La placa de la discordia
Lo que subyace en la polémica sobre el homenaje a la Madre Maravillas es que la condición de religioso católico aún produce en amplios sectores de la izquierda una reacción emocional de rechazo
La polémica sobre la placa con la que la Mesa del Congreso quiso recordar que Santa Maravillas de Jesús había nacido en el lugar que hoy ocupan unas dependencias del Congreso ha sido sorprendente, tanto por su repercusión política y mediática como por el enconamiento con el que se han formulado las opiniones adversas. Aunque nunca lo he visto explicitado, parece lógico suponer que la placa se habría colocado en esas dependencias y no en el hemiciclo, y que el texto habría sido meramente conmemorativo. Esa atención pública, sin pretenderlo, le ha dado a la Madre Maravillas una notoriedad infinitamente mayor que la de cualquier homenaje.
Como un espejo, EL PAÍS, en portada, informaba de que el Congreso se había soliviantado ante la posible colocación de la placa; en un editorial se la calificaba de ignominia; una columnista, que atribuía equivocadamente a la santa una frase de san Juan de la Cruz, calificándola de contrato sadomasoquista, añadía: "¿Imaginan el goce que sentiría
al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes armados y -¡mmm!- sudorosos?"; y, finalmente, en una Cuarta página, un monje consideraba la placa como esperpéntica, en un artículo plagado de inexactitudes. También en el periódico aparecieron opiniones distintas, como la de Muñoz Molina, quien en respuesta a la columna anterior escribió que "no hace falta imaginar lo que sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes, aunque tal vez no siempre sudorosos. Azaña, Prieto, Arturo Barea... no les costó nada imaginar la tragedia de tantas personas asesinadas por esas pandillas, no siempre incontroladas, y todos ellos sabían el daño que esos crímenes estaban haciendo a la justa causa de un régimen legítimo asaltado...". Rosa Montero, en su columna, manifestó su sorpresa porque "una pobre monja muerta en la ancianidad hace 30 años y que no parece haber hecho mal a nadie haya suscitado tan enconado conflicto y recibido ataques tan violentos", achacándoselo a quienes no toleran al prójimo que piensa diferente y le arrebatan su humanidad, convirtiéndolo en una cosa violable y exterminable. Finalmente, Joaquín Leguina, lleno de inteligente sensatez, al ser preguntado por esta polémica, concluyó que "es una persona relevante que ha sido elevada a los altares, ¿por qué tenemos que discutir esta cuestión? Que se ponga la placa y ya está".
Intentemos aproximarnos a la persona que ha sido el involuntario sujeto de esta placa de la discordia para recuperar su figura humana. Santa Maravillas de Jesús nació en el siglo XIX en una de las familias más cultas e influyentes de la España de su tiempo. Profundamente inteligente, excepcionalmente culta y de una inagotable bondad, a los 27 años decidió ingresar en un convento de clausura para vivir en plenitud su vocación religiosa, siguiendo con fidelidad los pasos de santa Teresa. Renunció a una importante posición social para pasar el resto de su existencia manteniéndose sólo con el trabajo de sus manos, sin más bienes materiales que los escasísimos que pertenecían a su comunidad conventual. Desde la más absoluta pobreza, su vida entera estará inspirada por un amor solidario hacia sus semejantes y hacia su Dios. Se dedicó enteramente a la meditación, que es pensamiento, oración y contemplación, aunque también, con una asombrosa eficacia para sus pocos medios y su voluntario retiro, fundó 13 conventos; hizo construir una barriada de casas prefabricadas para quienes carecían de vivienda; promovió colegios en una España que tenía una tasa de analfabetismo superior al 50%; creó una clínica para las religiosas que carecían de toda asistencia social y llevo a cabo muchas otras obras humanitarias. Su comunidad, que se rige por una secular regla democrática, la eligió priora durante los últimos 48 años de su vida. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse: ¿qué puede decirnos la espiritualidad mística en una cultura tecnológica y secularizada?, ¿qué sentido tiene la pobreza voluntaria en la sociedad de consumo?, ¿acaso el amor como vocación, la dignidad del trabajo manual, la pobreza elegida para compartir con los demás la totalidad de los bienes, la libertad de no necesitar nada porque nada se tiene ni se desea, y el ejercicio de la meditación, no son rasgos positivos de la condición humana? En su vivencia religiosa descubrimos una llama de verdadero humanismo, que viene de muy lejos, y que puede proyectar su luz y su calor sobre muchos trechos de nuestra propia existencia. El prestigioso cardiólogo Vega Díaz, que la atendió en las últimas décadas de su vida, siendo agnóstico reconocía que al conocerla sintió una "impresión anonadante" y que, desde entonces, "su espiritualidad ocupó todas las honduras de mi conciencia".
Los escritos de la religiosa impresionan a cualquier lector sensible, sea o no creyente. Siguiendo los pasos de la noche oscura de san Juan de la Cruz, padeció durante toda su vida "el abandono y el dolor de la ausencia de Dios, la soledad más radical, las dudas sobre todo". Pero junto a la desolación de estas vivencias, la Madre Maravillas conoció otras, gozosas e inefables, en forma de experiencias "cumbre", como las califica Maslow, sobre la presencia de Dios.
La cuestión no ha sido, obviamente, la personalidad de esta santa que a nadie ha interesado y cuya biografía el editorialista de EL PAÍS resumía como la de una religiosa perseguida en la Guerra Civil, cuando su vivencia del terror desatado en la retaguardia de Madrid fue privilegiada, al haberse refugiado con su comunidad en un piso donde algunos milicianos la protegieron. Lo que subyace en el trasfondo de esta polémica es el hecho incuestionable de que la condición de religioso católico aún produce en sectores de la izquierda española una reacción emocional de rechazo, impropia, por su intolerancia, de una sociedad moderna y laica. Conviene recordar la intervención de Óscar Alzaga en el Congreso de los Diputados, en la etapa constituyente, cuando se debatía la aconfesionalidad del Estado: "No vamos a defender, ni aquí ni en ningún momento, la confesionalidad del Estado ni pedir derechos para los católicos que no correspondan a los restantes españoles, es más, hacemos en este acto constituyente solemne expresión de que abjuramos de prejuicios históricos que en ocasiones han sostenido los católicos en España. Ahora bien, esperamos la misma modernidad de enfoque por la otra parte. Es decir, también en el juego de las dos Españas, en ese grave juego dialéctico que intentamos superar definitivamente, hay responsabilidades históricas, serias y graves para las fuerzas políticas de tradición más laica".
Católicos y no católicos deberíamos reflexionar sobre las causas de que perviva entre nosotros este sentimiento anticlerical. La Iglesia podría preguntarse por lo que está significando la pérdida del espíritu que encarnó el cardenal Tarancón, que en la transición democrática tanto la legitimó social y políticamente, y si su adaptación a la nueva realidad española, pluralista y aconfesional, está siendo o no adecuada. Los anticlericales podrían cuestionarse si su actitud responde a ese "espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas" que preconiza la llamada Ley de Memoria Histórica, que menciona expresamente a quienes padecieron agravios por sus creencias religiosas, y pensar sobre el hecho de que la mayoría de la sociedad española no participe de su beligerancia. En todo caso, sin tener presente este fenómeno resulta incomprensible que una placa para recordar el lugar del nacimiento de una mujer religiosa, que sólo ha hecho el bien en su vida y cuenta con un excepcional reconocimiento universal, soliviante a nuestros diputados y lleve a este periódico a calificarla de ignominia. Lo mismo escribiría si se tratase de un ilustre místico sufí o un prestigioso monje budista, porque entre nosotros nadie debe ser discriminado por su condición religiosa. Los verdaderos santos, los que han vivido haciendo el bien, católicos o de cualquier otra religión, creyentes o agnósticos, son ciudadanos ejemplares que conviene honrar y que a todos pertenecen. Causa sonrojo la inanidad intelectual de los argumentos opuestos ante la placa, incompatibles con la Constitución y el carácter pluralista de nuestra sociedad. No seamos el único país democrático occidental donde el arzobispo Romero, asesinado por la extrema derecha salvadoreña, la madre Teresa de Calcuta o el pastor protestante Martin Luther King, de haber nacido en un edificio público, por ser religiosos, no podrían contar con una discreta placa que los recordase. Me temo que quienes han terciado con tal enconamiento en esta polémica han defendido posiciones que recuerdan a algunas de las páginas más tristes de nuestro reciente pasado histórico.
Gregorio Marañón y Bertrán de Lis es académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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