House. Una terapia invasiva
House ha vuelto a las noches de Cuatro...
Curar el dolor ajeno, pero ser incapaz de sanar el propio. Desde esta paradoja se cimienta el hilo argumental de House, que en sus ya cuatro temporadas se ha consolidado en las parrillas televisivas como una serie de culto, capaz de convocar a una legión de espectadores entre los que me encuentro.
Frente a otras producciones góticas como Perdidos, construida como una estrella espiral de movimiento infinito, House parte de una estructura narrativa sin estridencias. Una primera trama principal, extendida y climática, ocurre en los boxes de observación y de cuidados intensivos, dando nombre y contenido a todo el capítulo. Y luego existe una segunda, fragmentada y puntual, que sucede en el dispensario de medicina gratuita. Esta actúa como un contrapunto, como un chiste o como un poema breve, actuando como engrase de la primera. No se trata sólo de un divertimiento de los guionistas. Ambas tramas, lineales y acotadas al capítulo, se abrazan y relacionan pero no se confunden, sosteniendo capítulo a capítulo el secreto del éxito de la serie: sus personajes.
Los perfiles humanos que se dibujan son el principal hallazgo de House. Ya desde que nos ponemos frente a la pantalla, nos fascina y nos desborda el trabajo interpretativo de un eficaz Hugh Laurie, capaz de dar vida al antipático doctor y ser, a la vez, el adorable y edulcorado padre del ratoncito Stuart Little. Laurie personifica la metáfora del sanador doliente, pero también la agorafobia hospitalaria; no hay vida más allá de las puertas, la clínica es castigo y a la vez refugio para soportar una existencia miserable. Pero su brutal figura de bastón y moto, su escatología adorable y su despreciable sentido del humor, no ensombrece al resto de quienes conforman el reparto. Son unos secundarios en continua evolución. Nacieron como sparrings necesarios para que el doctor desplegara toda su artillería expresiva, pero capítulo a capítulo han ido creciendo en profundidad, mostrando en ocasiones mejor que el propio House los claroscuros de la mujer y del hombre contemporáneo.
Atmósfera obsesiva. Desde su aparición inicial, Cameron ha dejado de ser una moderna hada caritativa que quiere transformar el dolor en un flujo de bondad, para convertirse en una siniestra y falsamente quebradiza cara de ángel. El rostro triunfante de Chase va perdiendo consistencia, se va cargando de miedos frente al espejo de su jefe. Foreman lucha a duras penas por no convertirse en un House de color, pero a la postre se mimetiza con él, condenado a vivir la misma soledad. Cuddy y Wilson constituyen un mismo personaje duplicado en un hombre y en una mujer. Son su única familia. House los golpea y maltrata, pero ellos lo soportan con la complacencia de una madre y de un padre: lo necesitan para seguir sobreviviendo en esta atmósfera obsesiva.
Estos cinco perfiles han alcanzado una relevancia inusitada a lo largo de toda la serie. Al final de la tercera temporada, los guionistas decidieron dar un giro argumental y disolver el equipo quirúrgico, sustituyendo a los tres acólitos del doctor por un nuevo equipo a partir de un proceso de «selección natural». Pero para todos los espectadores, los fantasmas de Cameron, Chase y Foreman seguían presentes por todo el hospital. Habían alcanzado tal relevancia que la propia serie tuvo que dar una extraña pirueta y reincorporarlos, al menos, al entorno de House. Es verdad que las nuevas incorporaciones constituyen apuestas bien intencionadas, pero aún no acaban de encajar en el engranaje, y en muchos capítulos resultan meros convidados de piedra.
Dentro y fuera. Otro de los aspectos singulares de House es la metáfora de dentro y fuera. Para abordar la enfermedad en su amplitud, no basta con abrir la piel, con extraer un trozo de carne para su análisis en una máquina. Los doctores deben entrar hasta el fondo del paciente, necesitan conocer todos los datos, por muy insignificantes que parezcan. En qué postura hacen el amor, qué tipo de caramelo usan para esconder la halitosis, qué productos de limpieza emplean para limpiar el fregadero. La terapia de House es invasiva. Hay que bucear en el interior para salvar la vida, saltando por encima de las leyes, de las propias convicciones morales, poniendo en juego, si es necesario, su propia integridad física. Si es necesario, hay que inocularse un virus para conocer su eficacia destructiva, probando la terapia de abordaje en su propio cuerpo. Incluso, si no queda otro remedio, hay que subvertir los roles, y dejarse abrir el alma en canal por la propia paciente, como hace el propio House en el capítulo «Un día, Una habitación», dirigido por el argentino Juan José Campanella: debe revelar su propia miseria para poder entrar en la paciente.
En el fondo, a lo largo de la convivencia televisiva con el fenómeno, comprendemos que más allá de la vocación sanadora, House actualiza desde una visión contemporánea el conflicto medieval entre norma y conocimiento. Pero también ahí existe un regusto amargo. Pese al triunfo de la intuición y la inteligencia, persiste una angustia posmoderna de quienes saben que ni siquiera aquel que vence los designios de la naturaleza, aquel que alcanza las máximas cota de prestigio y realización profesional, tiene en su mano la posibilidad de ser feliz. Por eso la trama necesita la cojera, la barba de ocho días, el dolor constante y los narcóticos.
LLagas profundas. Esta mirada plural, ese juego continuo de contrastes, desemboca también en un final contradictorio. En House, la curación de un enfermo no supone la eliminación completa de su dolencia. El tratamiento revela otras llagas más profundas que el equipo de la clínica no podrá sanar. No son dioses, tienen inteligencia pero no la gracia divina. Por eso no es un final feliz, es principio de un relato mucho más complejo que queda levemente apuntado. Será el espectador quien deberá construirlo.
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