Blázquez, verdad con amabilidad
Cuando lo contemplas junto al retrato del siempre presente Cardenal Tarancón, quien parece mirarle con un toque de fina ironía levantina desde la solidez del báculo dominante, lo descubres investido de una evidente serenidad, como si el contexto en que se mueve este obispo español fuera otro absolutamente diferente al que le presiona sin descanso. Entre tantos gritos y voces crispadas a diestra y siniestra, tanto en la sociedad civil como en la eclesial, Ricardo Blázquez, Obispo de Bilbao y Presidente de la Conferencia Episcopal Española(CEE), se mantiene inalterable, como si hubiera puesto toda su seguridad en el Señor que le llamó a tales responsabilidades y él se limitara a instrumentalizar sus deseos históricos. Pero sobre todo, sus ojos, pequeños e insistentes, lanzan una mirada clara y distinta, capaz de afirmar quién sea él mismo sin veladuras, pero también el deseo de no transmitir prepotencia alguna a un posible interlocutor. Hay una cierta modestia en este icono episcopal, que le confiere una dominante dignidad. Y en este momento y en España, a muchos gusta una imagen episcopal tan discreta como serena.
Elegido Presidente de la CEE en el año 2005, tras una reñida votación con Monseñor Rouco como complementario protagonista, y tras unos años que coinciden con la llegada al poder del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, se planta el 19 del presente noviembre como líder de la CEE con un discurso de apertura de la XC Asamblea Plenaria, que suscita comentarios de todo tipo en la sociedad eclesial pero también en la civil. Con sus palabras, Monseñor Blázquez sobrevuela el ruido ambiental que a todos domina, incluidos determinados sectores eclesiales reacios al auténtico diálogo con los signos de los tiempos, y propone una serie de ítems absolutamente relativos al momento presente a todos los niveles pero muy expresamente a niveles eclesiales.
Propone con claridad, desarrolla con valentía y sugiere pistas de futuro pastoral que afectan a todos los católicos en cuanto tales: beatificaciones de los mártires de la guerra incivil, la Iglesia en España y su Pastoral de migraciones, el centenario del Cardenal Tarancón y, en fin, la visita que hace 25 años realizó Juan Pablo II a España. El presente más objetivo sin evitarse dominios resbaladizos, con un estilo literario transparente y una hondura de reflexión inapelable. Monseñor Blázquez ha dicho lo que deseaba decir en un momento delicado de la vida eclesial española. A nadie, pues, debiera quedarle duda sobre el dinamismo a desarrollar en el futuro. A no ser, como pudiera suceder, que se discrepe de todo lo dicho por este prelado de inteligencia dialogante desde la serenidad.
Dice José Lorenzo, redactor jefe de VIDA NUEVA, que lo más llamativo, junto a la invitación a que la Iglesia pide/a perdón por cuanto hiciera mal en los feroces años treinta, es la reivindicación del Cardenal Tarancón, sobre todo cuando el centenario de su nacimiento ha resultado casi marginado en tantos sectores de nuestra Iglesia. Porque «entre los momentos históricos vividos por Tarancón y éstos que le han tocado a Blázquez se da una similitud profunda, si bien con matices distintos: en ambos casos se trata de momentos difíciles y lógicamente las tareas episcopal también son difíciles». Tan lejanos entre sí en temperamento y en personalidad, un Tarancón levantino y un Blázquez abulense, tan extrovertido el primero y tan tímido el segundo. Pero ambos hombres de Iglesia donde los haya, al servicio de la sociedad desde esa misma Iglesia.
Tres frases, en opinión de muchos observadores, concentran la sustancia del discurso del Presidente Blázquez:
Primera: «Deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro lado de los frentes trazados por la guerra».
Segunda: «Un inmigrante no es sólo mano de obra para producir; es, ante todo, una persona, miembro de una familia, hermano nuestro, hijo de Dios».
Tercera: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!» palabras de Juan Pablo II en su viaje a España en 1982.
Y las tres citas se consuman en esta otra referida a la figura emblemática del Cardenal Tarancón: «El Cardenal Tarancón buscó siempre la concordia, respetando la pluralidad y fomentando el diálogo. Con buen instinto, supo rodearse de valiosos colaboradores. Sin olvidar el pasado, miraba al futuro y por ello confiaba en las nuevas generaciones y les daba la palabra. Afirmaba que la Iglesia veía con buenos ojos la llegada de la democracia y el pluralismo que le es inherente».
Purificación de la memoria
Porque este discurso, además de la específica reflexión sobre las convulsiones provocadas durante nuestra guerra incivil, incluye una fortísima llamada a la reconciliacióde todos y de todas, mediante una purificación de la memoria para que ésta no resulte selectiva y, en consecuencia, reproduzca las confrontaciones que todos deseamos dar por cerradas de una vez entre los españoles. Y es en este sentido, sobre todo, en el que la referencia al Cardenal Tarancón es relevante. No en vano, el hombre de la transición eclesial, junto al siempre recordado Pablo VI, permanece como ejemplo del humanismo cristiano más dialogante, a la vez que firme defensor de los derechos de la Iglesia en momentos de grave tensión con las autoridades políticas. Seguramente y a imagen y semejanza del Cardenal ahora ya retratado en la sede de la CEE, Monseñor Blázquez se ofrece como un Presidente y obispo favorecedor de un diálogo transparente entre Iglesia y Estado, sin olvidar jamás los derechos de Dios en una sociedad secularizada y bastante secularista. Que ahí está la gracia de la sugerencia.
Y en esta dialéctica blazquiana, que probablemente es la dialéctica de la Encarnación del Cristo de Dios, se hacen presentes los inmigrantes como los más débiles del momento y el recurso a Jesucristo como referente definitivo: nuestros obispos como colectividad pero también como individualidades tienen la obligación de que la sociedad civil y hasta la política se sienta llamada a abrir las puertas a Cristo, porque ese Cristo les sea entregado por la Iglesia con su alto grado de exigencia pero también en plenitud de su inmensa misericordia. Lo que solamente puede conseguirse en un clima dialogante y fraterno. Después, tales sociedades verán desde su libertad. Pero Monseñor Blázquez insiste en las condiciones de posibilidad que dependen de la Iglesia y de los creyentes españoles, toda vez que ella y que ellos hayan abierto, previamente y sin miedo, sus propias puertas al Señor Jesús.
Queremos cerrar estas líneas sobre un discurso histórico, con dos testimonios de personas en la base de nuestra Iglesia, que han recogido las palabras del Presidente de la CEE. De una parte, las de Lucía Ramón, profesora de Teología en la Cátedra de las Tres Religiones en la Universidad de Valencia, que nos dice: «Aplaudo esta llamada al diálogo, si bien creo que Monseñor Blázquez lo tiene difícil... Seguramente y a través de sus repetidas experiencias en Euskadi, haya aprendido la urgencia y necesidad del diálogo, que en definitiva responde a ser capaz de hacerse cargo de la realidad y reaccionar con palabras constructivas para encontrar soluciones viables. En fin, estar lejos de Madrid, donde tantas cosas se cuecen, puede tener sus inconvenientes para un rol semejante, pero también crea la distancia necesaria para salirse de tanta crispación y contemplar las cosas con mayor objetividad. Lo más importante es que Monseñor Blázquez sepa que en esta tarea no está solo: muchos estamos con él».
Por su parte, Carlos García de Andoin, durante largos años Director de Formación de Laicos en la Diócesis de Bilbao, comenta: «Don Ricardo es la verdad con amabilidad. Siempre fiel a la doctrina eclesial definida, es capaz de ocupar el espacio restante, que es mucho, con espíritu dialogante y muchísimo sentido común. Don Ricardo sabe moverse perfectamente bien en ese ámbito que cae bajo el hálito de la prudencia... Profundamente creyente, vive su ministerio sin ambición de poder alguna y lejos de cualquier actitud mesiánica. Seguramente, hace suyas esas palabras tan bíblicas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó», sin mayores dramatizaciones».
Por nuestra parte, cuanto llevamos escrito no pretende ni enfatizar la personalidad de Monseñor Blázquez de cara a futuras elecciones en el seno de la CEE, porque nos parecería mezquino en estos momentos, ni disminuir la de otros prelados también excelentes. Solamente hemos pretendido, y esto con evidente contundencia, hacer llegar a los lectores la trascendencia de un discurso, y por supuesto de su autor, que ojalá se repartiera en todas las iglesias españolas. Porque la práctica de la verdad con amabilidad se hace cada vez más urgente para todos. Creyentes y no creyentes.
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