¿Dónde está el Dr. House?
Hallar el equilibrio entre confrontación y consenso es lo que distingue a las democracias avanzadas
La mejor metáfora de la crisis económica mundial es la de un enfermo que yace en la unidad de cuidados intensivos y no reacciona a ninguno de los tratamientos aplicados. Creemos saber qué es lo que lo ha llevado hasta aquí, un virus de origen estadounidense, que acabó contaminando a todo el sistema financiero, ya de por sí maleado por una forma de vida descuidada y ajena a cualquier disciplina o ética. Nos consta, pues, que el síndrome es producto de un mal degenerativo, antes visto como saludable y que recibía el pomposo nombre de "magia del mercado". Conocíamos muchos de sus efectos positivos, y algunos de sus efectos adversos, pero no esta nueva sintomatología sin precedentes. Al sufrido paciente se lo somete así a todo tipo de cuidados paliativos, pero hasta ahora en vano. Sus constantes vitales se colapsan. Con el agravante de que cada doctor tiene su propia receta, que aplica antes por evitar que se muera que para promover su curación. Echamos en falta una mirada general que, a partir de lo ya ensayado, recomponga el rompecabezas, un Dr. House.
¿Cómo es posible, se preguntarán, que en esta sociedad del conocimiento, con tantos y tantos institutos, expertos y técnicos, en realidad no sepamos qué hacer? Una causa posible puede que resida en el mismo modelo del saber que ha promovido el sistema científico, con consecuencias no previstas para las ciencias sociales. En estas últimas se decidió que el progreso del conocimiento pasaba por una estricta especialización, la "ingeniería social parcializada" de Popper. El presupuesto era que había que concentrarse en los estudios especializados y que a partir de la suma de estos análisis podríamos acceder al conocimiento de lo general. Craso error. Saber mucho sobre cosas muy concretas es, sin duda, positivo, pero no nos garantiza el saber sobre el todo. Estamos rodeados de expertos, pero nos faltan generalistas. Nadie cultiva el "generalismo", más que nada por su poca rentabilidad académica y profesional y el gran esfuerzo que exige. E incluso nos cuesta fomentar la interdisciplinariedad. Los expertos sólo encuentran el confort reuniéndose en el acogedor calorcillo de los de su misma tribu, los de su misma especialidad. El resultado es que nunca tantos think tanks han pensado tan poco.
En el caso que nos ocupa, la crisis económica, la cosa se complica aún más por la necesaria imbricación de la lógica económica a la de la política. Desde la revolución conservadora de los setenta, la economía no ha dejado de reivindicar su autonomía respecto de la política como la misma condición de posibilidad de su eficacia. Pero una vez agotado el modelo, no sabemos ya cómo enmendarlo echando mano del viejo paradigma intervencionista. Entre otras razones, porque el mercado se ha expandido ya fuera de las fronteras, mientras que la política sigue siendo tozudamente local. También porque, aun sabiendo cómo atajar la crisis, la naturaleza de la decisión política obliga a pensar más allá de puros criterios de eficacia técnico-económica. Es responsable de la "gestión de los sacrificios sociales"; debe atender, sobre todo en tiempos de escasez, a toda la constelación de intereses, muchos de ellos contrapuestos, que hacen acto de presencia en cada sociedad. Y todo Estado, a su vez, no puede dejar de considerar sus intereses particulares, lo cual hace endiabladamente difícil -como vemos en la UE- llegar a los imprescindibles acuerdos supra y trasnacionales.
Al problema de la infra-comprensión de los problemas se une así la difícil gestión de la conflictividad asociada a todo lo político. Y de esta forma accedemos ya a la moraleja. Cuanto más cohesionada esté una sociedad y su clase política, más capacidad tendrán también sus dirigentes para exigir sacrificios y buscar soluciones. Sorprende, por tanto, la instrumentalización partidista que hace la oposición de nuestros males colectivos. Algunos incluso parecen deleitarse morbosamente en recitar la letanía del sufrimiento de todos. Les consta de sobra que ellos tampoco tienen remedios mágicos, que nuestra interdependencia económica limita nuestra capacidad de acción, que nadie de nuestro entorno ha visto la luz. Y que, por tanto, no hay respuestas fáciles que estén listas para ser aplicadas. Se saben parte de la solución, pero la boicotean en nombre de las inciertas ventajas de la política pequeña. Están jugando con fuego. Cuando pintan bastos, a los ciudadanos les gusta ver a sus representantes unidos, aunque sólo sea en la resolución de los problemas más graves. Encontrar el necesario equilibrio entre la confrontación y el consenso es lo que acaba por distinguir a las democracias avanzadas de las que no lo son.
Fernando Vallespín es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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