Marbury contra Madison
El proceso del Estatut de Cataluña ha sido llevado con notable insensatez por la mayoría de la clase política
Muchos creen que el constitucionalismo moderno nació en Estados Unidos a raíz de una sentencia de la Corte Suprema, el llamado "caso Marbury contra Madison", que dejó por primera vez establecido, con total claridad, que la Constitución debe prevalecer sobre cualquier otra ley y que debe existir un tribunal que sea garante de esa primacía, con capacidad para declarar inválidas disposiciones del Parlamento, leyes de la nación y cualquier tipo de normas que, a su criterio, sean contraria a la Carta Magna.
Desde entonces, 1803, las Cortes Supremas de muchos países democráticos, sobre todo los federales, han declarado inválidas, total o parcialmente, leyes aprobadas por Congresos o respaldadas por votos populares. No es habitual, por supuesto, pero tampoco un escándalo, que en Estados Unidos de América o en Alemania una ley aprobada por el Parlamento o por los cuerpos legislativos de los estados federados sea corregida por decisión de su propia Corte Suprema o equivalente.
Es evidente que las Constituciones no son intocables. Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, decía que la norteamericana parecía estar ahí para siempre, pero que "lo único realmente seguro son la muerte y los impuestos". De hecho, la Carta Magna de Estados Unidos, un documento intelectual formidable, que ha inspirado la moderna democracia en todo el mundo, pero que fue aprobada casi por los pelos en algunos Estados de la Unión, ha sufrido una treintena de enmiendas (incluida la limitación de dos periodos para la presidencia, acordada en 1951). Pero mientras que no se ha modificado, la Corte Suprema se ha empeñado en exigir que el texto fundamental prevaleciera sobre cualquier otro, por encima incluso del voto parlamentario y "a pesar de lo que establezcan en contra las leyes o las constituciones de los estados federados", según explicaba el fallo de Marbury contra Madison.
Algo muy parecido es lo que acaba de suceder en España con la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el nuevo Estatut de Cataluña. Los miembros de la Corte han reiterado la primacía de la Constitución sobre cualquier otra norma, aunque haya sido aprobada por el Parlamento y refrendada por el voto popular, y han estimado que era necesario corregir un determinado número de artículos. A la espera de conocer el fallo completo, parece que han sido tocados aspectos muy delicados pero que una parte muy sustancial del nuevo Estatut se mantiene en pie, por lo que debería ser posible, para unos y otros, mantener una cierta dosis de sensatez.
En cualquier caso, la primera impresión debería ser de alivio porque existe una sentencia, después de cuatro terribles años en los que las posiciones tan enconadas de los distintos sectores representados en el TC impidieron el acuerdo, y alivio porque se mantiene la línea del Marbury contra Madison y el principio de prevalencia de la Constitución. Nadie ha puesto en duda la primacía de la voluntad popular, como se afirma en Cataluña, sino que bien al contrario, el fallo ha defendido sobre todas las cosas esa voluntad popular soberana: simplemente ha reiterado que recae sobre el conjunto del pueblo español, único capacitado para cambar la Constitución.
Pero, pasada esa primera sensación, queda también la amargura de constatar el coste político e institucional que ha tenido este proceso, llevado a cabo con una notable insensatez por parte de la mayoría de la clase política, tanto en el conjunto de España como en Cataluña. Unos, por pretender ignorar los elementos de inconstitucionalidad que existían en el Estatut, como demuestra la sentencia. Y otros, por pretender ignorar el deseo legítimo de una buena parte de la sociedad catalana de encontrar cauces para ampliar ese autogobierno. Una mirada sin obcecación a lo ocurrido en estos cuatro años debería animar a los dirigentes políticos a no tentar más al diablo y a mantener una actitud más lúcida. Estos no son tiempos para permitirse más acometidas ciegas.
Soledad Gallego-Díaz
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