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Universidad: fin de un modelo

Universidad: fin de un modelo

Con el plan de Bolonia la universidad europea concluye solemnemente un ciclo y comienza otro. Este cambio ya se estaba produciendo desde hacía un tiempo. Para poner una fecha, con lo atrevido que siempre resulta poner fecha, quizás podríamos escoger 1968. Desde principios de siglo XIX la universidad había sido, o pretendido ser, el centro de enseñanza superior por excelencia. A partir de ahora, cuando menos en parte, ya no será así: la universidad será una mezcla de bachillerato especializado y de formación profesional, con algún pequeño reducto de universidad a la antigua usanza. No digo que esta perspectiva esté mal ni bien. Seguramente es una solución que resuelve algunos problemas sociales y económicos de la actualidad. Pero también plantea otros y, en todo caso, comporta importantes consecuencias culturales y sociales.

Las primeras escuelas que se denominaron universidades datan del siglo XI. Algo después adquieren fama algunas de ellas (París, Oxford, Bolonia, Salamanca entre nosotros) y constituyen verdaderos centros de conocimiento, pero casi limitados a la teología, el derecho y la medicina. Pero ya en la edad moderna las universidades entran en una clara decadencia. Controladas en general por la Iglesia y por las monarquías absolutas, se limitan a enseñar un escolasticismo tradicional y nada innovador. Los nuevos métodos racionalistas y empiristas, decisivos en el alumbramiento del mundo moderno, discurren por otros cauces. Ni Montaigne, ni Hobbes, ni Descartes, ni Locke, ni Spinoza, ni Leibniz, ni los ilustrados franceses del XVIII son profesores de universidad.

Con el liberalismo se inicia una nueva etapa y la universidad será protagonista del saber moderno. Así, Napoleón establece una universidad estatal y burocrática que resulta muy eficaz; la Universidad de Berlín se funda en 1810 inspirándose en las nuevas ideas sobre la enseñanza de Fichte y Humboldt; Oxford y Cambridge evolucionan hacia el modelo que teorizará Newman. Con ello se ponen las bases de la universidad europea que ha durado hasta hace poco. En buena parte, el pensamiento, la cultura y la ciencia se producen dentro del marco de este nuevo tipo de universidad. Simplificando un poco, en esta universidad europea podemos distinguir dos grandes modelos de enseñanza: el británico y el alemán.

El modelo británico se basa en la idea de que la enseñanza debe ser generalista, es decir, que debe dotarse al estudiante de los conocimientos necesarios para que, tras su paso por la universidad, esté en condiciones de desempeñar cualquier profesión a la que se dedique. Los conocimientos específicos para dedicarse a una profesión o a la investigación científica deben adquirirse después, tras el paso por la universidad.

El modelo alemán es distinto: la universidad es una institución al servicio de la ciencia y la enseñanza debe ir encaminada al conocimiento del método científico, no a una formación general ni tampoco a la preparación para el ejercicio de una profesión. Por tanto, sólo un buen investigador puede ser un buen docente. Aquel profesor que no investiga y sólo se limita a transmitir lo ya conocido es incapaz de iniciar al estudiante en el saber científico, base de toda formación intelectual. Sólo con esta base científica puede el estudiante convertirse en un buen profesional.

El modelo español ha estado a caballo entre uno y otro modelo, con todas las evidentes insuficiencias pero también, ciertamente, coincidiendo en una cosa con ambos: en la universidad no se debía enseñar una profesión sino que debían ponerse las bases teóricas para que esta profesión pudiera aprenderse fuera de la universidad. Es decir, sin aprender los conocimientos que la universidad ofrece es imposible tener capacidad suficiente para ser después abogado, médico o arquitecto; ahora bien, en la universidad no te enseñarán a ser abogado, médico o arquitecto. Bien generalista, bien científica - dependía de la carrera, asignatura o profesor - en la universidad española no se enseñaba una profesión, simplemente se preparaba para que después se pudiera aprender una profesión.

Todo ello ha cambiado. En los últimos años, se ha ido creando un consenso implícito en que la universidad debe formar, antes que otra cosa y desde el principio, profesionales. Probablemente ello es debido a que, por una parte, de una universidad elitista hemos pasado a una universidad de masas, con necesidades distintas; por otra, la actual mentalidad de los jóvenes es muy pragmática y, desde el primer día, piden que se les enseñen cosas útiles para su rápida inserción en el mundo laboral. Las direcciones de las universidades, desde el ministerio hasta las consejerías autonómicas, los rectores y los decanos, incluso la mayoría de los profesores, también parecen estar en esta línea.

Las dudas sobre esta nueva orientación, sobre esta enseñanza dirigida tan exclusivamente a formar profesionales, son varias y casi no hay espacio para abordarlas. Enunciaré sólo dos, no sé si las más importantes. La primera, si dará buenos resultados prácticos, es decir, si ayudará realmente, aunque resulte paradójico, a formar buenos profesionales. La segunda, si será capaz de incitar a la investigación, al aumento del conocimiento innovador, ahora que tanto se habla de su necesidad.

Tengo la impresión de que el debate ha sido, y sigue siendo, pobre e insuficiente. Se ha hablado de muchas cosas menos de una, de la más importante: ¿hacia dónde va el nuevo modelo?

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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