Amnistía como triunfo de la memoria
El primer gran movimiento unitario de la oposición, tras la muerte de Franco, fue exigir la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Los logros no obligaron a olvidar el pasado
No sabía bien hasta qué punto acertaba el editorialista de EL PAÍS cuando afirmaba -La memoria histórica, 7 de enero de 1977- que la guerra civil ocuparía "en la memoria colectiva un lugar de primer orden durante décadas". La guerra tiene que ser "objeto de una reflexión colectiva y de un debate abierto, en el que participen tanto quienes la hicieron como sus descendientes, tanto los vencedores como los vencidos", se decía entonces, expresando una convicción compartida por un amplio sector de lectores, entre los que no faltaron voces del exilio, como la de Manuel Andújar, que envió una carta al director para subrayar la coincidencia de este editorial con la posición mantenida por él y el grupo de exiliados que dirigieron en México la revista Las Españas.
La memoria de la que tanto se hablaba hace más de 30 años tenía un objetivo: superar el pasado. Así lo entendía Manuel Tuñón de Lara, cuando se preguntaba en la presentación de Historia del Franquismo -excelente colección de fascículos de Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty- si por formar parte de la historia los hechos relatados en aquellos cuadernos debían ser olvidados. Y respondía: "Esos hechos y esos actos tienen que ser olvidados como condicionantes del presente y del futuro, como factores políticos. En cambio, hay que asimilarlos y explicarlos como historia". Así era entonces la memoria histórica, la misma a la que se refiere Todorov cuando afirma que "si se quiere superar el pasado, en primer lugar, hay que fijar y establecer la propia historia".
Fruto principal de aquella memoria fue el impresionante movimiento por la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados que creció como la espuma en el primer semestre de 1976. Comenzó pronto, inmediatamente que se conoció el verdadero alcance del indulto concedido por el Rey al hacerse cargo de la jefatura del Estado. Y eso se supo casi al día siguiente, cuando Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, volvió a meter en la cárcel a Marcelino Camacho, condenado en el proceso 1001, indultado y vuelto a encarcelar en la más palmaria demostración de que el indulto regio era papel mojado; que el amo de la calle era él, Fraga, vicepresidente con licencia para retirar de la circulación a quienes estorbaban sus planes de reforma.
Liquidado el primer efecto del indulto, la reivindicación de amnistía sirvió de aglutinante a colegios profesionales, organizaciones vecinales y feministas, partidos y sindicatos todavía ilegales, para exigir, en el primer gran movimiento unitario de la oposición, la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Las manifestaciones por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía en Barcelona los días 1 y 8 de febrero de 1976, la convocada en Madrid el 4 de abril, las concentraciones organizadas por las Gestoras Pro-Amnistía en Euskadi, todas ellas reprimidas con saña por la policía, culminaron, tras la caída del Gobierno Arias / Fraga, en la Semana Pro-Amnistía celebrada con multitud de actos entre el 7 y el 12 de julio, pocos días después del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.
"El pueblo empuja, el Gobierno no puede soportar más la presión popular y arroja la toalla", escribían los autores del Libro blanco sobre las cárceles franquistas, expresando un sentimiento común. La oposición unida había conseguido un triunfo y dado un paso adelante en la lucha por la democracia. Sólo un paso, pues la amnistía por fin decretada el 30 de julio de 1976, siendo la mejor de las posibles, no era la más amplia de las deseables, como escribió EL PAÍS. Pacata con los militares demócratas, dejó fuera además los actos que hubieran "puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas". De modo que vuelta a empezar, sobre todo en Euskadi, donde se iniciaron huelgas de hambre y encierros en iglesias cuando pasó el 30 de diciembre y la amnistía total, la que iba a cubrir los delitos de ETA, se quedó sobre la mesa de un Consejo de Ministros abrumado ante el secuestro por los GRAPO del presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol.
Fue a partir de esta segunda oleada cuando la reivindicación de amnistía total adquirió un nuevo significado. Hasta entonces, al exigir la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados nadie planteaba, como contrapartida, una medida similar para quienes, como funcionarios de la dictadura, hubieran participado en la violenta represión de los "delitos" de asociación o de reunión. Desde comienzos de 1977, camino de las primeras elecciones generales, amnistía total comenzó a identificarse con fin de la guerra civil y de la dictadura. Y, en consecuencia, adquirió un nuevo contenido: había que amnistiar el pasado de todos para construir -como dirá Arzalluz- "un nuevo país en el que todos podamos vivir".
Así se planteó por primera vez en la reunión que mantuvo Suárez con los delegados de la Comisión de los Nueve el 11 de enero de 1977 para hablar de las dos grandes cuestiones pendientes ante la convocatoria de elecciones: la amnistía y la legalización de todos los partidos. El Gobierno, que hubiera aceptado de buen grado "un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidos por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella hasta nuestros días", como propuso el representante del PNV, Julio Jáuregui, no se sintió con fuerzas para decretarla. Prefirió tomar el camino de las medidas de gracia, eliminando el inciso "puesto en peligro" del decreto del año anterior y recurriendo a la anacrónica figura del extrañamiento para sacar de la cárcel a un buen puñado de presos de ETA, entre otros a los condenados en el consejo de guerra de Burgos.
De modo que la amnistía total, como recordaron varios dirigentes de la oposición, quedaba emplazada para después de las elecciones. Y así fue. El primer día que entraron en el Congreso, los diputados del PNV presentaron una proposición de ley de "amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio de 1977". ETA había puesto a prueba al Gobierno, asesinando a Javier de Ybarra, secuestrado días antes de las elecciones. A pesar de ello, la propuesta del PNV fue apoyada por el resto de los grupos de oposición, a los que se sumó UCD, de modo que el proyecto de ley incluyó también a las autoridades, funcionarios y agentes de orden público que hubieran cometido delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas.
Esa fue la sustancia de la Ley 46 / 1977, de 15 de octubre de 1977, de Amnistía: sacar de la cárcel a todos los presos de ETA y, a cambio, extender la amnistía a autoridades, funcionarios y policías. Hubo más, pero lo fundamental, en el ánimo de los proponentes y del Gobierno, consistió en simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia dejando las cárceles vacías de presos por actos de intencionalidad política cualquiera que fuese su resultado. Para legitimar esta primera ley de las nuevas Cortes se habló de la guerra civil, de la dictadura, de las torturas y sufrimientos padecidos, se trajo el pasado al presente, pero con la intención de darlo por clausurado y cerrar una larga etapa de la historia. La guerra civil había en verdad terminado, comentó la prensa el día siguiente.
¿Fue la ley producto de una amnesia, causa de un olvido? ¿Midió con el mismo rasero a los presos políticos que habían luchado pacíficamente contra la dictadura y a sus carceleros y torturadores? En absoluto. Excluyó, sí, el pasado del debate parlamentario; pero no impuso una tiranía de silencio: el mismo día que fue aprobada, la revista de mayor difusión de aquellos años, Interviú, continuaba la publicación de una larga serie de reportajes sobre fosas con uno titulado "Otro Valle de los Caídos sin cruz. La Barranca, fosa común para 2.000 riojanos". Y por lo que se refiere a los presos políticos que habían luchado con medios pacíficos, ya estaban en la calle desde un año antes, algunos ocupaban escaños en el Congreso y defendieron con vigor y convicción el proyecto de ley. A su coraje moral y a su determinación política debemos que la democracia echara a andar, asediada por las pistolas de quienes, a derecha y a izquierda, recibieron la amnistía como una muestra de debilidad del Gobierno.
Santos Juliá
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