El tigre chino asusta
Hace tiempo que despertó China, el gran tigre dormido. Aún es una potencia mediana y vulnerable, pero ambiciosa, que lucha por ser un superpoder y que inquieta a sus vecinos, a Europa y a EE UU. Harry G. Gelber ilustra en El dragón y los demonios extranjeros (RBA) una evolución que marcará el futuro del mundo
China continúa viéndose a sí misma como única: una cultura sutil y brillante que reclama su derecho a un lugar en la mesa internacional de los notables. Hay muchos factores que apoyan este criterio. China sigue siendo una antigua civilización, fascinante en muchos aspectos, que engloba dentro de un Estado-nación una quinta parte de la población mundial. Por otro lado, ha sido excepcionalmente competente durante muchos siglos en el arte de la política y la diplomacia, sabiendo convencer a otros de que por su autoconfianza, tamaño y población, también es una gran potencia que tiene derecho a decir al mundo, tras salir de dos siglos de debilidad y trauma, como Enrique IV dijo a Falstaff: "No pienses que soy lo que antes era".
En esa firme aspiración de poder y categoría, China dispone de dos buenas cartas. Una es la forma en que sigue hechizando al extranjero; la otra, y la más eficaz diplomáticamente, es la paciencia china. Por el momento, China es ambiciosa pero vulnerable, con un sentimiento de agravio, pero segura hasta el extremo de la arrogancia, y su gran protagonismo va en aumento. Ahora, China incluso tiene mayor presencia internacional y su crecimiento demográfico y económico hace que algunos caigan en la tentación de pensar que va a ser un gran rival de Estados Unidos, como predijo Garnet Wolseley hace más de un siglo. Sin embargo, por el momento carece de medios para poder hacer algo parecido, y seguirá careciendo de ellos durante bastante tiempo. En el índice por habitantes, la mayoría de los chinos son muy pobres, la estructura política y social es anticuada, adolece de un sistema financiero global y, en muchos aspectos, de garra económica. Dista mucho de contar con una política industrial o inversora organizada y coordinada, incluso interna, y menos aún para operaciones exteriores. En vez de ser líder tecnológico, sigue siendo dependiente tecnológicamente y no cuenta con mucho "poder blando" más allá de su inmediata periferia. Pese a la fascinación y el fulgor general del arte, el teatro y la danza china, y, por supuesto, de su desarrollo, el estilo de vida chino no ha suscitado una especial imitación en otros países. Las nuevas clases medias, y en particular los nuevos ricos, dan patentes muestras de preferir el modo de vida occidental, oyen música occidental y ven películas occidentales; mientras que son pocos los que en las capitales de Occidente desean vivir según las pautas culturales chinas. China tampoco plantea ningún reto ideológico o religioso a Occidente, y desde el declive del maoísmo no ha mostrado deseos de hacerlo. No tiene una ideología que difundir y menos aún una fuerza militar o naval moderna con clara capacidad de proyección exterior. Ni siquiera tiene -o al menos no ha articulado- una visión clara, coherente y plausible de su futuro papel internacional.
En realidad, China es una potencia mediana, pero con grandes posibilidades de alcanzar un importante protagonismo internacional. De momento sería un error confundir la posibilidad de una gran China del mañana con las realidades de la China actual. Ha asumido en poco más de un siglo el cambio de ser un imperio en el centro de su propio orden del universo a ser, formalmente, un Estado-nación al estilo occidental. Desde la muerte de Mao, su política exterior ha sido con frecuencia de un pragmatismo perspicaz, y es muy posible que siga siéndolo. De momento, la nueva China seguirá concentrándose en sus zonas fronterizas, o el "cercano extranjero", según la expresión rusa. Incluso en el supuesto de un regreso de Taiwan a la madre patria, Mao le comentó a Nixon en su primera entrevista: "Podemos vivir sin ellos de momento, y dejarles que vengan dentro de cien años". Sin embargo, hace poco, el primer ministro Wen Jibao hizo hincapié en que la reunificación era "más importante que nuestras vidas", lo cual tampoco implicaba un plazo de tiempo. Posiblemente, los vínculos económicos entre Taiwan y la República Popular China harán perder relevancia a la política de unificación, y más aún si la República Popular China se descentraliza en mayor medida. Por lo demás, Pekín continuará insistiendo en cada una de sus otras reivindicaciones territoriales, en su firmeza imperial al tratar con renovada impaciencia, sobre todo de los musulmanes y de sus zonas de la periferia occidental.
En Corea, China tratará de evitar posibles acontecimientos casi igualmente indeseables. Uno sería la caída de Corea del Norte, que acarrearía un aluvión de refugiados a través de sus fronteras. Otro sería una nueva guerra en Corea. O la emergencia de una Corea fuerte y reunificada que, casi con toda certeza, sería aliada de Estados Unidos. Un cuarto sería la aparición de una Corea del Norte con armas nucleares. Mientras tanto, Pekín también intentará mantener sus muy valiosos vínculos industriales y económicos con Corea del Norte, aceptando, posiblemente a regañadientes, el lavado de dinero y el tráfico de drogas que fluye entre ambos países.
China tratará igualmente de reafirmar su influencia en el sureste asiático, donde tendrá que enfrentarse a una enraizada sinofobia derivada del histórico expansionismo chino y su penetración económica. La India también proseguirá su comercio e intercambios con China, pero manteniéndose estratégicamente neutral y recelosa. Aparte de eso, sensatamente, China ha dejado de implicarse en actividades revolucionarias a escala internacional, y ha optado por potenciar sus intereses nacionales mediante una postura de apoyo general a la estabilidad mundial.
En cuanto a sus relaciones con las grandes potencias, las que mantiene con Japón siguen siendo muy delicadas. El empleo que el Gobierno chino hace del nacionalismo y del patriotismo como aglutinante en el interior del país ha generado también entre la población un sentimiento antijaponés y antiamericano. Ni la ayuda a gran escala japonesa y las inversiones, ni las repetidas disculpas por los hechos pasados han servido de mucho para contrarrestar las acusaciones y las bravuconadas oficiales. A todo ello se suma un cierto triunfalismo chino ahora que el país ha recuperado quizá su papel como potencia hegemónica en Asia, mientras que, a la vez, China teme lo que un Japón reconstruido y rearmado podría hacer en el futuro; alimentan esos temores la implicación de Japón en Oriente Medio y la creciente cooperación con la marina estadounidense. Y más aún la rivalidad sino-japonesa por la energía, las materias primas y la influencia regional y en otras zonas.
Las constantes críticas chinas, en un momento de resurgimiento general del sentimiento nacional japonés, han provocado la previsible reacción de los japoneses. A los japoneses jóvenes les molesta la perdurable asunción de culpabilidad de su país por hechos de guerra, y otros muchos se sienten atraídos por una alternativa más nacionalista que la del actual Estado pacifista. Tokio cada vez parece menos inclinado a echarse atrás en cuestiones territoriales, tales como quién tiene derechos de propiedad en ciertas zonas de alta mar y del lecho marino, y en particular los derechos sobre fuentes energéticas de algunas islas de sus aguas. Aunque el público japonés no se ha preocupado por la presencia del país en la escena internacional, con certeza el Gobierno continuará alejándolo de un pacifismo extremo y de una simple confianza complaciente en el poder de Estados Unidos. Efectivamente, cuanto más fuerte sea China y mayor sea la amenaza para Taiwan, más estrechos serán los lazos entre Japón y Estados Unidos. Las fuerzas armadas japonesas, sobre todo las aéreas y las navales, reducidas pero excelentes, seguirán modernizándose y Japón ya no está dispuesto a ceñirse a su papel pacifista frente a los misiles de Corea del Norte. Lo más probable es que se intensifique su cooperación naval con Estados Unidos en el Pacífico, y no puede darse por sentada su neutralidad en caso de un conflicto armado en Taiwan. Sin embargo, las economías de China y Japón siguen siendo enormemente complementarias, y seguramente proseguirán unas relaciones económicas mutuamente beneficiosas para ambos países, aunque tal vez no hasta el extremo de que Japón resulte más vulnerable de lo necesario a los cambios chinos. Japón competirá con China en programas espaciales, y ya se ha hablado de una unión panasiática entre Japón, China y Corea, con exclusión de Estados Unidos, que contribuya a diluir y restringir el poder de China. Aun así, aunque Estados Unidos actúe sin duda como pacificador, las posibilidades de fricciones graves entre China y Japón no deben subestimarse.
Los intereses europeos en China y la zona del Pacífico han aumentado, en parte como factor inevitable del afianzamiento europeo a escala mundial. Las principales potencias europeas creen que su salud económica depende en parte de aprovechar oportunidades en Asia oriental, lo que conlleva no sólo comercio e inversiones, sino la adaptación a una potencia cuyo comercio ha experimentado un rápido crecimiento y cuyos mercados y mano de obra barata parecen ofrecer oportunidades ilimitadas, y más aún el crecimiento de una clase media. Aparte de eso, británicos, alemanes y franceses -impulsados siempre por la perenne ilusión occidental de que es misión de Occidente organizar el mundo- creen que China ganará importancia en el proceso de estabilización del sur y el sureste de Asia, en la reducción de armas de destrucción masiva y en el freno al deterioro medioambiental. Desde finales de los noventa, y en particular tras la devolución de Hong Kong a China, funcionarios europeos y dirigentes chinos no han dejado de llamar unos a la puerta de los otros, pero las actuales tendencias de marcada política interior de los países europeos impedirán que Europa -al margen de su ocasional papel retórico- sea un bloque protagonista en los asuntos del hemisferio oriental. Y es muy probable que esta situación continúe así al menos hasta que la Unión Europea sea un ente operacional político y estratégico, tal como a veces e irregularmente ha sido una entidad comercial.
El papel de la Federación Rusa sigue siendo, desde hace ya unos años, uno de los interrogantes capitales sin respuesta dentro de las fuerzas internacionales en juego. Es indudable que Rusia se rehará, estratégica y políticamente, tras estos años de estancamiento. La cuestión es cuándo y cómo. De momento, para su resurgir internacional Rusia se apoya sobre todo en sus reservas energéticas, que son objeto de crucial interés para China y la industria mundial, y sobre las cuales el Gobierno ruso recupera cada vez más el control directo. Por el momento, Rusia parece aspirar a un equilibro entre China y Occidente, aunque Wen Jibao en determinado momento habló de un posible eje India-Rusia-China -¿una ilusión, quizá?-, hasta nuevo aviso hay que acomodarse a la realidad de la supremacía de Estados Unidos. En un próximo futuro, tanto Pekín como Moscú seguramente darán mayor importancia a las buenas relaciones con Estados Unidos que a las buenas relaciones mutuas. De todos modos, Rusia sigue siendo el principal proveedor de China de armas avanzadas, aunque poco de lo que China compra parece estar a la altura del nivel técnico del armamento y equipamiento estadounidense. En 2005, los dos países llegaron a organizar maniobras conjuntas importantes. A pesar de ello, la historia demuestra que las fricciones rara vez afloran a la superficie. Es inevitable que surjan nuevas diferencias sino-rusas, entre ellas el acceso a las reservas petrolíferas de Siberia y el trazado de los correspondientes oleoductos. También se plantearán nuevos problemas fronterizos, derivados en parte de la intensa migración de chinos hacia el extremo oriente de Rusia, que continúa en aumento por efecto de la presión poblacional china y de la escasez de mano de obra en las regiones rusas del Pacífico.
Por tanto, Estados Unidos es, y parece que seguirá siendo durante algún tiempo, fundamental en los vínculos y asuntos extranjeros de China. Washington continúa siendo el principal interlocutor extranjero de China, la potencia clave en el Pacífico y quien garantiza la estabilidad regional, un mercado clave para sus exportaciones y para la inversión extranjera, así como una fuente primordial de tecnología, ciencia y estabilidad monetaria. La interdependencia de ambas economías resulta sustancial. Incluso los logros más populares y prestigiosos de China, como su ingreso en la Organización Mundial del Comercio y la designación de Pekín como sede de los Juegos Olímpicos de 2008, habrían sido difíciles sin la buena voluntad estadounidense. Es el desarrollo de esta relación sino-estadounidense el que fundamentalmente decidirá el equilibrio futuro del hemisferio oriental.
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