Esto no es una taberna
"¿Qué tal ha estado?", preguntó el director a los periodistas que regresaban de una comida con el importante político. "Muy bien, a nuestra altura", respondió uno de ellos. "Pues a mí no me ha parecido que haya estado tan mal", matizó otro.
La opinión que los periodistas tienen de los políticos es similar a la que tienen de su propio gremio, pero algo mejor que la que los políticos tienen del suyo, según se deduce cómo se tratan entre sí. Un trato que obligó no hace mucho al presidente del Congreso, Manuel Marín, a aclarar: "Esto no es una taberna".
Marín, que ayer presidió un homenaje al diputado del PP Gabriel Cisneros, recientemente fallecido, se va ofendido por la falta de tacto de quienes le buscaron sustituto antes de tiempo y hastiado por el sectarismo que domina la política española. Apenas hay otro debate político que el mantenido, por persona interpuesta, en las tertulias de radio y televisión; pero también en ellas se ha impuesto el griterío de trinchera.
En todos los países hay broncas entre la derecha y la izquierda, pero existe un reconocimiento entre los adversarios: no se llaman fascista entre sí, ni a nadie se le ocurre comparar un recurso de inconstitucionalidad con un golpe de Estado. La banalización de esos términos es un síntoma del infantilismo dominante.
Falta sentido de la continuidad del Estado democrático. Aznar no es el sucesor de Carrero Blanco, sino el de Felipe González como presidente. Por eso, y con independencia de las objeciones que puedan plantearse en el ámbito de la política exterior, estuvo en su papel el Rey ("símbolo de la unidad y permanencia" del Estado) al exigir que se dejase hablar al presidente Zapatero precisamente cuando defendía que Aznar, su antecesor, no es ningún fascista. Y estuvo en el suyo Aznar al agradecer a ambos esa defensa.
En los dos bandos hay quienes se encuentran a gusto instalados en el sectarismo, pero también otros que comparten con muchos ciudadanos el hartazgo que les provoca. Apenas hay encuestas que indaguen sobre la dimensión de ese hastío, pero el principio de acuerdo sobre el modelo territorial alcanzado por Zapatero y Rajoy en enero de 2005 fue recibido con tanta satisfacción como decepción provocó su casi inmediata ruptura. En un estudio de la Fundación Víctimas del Terrorismo presentado la semana pasada, el 61% admite que las divisiones entre los partidos producen tensión en su entorno personal. El 85% de los votantes del PSOE y el 80% de los del PP consideran indispensable el acuerdo entre ambos partidos en política antiterrorista; pero sólo el 30% lo ve probable.
El sectarismo cruzado ha cuajado en mensajes excluyentes. Aparte de Ciutadans en Cataluña, el único partido constitucional es el PP, sostenía hace poco un muy conocido portavoz del Foro Ermua en un artículo periodístico. Si así fuera, no sería posible la democracia: no habría posibilidad de alternancia en el marco constitucional. Los intentos de condenar al ostracismo político al PP (incluso mediante compromiso ante notario) responden a la misma mentalidad excluyente.
No basta con determinar quién empezó la bronca o quién es más culpable de que siga; es exigible que ambos partidos (y no sólo el de los otros) se desarmen de tanto sectarismo y recompongan el consenso sobre las cuestiones básicas, como ocurre entre Gobierno y oposición en la mayoría de las democracias. Sin disenso y confrontación política no hay democracia, pero la que hay es muy imperfecta si no hay acuerdo sobre nada. El deseable entre PP y PSOE habría permitido evitar los desbordamientos del marco en las reformas estatutarias, lo que habría ahorrado muchas tensiones actuales.
De su aval a la teoría conspiratoria a sus recursos de inconstitucionalidad contra toda ley que no hubiera votado, el PP ha cometido grandes errores, pero tal vez el más grave haya sido su renuncia a hacer valer sus 10 millones de votos para exigir ser tenido en cuenta en la negociación de las reformas. Ha preferido oponerse a todo para poder denunciar luego el resultado con gran escándalo. Eso ha favorecido el sectarismo del núcleo duro del PSOE, que ha hecho más caso a las presiones de aliados inseguros (o de un concejal) que a las recomendaciones del Consejo de Estado sobre las reformas territoriales o sobre la denominación del matrimonio homosexual, por ejemplo.
Tanto Zapatero como Rajoy se han comprometido a no pujar por la presidencia si su partido no es el más votado. Rajoy ha explicado que ese compromiso implica el de facilitar la investidura del candidato rival, para que no dependa de "las exigencias nacionalistas". Por otra parte, ha planteado al PSOE un pacto para reformar la Constitución en el sentido de cerrar definitivamente la configuración del Estado autonómico.
Más que cerrar nada, lo que cabría es abrirla en ambas direcciones, como han hecho los alemanes. Que pueda haber mayor descentralización donde la experiencia lo aconseje, pero que también sea posible la recuperación pactada por el Estado de competencias cuya dispersión se ha revelado negativa. Un acuerdo PP-PSOE sobre una reforma en esos términos podría ser la base de un pacto de legislatura entre ellos; no para excluir a los nacionalistas, pero sí para poner freno por una temporada a su tendencia a ignorar los límites. España no es una taberna, y menos una herriko-taberna.
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