Arrasate, un mundo perfecto
Mondragón-Arrasate es el piso piloto del mundo soñado por el nacionalismo vasco. Allí fue asesinado ayer Isaías Carrasco, trabajador español, nacido en Zamora y militante del Partido Socialista de Euskadi.
A Isaías Carrasco le ha matado ETA. Era un hombre sencillo, sin nada que le hiciera destacable, salvo para sus amigos y su familia, apartado de la política, donde había residido de forma casual (valiente, pero casual) hasta que se cansó, porque prefería, como es razonable, ser un trabajador normalito y pasar la jornada laboral en lo suyo sin tener que llamar la atención ni llegar a casa todos los días encabronado con las cosas de los compañeros del Ayuntamiento.
Pero Isaías reunía dos características que le convertían en un objetivo terrorista: era muy fácil matarle y se parecía a casi cualquier persona de su pueblo. Porque era un trabajador español. De Zamora, para ser exactos. Esto no suele destacarse cuando se cuenta la vida de los que la pierden a manos de los terroristas nacionalistas. O sea, que el muerto tiene que ser español. No del Estado, que es una inconcreción, sino de un país que se menciona poco en el País Vasco. Más preciso, para renuentes al entendimiento: no hacía falta que fuera un patriota español, bastaba con que fuera de ese sitio.
En un lugar como Mondragón (o Arrasate, como cada uno prefiera decirlo), eso no es ninguna tontería. En Arrasate, el concejal de Cultura fue sorprendido por la policía de Tráfico cuando borraba con pintura negra los topónimos que identificaban la localidad con Mondragón, para que quedara sólo el euskaldún. En Arrasate-Mondragón hay una alcaldesa que se presentó detrás de las siglas de ANV y que todo el mundo en el pueblo sabe que era de Herri Batasuna. En Arrasate-Mondragón hay una gran parte de ciudadanos que vienen de Zamora, como Isaías, o de La Serena, en Badajoz, que llegaron allí hace más de cuarenta años y contribuyeron, estudiando, formándose, siendo cada vez más listos y más hábiles, a que el pueblo se hiciera rico, un auténtico emporio, en el que residen empresas como Eroski y sus derivados industriales, como Fagor y otras espléndidas factorías de producción de electrodomésticos y máquinas herramienta.
Mondragón-Arrasate es, en cierta manera, la perfección del soñado mundo del nacionalismo vasco, el piso piloto. Ese mundo donde se aúnan el ingenio de la raza, su capacidad creativa, su inmensa fortaleza de espíritu, con la creencia en la superioridad mítica. Allí, antes de que hubiera industria, crecían valerosos vascones que cazaban osos y se los comían junto con su familia en un entorno idílico que cantan hoy los subvencionados escritores en euskera. Después llegaron los españoles y destrozaron la Arcadia feliz. Pero los vascos originarios supieron imponerse a la insoportable modernización y se hicieron los mejores y más competitivos de todos los habitantes del continente europeo, en el que eran los más antiguos, aunque consiguieron escaparse de enfermedades tan groseras como la romanización. (Esta descripción está en los textos básicos del nacionalismo vasco, no es una invención del articulista).
¿Qué pasa ahora en Arrasate-Mondragón? Pues es muy sencillo, que sobran los Isaías. ETA lo sabe bien, sabe a quién mata. No es sólo que no tenga capacidad mayor, ni es sólo que se vea incapaz de competir con el terrorismo islamista. ETA se carga a Isaías porque sobra, porque no encaja en el esquema del mundo perfecto.
Y con la elección de Isaías está dando un mensaje complejo que tiene como receptores a todos los ciudadanos españoles, a los que quiere contar que sigue existiendo, que tiene capacidad de matar (para lo que hace falta tan sólo una pistola y un tipo que no tenga en su cerebro ni en su corazón nada que se lo impida). Pero también tiene otros receptores, que son los nacionalistas vascos; para ser exactos, todos los nacionalistas que habitan España.
¿Cuál es el mensaje? Es obvio, por mucho que nos siga costando creerlo tras cuarenta años de terrorismo. Se trata de hacer que nos rindamos, de que entremos de una vez por todas en razón. Una cosa es haber nacido en Zamora y otra muy distinta no aceptar, con las condiciones que le pongan a uno, que se forma parte de la comunidad que le ha acogido a uno. Isaías era, pese a su sencilla posición social, un tipo de Zamora que militaba en el Partido Socialista de Euskadi. O sea, que estaba en una empecinada y radical posición que le igualaba a sus compañeros de partido y a los más de mil votantes del Partido Popular que hay en Mondragón-Arrasate, a los que nadie conoce porque nunca se pueden identificar en un bar ni en la tienda de ultramarinos.
Isaías lo cantó en un mal día. Dijo que sí a la propuesta de figurar en una lista electoral. Y no se marchó del pueblo porque pensaba que eso no era suficiente como para que ningún vecino le pegara un tiro en la nuca. Porque él creía que ser concejal y votar las propuestas sobre urbanismo, medio ambiente o la recogida de basuras eran cosas normales, que tenían que ver con la convivencia y el orden cotidiano.
Isaías no sabía lo que sabe el lehendakari. Porque Ibarretxe lo sabe de sobra. Ibarretxe acudió en su momento a la sala de espera de la UCI donde José Ramón Recalde intentaba salir vivo del tiro que le había machacado la mandíbula, y le explicó a la mujer del ex consejero de Educación del primer Gobierno vasco que era intolerable que en una sociedad donde se podía comer tan bien, se podían contemplar paisajes tan sublimes y había un nivel de vida tan bueno, alguien perturbara la vida cotidiana pegándole tiros a la gente.
La imagen de Ibarretxe saliendo del hospital donde el cuerpo de Isaías había ido a parar era patética: abrazaba con pesar al líder de su partido, Íñigo Urkullu. Estaban los dos al borde de las lágrimas. Y comentaban a la prensa que ETA ha perdido el norte. Porque su mundo perfecto se había quebrado una vez más. Los mensajes posteriores serían los de siempre: los del equilibrio, los del enorme padecimiento que a los vascos de veras les provoca esa simétrica amenaza que son los salvajes asesinos de ETA y los empecinados españoles que no acaban de entender que todo sería más fácil si admitieran de una vez que Euskadi es otra cosa, que Euskadi no es de ellos, sino de los vascos de buena voluntad y Rh negativo, que no vivirían un conflicto tan terrible y sanguinario si no fuera porque unos y otros se empecinan en no reconocer la realidad trascendente de un pueblo.
Ibarretxe es un experto en estos trances: ya nos lo dejó claro cuando unos etarras mataron a Fernando Buesa, o cuando dieron un tiro en la cara a Joseba Pagaza. Él es capaz de sobrevivir a los dos extremismos, al de los que asesinan y al de los que se obstinan en reclamar que lo primero es la libertad y mucho después la identidad.
Isaías se creía que tenía derecho a vivir en libertad en un país como España, donde la ley impera en casi todo el territorio. Pero a él se le olvidó el casi.
Hoy estamos de luto por Isaías. Y ya no discutimos sobre propuestas educativas, de organización de la salud pública, o sobre política exterior. Sólo nos lamentamos por su muerte. Y nos volvemos a pelear en las tabernas en torno a la esencia del "conflicto" vasco. Pero no hablamos de lo de verdad, de lo que tampoco se habla allí en voz alta, de que hay un trozo de Europa donde no hay libertad, donde los que reciben amenazas no están en el Gobierno, sino en la oposición. Y donde los que mandan explican sin sonrojarse que son simétricos el terrorismo y la defensa de la libertad.
Mondragón-Arrasate era el lugar perfecto. Isaías, el blanco adecuado. Porque allí se encarna el mundo perfecto del nacionalismo, donde sobran los Isaías.
De paso, nos han destrozado el final de la campaña. Porque tenían que estar en ella. Y hemos picado.
Jorge M. Reverte es escritor y periodista.
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