejoras de productividad; 3) una política fiscal y presupuestaria activa orientada a mantener empleo y evitar la asfixia del consumo; y 4) una mayor capacidad de financiación pública de las infraestructuras y del tejido empresarial existente.
Una política de este tipo tiene la ventaja de que evita la estrategia del "sálvese quien pueda", da coherencia a las medidas parciales, genera confianza y permite a empresarios, trabajadores y administración reducir incertidumbre y crear expectativas ciertas sobre el comportamiento de unos y otros. No es una política fácil. Exige liderazgo político. Pero ya lo hicimos con éxito en los llamados Acuerdos de la Moncloa de 1977. No se trata de copiar los contenidos de esos acuerdos, sino de aprender del proceso que hizo posible aquella experiencia exitosa.
Esta crisis es el test del liderazgo político de José Luis Rodríguez Zapatero. Hablando de la crisis de los años 80 y de la reconversión industrial, Felipe González ha dicho que "no se sabe cuál es la calidad de un gobernante hasta que no se enfrenta a una crisis", y que "un gobierno socialista no tiene por qué ser un gobierno estúpido, sino afrontar la crisis y abrir vías de esperanza". Y no se abren vías de esperanza sólo con un activismo al que le falta hilo conductor y hoja de ruta. Es necesario un liderazgo político capaz de generar una solución cooperativa a la crisis económica que vaya más allá de las medidas parciales y haga emerger un interés general. El bien común.
Y en estas estamos, esperando el liderazgo del Gobierno.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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