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Más pobres que nunca

Más pobres que nunca


Paul Collier, profesor de economía en Oxford, explica en ’El club de la miseria’ (editorial Turner) por qué, pese a que el progreso llega también al Tercer Mundo, hay aún mil millones de personas que viven en condiciones de extrema pobreza


El Tercer Mundo se ha reducido. Durante los últimos cuarenta años, el desafío del desarrollo consistió en el enfrentamiento entre un mundo rico de mil millones de personas y otro pobre de cinco mil millones. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio fijados por las Naciones Unidas para supervisar el progreso en materia de desarrollo hasta 2015 sintetizan ese enfoque. Sin embargo, cuando lleguemos a 2015, esta forma de considerar el desarrollo se habrá quedado obsoleta. La mayoría de esos cinco mil millones, un 80%, vive en países que, efectivamente, están desarrollándose, y con frecuencia a una velocidad increíble. El verdadero desafío del desarrollo viene planteado por la permanencia en los últimos puestos de la economía mundial de un grupo de países rezagados y, en no pocos casos, sumidos en un estrepitoso fracaso.

Este auténtico club de la miseria convive con el siglo XXI, pero su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia. La inmensa mayoría de sus miembros se concentra en África y Asia central, a los que hay que añadir algunos casos aislados en otras latitudes. Incluso en la década de 1990, que en retrospectiva se antoja una etapa dorada entre el final de la guerra fría y los atentados del 11 de septiembre, las rentas en ese grupo disminuyeron en un 5%. Tenemos que acostumbrarnos a invertir las cifras a las que estábamos habituados: ahora hay un total de cinco mil millones de personas que ya son prósperas o, cuando menos, van camino de serlo, y mil millones que están estancadas en la miseria.

Es un problema importante, y no sólo para esos mil millones de personas que viven y mueren en condiciones propias de la Edad Media, sino también para nosotros. El mundo del siglo XXI, este mundo de bienestar material, viajes internacionales e interdependencia económica, será cada vez más vulnerable ante estas grandes bolsas de caos económico y social. Y el problema es importante ahora mismo, pues, a medida que los países del club de la miseria se vayan descolgando de una economía mundial cada vez más compleja, la integración les resultará cada vez más difícil. Sin embargo, éste es un problema que los que se dedican al desarrollo, tanto en su vertiente empresarial como en la propagandística, se niegan a reconocer. La vertiente empresarial la integran los organismos de cooperación y las compañías que obtienen los contratos para los proyectos de las primeras. Ambos se oponen, con tenacidad de burócratas que ven peligrar su estatus, a la tesis que vengo formulando, pues prefieren que las cosas se queden tal como están. Una definición de desarrollo que englobe a cinco mil millones de personas les da vía libre para introducirse en todas partes o, mejor dicho, en todas partes menos en el club de la miseria. Ahí, en el furgón de cola de la economía mundial, las condiciones son bastante duras. Todos los organismos de desarrollo tienen dificultades para que su personal acepte trabajar en Chad o en Laos; los destinos más glamourosos son China o Brasil. El Banco Mundial tiene grandes oficinas en todos los países de renta media de cierta importancia, pero ni un solo funcionario en la República Centroafricana. Así pues, que nadie espere que el brazo empresarial del desarrollo vaya a cambiar de enfoque por iniciativa propia.

La propaganda del desarrollo la generan las estrellas de rock, los famosos y las ONG, y, dicho sea en su honor, sirve para centrar la atención en la situación desesperada de los miembros del club de la miseria. Gracias a su labor, África figura en la agenda del G-8. Sin embargo, este brazo propagandístico del desarrollo, obligado a generar eslóganes, imágenes e indignación, no tiene más remedio que simplificar sus mensajes. Por desgracia, aunque la penosa situación de los mil millones más pobres del mundo se presta a simplezas moralizantes, las soluciones exigen algo más. Estamos ante un problema que debe abordarse mediante varias medidas simultáneas, algunas de ellas aparentemente contrarias al sentido común, y no podemos basar la estrategia en esta especie de farándula del desarrollo, que en ocasiones es todo corazón y nada de cabeza.

Por lo que respecta a los Gobiernos de los países más pobres, las condiciones imperantes propician los casos extremos. A veces sus dirigentes son psicópatas que han llegado al poder mediante el asesinato, otras veces son sinvergüenzas que lo han hecho a base de comprar a todo el mundo, y otras son personas valerosas que, por increíble que parezca, se empeñan en construir un futuro mejor para su país. En estos Estados, la apariencia de gobierno moderno no es en ocasiones más que una simple fachada, como si sus dirigentes representasen un papel teatral. Se sientan a las mesas de negociación internacionales, como la Organización Mundial de Comercio, pero no tienen nada que negociar. Ni siquiera cuando sus sociedades se van a pique dejan de ocupar esos sillones: años después de que el Gobierno de Somalia dejara de existir como tal, sus "representantes" oficiales todavía se presentaban en los foros internacionales. Por consiguiente, no cabe esperar que los Gobiernos de los países del club de la miseria vayan a unirse para formular estrategias de tipo práctico: se encuentran divididos entre héroes y villanos, y de algunos apenas si puede decirse que ejerzan un poder real. Para que en el futuro nuestro mundo sea habitable, los héroes deberán hacerse con la victoria, pero los villanos cuentan con las armas y con el dinero, y por ahora van ganando. Así seguirán las cosas a menos que cambiemos radicalmente de enfoque.

En su día, todas las sociedades fueron pobres, pero la mayoría está levantando cabeza; ¿por qué las demás no lo consiguen? La respuesta está en las trampas. La pobreza en sí no es una trampa; de lo contrario, todos seguiríamos siendo pobres. Visualicemos, por un momento, el desarrollo como una serie de toboganes y escaleras. En el moderno mundo globalizado existen algunas escaleras fabulosas: la mayoría de las sociedades las está utilizando para subir. Pero también hay unos cuantos toboganes, por los que se precipitan ciertas sociedades. Los países más pobres son una minoría sin suerte, y además están estancados. (...)

Esta brecha entre los mil millones de miserables y los demás países en vías de desarrollo, ¿ha existido siempre o se ha abierto porque los primeros se han quedado atrapados? Para averiguarlo hay que desglosar las estadísticas que se han venido usando en la descripción de aquellos que venimos catalogando como "países en vías de desarrollo". Pongamos un ejemplo hipotético. Prosperia es un país con una boyante economía que crece a un ritmo del 10%, pero tiene pocos habitantes. Catastrofia tiene una pequeña economía que decrece a un 10%, pero su población es numerosa. El método habitual, el que usa, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su publicación bandera, el World Economic Outlook, es calcular el promedio de cifras relacionadas con el tamaño de la economía de un país. En virtud de este método, la economía de Prosperia, grande y pujante, introduce un sesgo al alza y hace que suba la media, de tal forma que, considerados a la par, los dos países aparecen como economías en crecimiento. El problema es que este método describe lo que ocurre desde el punto de vista de la unidad de renta, no desde la perspectiva del individuo. La mayoría de las unidades de renta están en Prosperia, pero la mayoría de las personas están en Catastrofia. Si lo que queremos es describir cómo vive el habitante tipo de los países del club de la miseria, tendremos que manejar cifras basadas en la población de un país, no en su renta. ¿No da lo mismo? Si, tal y como sostengo en este libro, los países más pobres están efectivamente descolgándose del resto, la respuesta es que no, no da lo mismo, porque los promedios en función de la renta niegan toda importancia a estos países. La experiencia de sus habitantes no cuenta gran cosa precisamente porque son pobres: su renta es insignificante.

Si promediamos los datos como es debido, ¿qué nos encontramos? Los países en vías de desarrollo que no forman parte del club de la miseria, los cuatro mil millones que están en medio, han experimentado un crecimiento rápido y acelerado en materia de renta per cápita. Veámoslo década por década. En la década de 1970 crecieron a un 2,5% anual, un ritmo esperanzador pero no extraordinario. En las décadas de 1980 y 1990, el crecimiento se aceleró hasta llegar a un 4%. Durante los primeros años del presente siglo volvió a acelerarse hasta el 4,5%. Puede que estos índices no resulten sensacionales, pero no tienen precedentes en la historia. Significan que los niños de esos países van a tener unas vidas adultas radicalmente diferentes: siguen siendo pobres, ofrecen motivos para la esperanza: el tiempo juega a su favor.

¿Qué ha ocurrido, en cambio, con los países del club de la miseria? Analicémoslo de nuevo década a década. Durante la década de 1970, su renta per cápita creció un 0,5% anual, de modo que en términos absolutos mejoraban ligeramente, pero a un ritmo apenas perceptible. Dada la elevada inestabilidad de las rentas individuales en estas sociedades, lo más probable es que esa ligera tendencia general hacia la mejora haya quedado sepultada bajo los riesgos individuales. En el clima social habrán pesado más los miedos individuales a caer que la esperanza que pudiera derivarse del progreso de la sociedad en su conjunto. En la década de 1980, el rendimiento de los países más pobres del mundo empeoró muchísimo y sus economías decrecieron un 0,4% anual; en términos absolutos, a finales de esta década habían retrocedido al nivel de 1970. La única experiencia económica de quienes vivieron en estas sociedades durante ese periodo de veinte años fue la volatilidad: a unos les fue bien, y a otros, fatal. Desde el punto de vista del conjunto de la sociedad, no había ningún motivo para la esperanza. Entonces llegó la década de 1990 -ese intervalo entre la guerra fría y el 11 de septiembre-, que, visto ahora, se nos antoja una década dorada: la década de los cielos despejados y los mercados en auge. Para los mil millones del club de la miseria, sin embargo, no fue tan dorada: el ritmo de crecimiento negativo de sus países se aceleró hasta llegar al 0,5% anual, es decir, que al terminar el milenio eran más pobres que en 1870. (...)

No vamos a conseguir que la pobreza "pase a la historia" a menos que las economías de los países del club de la miseria empiecen a crecer, y no van a crecer sólo porque los convirtamos en Cuba. Cuba es un país igualitario, de renta baja y económicamente estancado, que cuenta con buenos servicios sociales. Si los países más míseros imitaran a Cuba, ¿solucionarían así sus problemas? Pienso que la inmensa mayoría de los habitantes de esos países -y hasta la inmensa mayoría de los cubanos- lo consideraría un fracaso sin fin. A mi modo de ver, de lo que se trata en materia de desarrollo es de infundir en la gente la esperanza de que sus hijos van a vivir en una sociedad que se ha puesto al nivel del resto del mundo. Si se acaba con esa esperanza, los individuos más inteligentes no dedicarán sus energías a desarrollar su sociedad, sino a escapar de ella, tal y como han hecho millones de cubanos. Para que esas sociedades alcancen al resto del mundo tendrán que aumentar radicalmente su ritmo de crecimiento. El hecho de que lleven tanto tiempo estancadas indica que va a ser una labor difícil. ¿Qué podemos hacer, aparte de preocuparnos?

El problema de los mil millones de habitantes del club de la miseria es grave, pero se puede solucionar. Es mucho menos imponente que los dramáticos problemas que se superaron en el siglo XX: las enfermedades, el fascismo y el comunismo. Eso sí, como todos los problemas serios, es complicado. El cambio tendrá que originarse en el interior de esas sociedades, pero las medidas y las políticas que nosotros adoptemos ayudarán a que las iniciativas propias tengan más probabilidades de acometerse y fructificar.

Vamos a necesitar un abanico de herramientas políticas para animar a los países más míseros a adoptar medidas que propicien el cambio. Hasta ahora hemos usado mal esas herramientas, luego hay un amplio margen para la mejora. El principal reto es que requieren la participación de diversos agentes gubernamentales, y éstos no siempre se muestran dispuestos a colaborar. Las cuestiones de desarrollo se han encomendado tradicionalmente a los organismos de cooperación, que ocupan uno de los últimos lugares en la jerarquía de casi todos los Gobiernos. El Departamento de Defensa de Estados Unidos no está dispuesto a seguir las recomendaciones de su Agencia de Desarrollo Internacional. El Ministerio de Comercio e Industria británico no va a hacer caso al de Desarrollo Internacional. Para llevar a cabo una política coherente de desarrollo hará falta adoptar un enfoque que englobe a todo el Gobierno. Este nivel de coordinación exige que los jefes de gobierno presten atención al problema, y comoquiera que el éxito depende de muchos más factores que de lo que haga Estados Unidos o cualquier otro país por separado, será necesaria la acción conjunta de los principales Gobiernos del mundo. El único foro donde los líderes de estos Gobiernos se reúnen de manera periódica es el G-8. Abordar el problema de los mil millones de miserables es un asunto ideal para el G-8, pero supone emplear todo el abanico de políticas disponibles y, en consecuencia, ir más allá de lo acordado en la cumbre de Gleneagles de 2005, donde los líderes de los ocho países miembros se comprometieron a duplicar los programas de ayuda. África volvió a figurar en la agenda de la cumbre que el G-8 celebró en Alemania en 2007. "África +" debería permanecer en la agenda del G-8 hasta que los países del club de la miseria se liberen de las trampas que impiden su desarrollo. Este libro establece un plan de acción eficaz para el G-8. -

Paul Collier es profesor de economía en Oxford.


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