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Clavos y martillos

Clavos y martillos

El jefe del Pentágono no quiere más dinero para su departamento, algo inusual en un político

"Cuando tienes un martillo, todo te parece un clavo". Éste es quizá el mejor epitafio de la política exterior seguida por Estados Unidos en los últimos años. Sin duda, el propio George W. Bush es un buen ejemplo de hasta qué punto la hipertrofia militar puede llegar a presionar el nervio óptico, nublando la visión. Hasta la propia Laura Bush, en una divertida intervención en la cena de corresponsales de la Casa Blanca hace un par de años, se permitió ironizar sobre la política exterior de su marido al relacionarla con su afición a la sierra eléctrica durante los fines de semana en el rancho de Crawford.

Con un presupuesto que representa más de la mitad del gasto mundial en defensa, no es extraño que Washington se haya acostumbrado a pensar que la solución militar puede resolver casi todos los problemas. Un dato revelador de este poderío: la Marina de guerra estadounidense es más grande que las 13 siguientes del mundo combinadas, y eso que 11 de ellas son aliadas.

Afortunadamente, la hipertrofia militar llega a su fin y el nervio óptico parece volver a funcionar. El secretario de Defensa Robert Gates, criticando a quienes piensan que la seguridad de Estados Unidos se compra con el presupuesto de defensa, ha dicho algo absolutamente inusual en un responsable político: que no quiere más dinero para su departamento. En su apoyo ha ofrecido un dato revelador: que el número de efectivos de las bandas musicales de las fuerzas armadas estadounidenses es superior al de los diplomáticos con los que cuenta el país. Gates prefiere que le den dinero al Departamento de Estado para contratar más diplomáticos con los que prevenir conflictos, mediar en procesos de paz, apoyar la reconstrucción posconflicto o lidiar con Estados fallidos. De hecho, los planes para la creación de una reserva o cuerpo de intervención civil, capaz de desplegarse en zonas de conflicto, están ya muy avanzados.

En el fondo, como no hay mal que por bien no venga, Irak ha constituido una enorme fuente de aprendizaje que va a ser decisiva para Obama a la hora de tratar con Afganistán: el nuevo manual de contrainsurgencia del Ejército estadounidense, elaborado por el general Petraeus, enfatiza la necesidad de utilizar la mínima fuerza y lo crucial que es apoyarse en las instituciones locales y los líderes comunitarios (Israel, que se asemeja a un Estados Unidos en miniatura, capaz de acogotar a todos sus vecinos a la vez, pero incapaz de ver más allá del humo de sus bombas debería, por cierto, prestar atención a este cambio doctrinal).

En las crónicas del periodista Seymour Hersh sobre la llegada al Pentágono del primer secretario de Defensa de Bush, Donald Rumsfeld, escuchamos a éste responder a las reticencias de los generales a ir a la guerra de Irak, diciéndoles que se avergüenza de ellos, que son el hazmerreír del mundo por no querer combatir pese a ser el Ejército más poderoso de la historia, en definitiva, que están clintonizados (sic). No deja de ser por ello una poderosa ironía que ahora la diplomacia estadounidense esté otra vez al mando de un(a) Clinton.

En su toma de posesión, Hillary Clinton ha zanjado el debate entre "poder blando" y "poder duro" haciendo suyo el nuevo término popularizado por el politólogo Joseph Nye: "Poder inteligente" (smart power). El concepto no hará carrera, ya que no añade nada, aunque sí tiene el valor de poner de manifiesto hasta dónde dejó llevar la estulticia el trío Bush-Cheney-Rumsfeld. Más valor tiene la visión planteada por Hillary de una política exterior basada en tres D: diplomacia, defensa y desarrollo, entendidas como elementos inseparables entre sí e íntimamente coordinadas en una estrategia nacional.

Los planteamientos de Gates y Clinton son el mejor exponente de hasta qué punto la manera de concebir y ejecutar la política exterior tiene que cambiar de forma radical si quiere adaptarse a un mundo tan complejo como en el que vivimos. Eso afecta a Estados Unidos especialmente, pero también a la UE, y cómo no, a España. Una diplomacia moderna requiere tener a mano no sólo más diplomáticos, sino también jueces, policías, ingenieros, cooperantes y mediadores culturales. También, por supuesto, unas fuerzas armadas modernas capaces de cooperar en la gestión de crisis y utilizar la fuerza selectiva y decisivamente allí donde sea necesario.

El debate sobre el poder inteligente ya está abierto en Estados Unidos: puestos a admirar a Obama, ¿por qué no lo ponemos también en marcha en España, donde diplomacia, defensa y desarrollo están escasamente integradas, en general poco o nada coordinadas, y normalmente carentes de la capacidad de reaccionar rápida y flexiblemente?

José Ignacio Torreblanca

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