La policía británica, a examen
Los países libres necesitan unas fuerzas de seguridad fuertes contra el crimen y el terrorismo, pero los agentes no pueden violar las libertades individuales en el desempeño de sus funciones
Hay dos clases de países: aquellos en los que la gente normal y decente tiene miedo a los criminales, pero confía en la policía, y aquellos en los que la gente normal y decente tiene miedo a los criminales y a la policía. He pasado mucho tiempo en países de este segundo tipo, que seguramente siguen siendo mayoritarios en el mundo. En cambio, crecí con una idea muy de clase media británica de que mi país era un ejemplo clásico del primer grupo, más afortunado. En los últimos años, como muchos otros británicos, he empezado a dudarlo.
Ahora han ocurrido dos cosas que me han arrebatado cualquier resto de conformismo que pudiera tener. Una es el vídeo de aficionado en el que se ve al pacífico quiosquero Ian Tomlinson arrojado al suelo por un miembro del Grupo de Apoyo Territorial de la Policía Metropolitana el día de la reunión del G-20 en Londres. Aunque no supiéramos que Tomlinson murió poco después, la violencia de la agresión, repentina y sin provocación, ya sería de por sí indignante. Es como si el policía en cuestión pensara que arrojar a ciudadanos corrientes al suelo es lo más normal del mundo. Me gustaría saber si alguna persona es capaz de ver el vídeo y no sentirse conmocionada.
El otro suceso es la detención, por parte de agentes de la sección de Operaciones Especializadas de la Policía Metropolitana (y en concreto, al parecer, su Mando Antiterrorista), del portavoz del Partido Conservador en materia de inmigración, Damian Green: la intromisión que supuso el registro de su casa, sus papeles privados, su cama, su despacho parlamentario y sus ordenadores, incluida la búsqueda de las claves para obtener correos electrónicos a o de gente como Shami Chakrabati, de la organización Liberty -que no tenían nada que ver con las filtraciones que estaban investigándose- y que justificaron por lo que, según ha concluido ahora un comité parlamentario formado por todos los partidos, fue una alegación falsa de la Oficina del Gabinete -el órgano de coordinación ministerial del Gobierno- de que existía una amenaza contra la "seguridad nacional".
Es para pensar: si le puede ocurrir algo así a un destacado parlamentario de la oposición, si le puede ocurrir algo así a un transeúnte inocente, entonces le puede suceder a cualquiera. Seguramente, una persona de clase media que vive confortablemente debería tener más imaginación y saber extrapolar a partir de la experiencia de otros que sufren la brutalidad o las intimidaciones de la policía, pero los seres humanos, en general, no son capaces de eso, y la mayor parte del tiempo estamos pensando en otras cosas. Ahora, de pronto, más gente ha adquirido conciencia del problema. El presidente de la Federación Británica de Policía dice que sus colegas se sienten aplastados por una caravana de críticas antipoliciales. Críticas que no sólo proceden de los órganos de la izquierda, sino también de The Daily Telegraph, The Economist, The Spectator y The Daily Mail, publicaciones que no son precisamente bolcheviques ni suelen atacar a los polis.
Alguien puede decir que la culpa es de los propios policías. No es del todo cierto. Por supuesto, siempre hay que preocuparse por las líneas maestras de actuación, la formación y la cultura interna de unidades como el Grupo de Apoyo Territorial y el Mando Antiterrorista. Hasta en los Estados más democráticos y respetuosos con la ley existe el peligro de que los hombres y mujeres de esas unidades desarrollen una mentalidad de acoso o de guerra, se distancien de los valores y el sentido común de la sociedad que les rodea. Pero el partido político que ocupa el poder desde hace 12 años (se cumplen la semana que viene) y los funcionarios que teóricamente trabajan de manera imparcial para asegurar un buen gobierno son también responsables.
Desde 1997, el nuevo laborismo de Tony Blair y después de Gordon Brown ha estado inmerso en una especie de carrera armamentística con los conservadores para demostrar a la opinión pública lo duro que puede ser contra el crimen. Desde 2001 ha incorporado una agenda de "guerra contra el terrorismo" y se ha inclinado prácticamente siempre más hacia el lado de las restricciones que hacia el de las libertades. Hace poco, un grupo formado fundamentalmente por estudiantes paquistaníes fue objeto de una detención espectacular y acusado, nada menos que por el primer ministro, de participación en "una trama muy importante". Cuando resultó que no había pruebas suficientes para justificar los cargos, ni siquiera con arreglo a nuestras vagas leyes antiterroristas, el comisario jefe de Manchester dijo que eran "inocentes", pero, aun así, decidieron deportarlos. Se pueden imaginar las reacciones paquistaníes. ¿De verdad sacrificar su libertad ha servido para aumentar nuestra seguridad? ¿O tal vez, a largo plazo, la ha puesto todavía más en peligro?
A la policía no le ha ido mal estando en primera línea de ambas campañas, contra el crimen y contra el terrorismo. Como dijo Blair en 2004, "preguntamos a la policía qué poderes quería, y se los dimos". Se ha trazado una línea continua entre las cuestiones de seguridad nacional y la seguridad individual. Se ha llegado a pensar que la clave de la seguridad residía en tender la mayor red posible para obtener información, una red que abarcara también a personas no sospechosas de ningún delito ni propósito terrorista.
Con demasiada frecuencia, en una cultura burocrática basada en los asesores políticos y la manipulación de la información, las autoridades y los oficiales de policía no han sabido distinguir con claridad entre los intereses genuinos de la seguridad nacional y los intereses del partido que ocupa el Gobierno. ¿Cómo, si no, se explica una carta del director de seguridad de inteligencia de la Oficina del Gabinete, Chris Wright, en la que pedía una investigación policial (en vez de la habitual investigación de la propia oficina) sobre las filtraciones -políticamente embarazosas- vinculadas a Damian Green, con la hiperbólica afirmación de que "no tenemos la menor duda de que ya se ha causado un daño considerable a la seguridad nacional"?
Es preciso que ocurran varias cosas para restablecer el equilibrio. En primer lugar, la policía debe poner orden en sus propias filas. Tras las investigaciones que ya están en marcha, debe volver a descubrir cómo llevar a cabo la tarea que verdaderamente le corresponde, resumida por el inspector jefe Denis OConnor con las palabras de la reina grabadas en la medalla de la policía: "Proteged a mi pueblo". "Mi pueblo" significa nosotros, los que vivimos en el Reino Unido; no significa que la policía se proteja a sí misma ni ahorre vergüenzas al ministro del Interior. Hay que eliminar cualquier politización incipiente de la Administración y la policía.
Es necesario reforzar el escrutinio independiente de la policía. En esta crisis, la Comisión Independiente de Quejas a la Policía debe hacer honor verdaderamente a esa I de independiente. Tendrá que haber procesamientos si las pruebas lo justifican. The Economist informa de que "nunca se ha condenado a ningún policía por asesinato ni homicidio tras una muerte producida por contacto entre la policía y la gente, pese a que sólo en los últimos 10 años ha habido más de 400 muertes de ese tipo". De ello se deriva una cuestión constitucional más amplia: necesitamos una separación de poderes como es debido en el Reino Unido, con una legislatura elegida democráticamente y un poder judicial independiente que tengan unas potestades más fuertes y más definidas para controlar a un Ejecutivo excesivamente poderoso.
En los casos recientes, esa función de control la han ejercido sobre todo los medios de comunicación, con la ayuda de ciudadanos que han hecho fotografías con sus cámaras digitales y sus teléfonos móviles. La prensa ha hecho honor a su nombre de cuarto poder. Esta colaboración positiva entre los ciudadanos y los medios independientes es algo que hay que aprovechar, no limitar. Recordemos que este Gobierno pretende convertir en delito el hecho de hacer fotos de agentes de policía, con la excusa de que podrían ser útiles para los terroristas. No cuesta nada imaginar cómo un policía enardecido habría podido abusar de ese poder y haber confiscado la cámara que grabó la agresión a Ian Tomlinson.
Hagamos estas cosas, y más, y entonces los británicos podremos volver a pensar que vivimos en un país que está en el grupo de los mejores.
Timothy Garton Ash
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