La burbuja más grande del mundo
En Londres, los ejecutivos pierden dinero mientras las bacterias se agolpan en restaurantes de lujo y se apaga el runrún de los aston martins. La otrora orgullosa capital financiera yace en la ansiedad
De las muchas jóvenes promesas de la gastronomía mundial que han rendido culto en el templo de El Bulli ninguno se ha contagiado más del espíritu del gran maestro, Ferran Adrià, que el inglés Heston Blumenthal. Por su invención, por su osadía, por su rigor, Adrià ha identificado a Blumenthal como su discípulo más amado. La fe de Adrià se ha visto justificada por la designación del restaurante de Blumenthal, The Fat Duck, como el segundo del ranking global después de El Bulli.
The Fat Duck se convirtió en un símbolo de la opulencia y ambición de Londres, la capital financiera y cultural del mundo durante la última década, la expresión más dinámica, optimista y derrochadora de un boom de bienestar planetario que nos imaginábamos, en los países ricos, eterno. Los viejos y nuevos multimillonarios de la Tierra se instalaban en Londres, y, saciada su necesidad de ferraris y bentleys, y de hogares caros en los barrios de Mayfair y Belgrade, tiraban fortunas en champán, y potaje de caracol con jamón de jabugo, y nitrohelado de beicon y huevo, en el restaurante más rabiosamente de moda en la breve, pero espectacular, historia culinaria de las islas Británicas.
Del mismo modo que Londres simbolizó la llamada "exuberancia irracional" de los primeros ocho años del siglo XXI, su lamentable estado de salud actual, demostrado en que Gran Bretaña ha sido identificado por el Fondo Monetario Internacional como el país avanzado con peores perspectivas económicas, refleja de manera tristemente apropiada la crisis que asuela a la totalidad del planeta -tan apropiada, que fue el lugar elegido por el G-20 en su última reunión dedicada a buscar cómo resucitar la economía mundial-.
The Fat Duck ofrece a su vez una metáfora especialmente brutal de la enfermedad que ha devorado a Londres. En enero, clientes del restaurante empezaron a acusar síntomas de malestar estomacal, vómitos y diarrea. El mes pasado, la cifra de comensales que cayeron enfermos, aparentemente debido a un virus, superó los 500. Y Blumenthal se vio obligado a cerrar sus puertas.
Hoy las puertas se están cerrando en todo Londres; las de los restaurantes, las de las tiendas, las de los puestos de trabajo y las de la ilusión. Si el verano pasado la frase que definía a los londinenses era "viva la vida", la palabra que los define hoy es "ansiedad". La mayor concentración de ansiedad se encuentra en el sector financiero de Londres, la fuente de la riqueza de la ciudad, el motor que generó infinidad de puestos de trabajo para abogados, auditores, publicistas, inmobiliarias y cocineros, y donde se ganó dinero grotescamente, inflado a base de comisiones extravagantes y riesgos irresponsables. Jóvenes de 25 años recién entrados en compañías de inversiones se compraban Aston Martins o casas valoradas en dos millones de libras (2,6 millones de euros hace seis meses, un cuarto menos hoy) porque, por encima de sus sueldos de 65.000 libras, acumulaban primas anuales de 200.000. Un veterano de 35 o 40 que ocupaba un puesto ejecutivo medio tenía un sueldo fijo de 200.000, pero con frecuencia cosechaba bonus de cinco millones. Cuanto más dinero (de otras personas) arriesgaban, más ganaban. Ese dinero fluía por toda la ciudad. La excepción, no la regla, fue vivir en una casa valorada en un millón de libras, lo cual creó un clima de confianza tal, que se repartieron hipotecas como pintas de cerveza en un pub. Todo el mundo se imaginó rico y gastó como si lo fuera.
Román Zurutuza, un gestor de inversiones español que lleva 10 años en Londres, explicó que el error de muchos banqueros fue no limitarse a sus sueldos para cubrir los gastos básicos, como el coche, el teléfono, los colegios de los niños. "Soñaban que las primas eran una garantía de por vida y gastaban y se endeudaban en función de esa suposición. La especie humana suele extrapolar tendencias actuales al infinito. Y esa tendencia, esa debilidad psicológica, es lo que nos ha llevado al lío en el que estamos. Y Londres es el lugar del mundo donde tal tendencia se ha visto en su máxima expresión".
Y ahora, el brusco despertar. Robert Taylor, director general estadounidense del banco privado Kleinwort Benson, huele miedo en la ciudad a la que se mudó hace 15 años. "Era el centro del universo cuando llegué, el lugar donde estaba la acción y todo era posible", dice. "Hoy, la gente emite suspiros de alivio cuando ve que su nombre no figura en la lista de los que van a despedir, pero esa misma gente no deja de temer que el día siguiente la suerte le abandone. En el mejor de los casos, los sueños de futuro se han encogido. Las primas se han quedado en nada, mucha gente hasta hace poco rica no puede pagar sus hipotecas, los proyectos de tantos de retirarse y vivir en una casa en la costa española se han esfumado".
La oficina de Taylor se encuentra en Canary Wharf, una concentración de edificios altos de cristal al lado del Támesis, construidos durante los últimos 20 años para acomodarse a las necesidades del mundo financiero. En este periodo, el número de bancos internacionales en Londres ascendió de 73 a 479. Nueva York no se quedó atrás en cuanto a ganancias; pero, en cuanto a alcance y perspectiva global, Wall Street no competía. Por su situación geográfica, a mitad de camino entre Estados Unidos y Asia, por el idioma, por un sistema legal ameno para los negocios, por una tradición milenaria como centro comercial, Londres se convirtió en el gran imán del talento financiero mundial.
Y con el dinero vinieron el arte, la moda, la música, la arquitectura. Norman Foster y Richard Rogers, los dos grandes arquitectos ingleses contemporáneos, recibían cheques en blanco para cambiar de manera dramática la topografía de la ciudad. El mini-Manhattan de Canary Wharf, antigua zona portuaria abandonada hasta principios de los noventa, es el ejemplo más visible de esta costosísima transformación, inimaginable en cualquier otra antigua metrópoli europea. Pero hoy Canary Wharf tiene un aspecto casi sepulcral. Los altos edificios, como el de Citigroup, están semivacíos tras las masacres de despidos de los últimos meses; y se ve menos gente a mediodía en las amplias calles peatonales de la zona de la que antes deambulaba en plena noche por la misma zona. Las colas de taxis, que antes entraban y recogían pasajeros apenas sin parar, llegan ahora a sumar hasta 200 metros de longitud a la hora de la comida. (Media docena de taxistas consultados en Londres dijeron que su trabajo había bajado al menos un 30% desde hace un año).
Una analista estadounidense de uno de los grandes bancos de Canary Wharf comentó, irónica, en la cafetería Carluccios que los pocos clientes sentados a nuestro alrededor eran o banqueros todavía empleados con poco que hacer, o banqueros desempleados preparando entrevistas para puestos peor pagados. La analista mencionada añadió que de las ocho personas que había en su sección hace seis meses sólo quedaba ella. Incierta en cuanto a sus posibilidades, y las de su marido, para seguir trabajando, dijo que estaba pensando seguir el ejemplo de muchos extranjeros (sean estos ejecutivos o electricistas polacos) atraídos en los últimos años por la bonanza londinense: venderlo todo y mudarse con sus hijos a un país más barato y menos estresante. O, en el peor de los casos, irse a vivir con sus padres. La duda inmediata que tiene sobre la mesa es si sacar a los niños de sus colegios privados, preocupación inimaginable hace apenas seis meses que asuela hoy a muchos londinenses. Como explicaba Román Zurutuza, la inflación de la burbuja ha sido tal, que le cuesta más la guardería de su hija de cinco años que lo que pagaría por un master de dirección de empresas en el IESE.
Si Carluccios tenía un ambiente depresivo, este local vibra de energía positiva comparado con Sumosan, un restaurante asiático en el barrio más rico del centro de Londres, Mayfair, elegido por un banquero extranjero para comer. Hace un año, decía el banquero, había que pelear para conseguir mesa. En esta ocasión, el 90% por ciento estaban vacías. El banquero dijo que no le sorprendía, en un contexto en el que mucha gente anteriormente rica sobre el papel se había quedado sin nada. "Conozco a varias personas que habían invertido los ahorros de su vida a lo largo de 15 años. Y ahora ese dinero vale el 20%, el 10% o el 0% de lo que valía el año pasado. Hay casos así por un tubo". "Como también hay casos abundantes", señalaba el banquero, basándose en datos publicados en la prensa británica, "de divorcios provocados por la crisis económica, particularmente en matrimonios en los que el marido operaba en el mundo financiero y había depositado toda su confianza en ganar dinero como un futbolista de la Premier League, o más, toda su vida. Y esto no es para lo que yo había firmado, es lo que están diciendo muchas esposas de banqueros. Se habían acostumbrado a una vida de lujo tremendo. Ven que eso se acabó, y se van".
El divorcio entre el sector financiero y el resto de la capital, o la ruptura del cordón umbilical que los unía, implica que Londres se queda sin lo que sus habitantes llaman the lifeblood, la sangre de la vida. No hay más que darse una vuelta por Mayfair, un barrio del que podía suponerse que iba a aguantar la embestida de la crisis mejor que otros. En la calle de Piccadilly, donde se ven carteles que anuncian liquidaciones, trabajadores de la venerable marca de porcelana Wedgwood estaban desalojando su más emblemática tienda. La Princes Arcade, un paseo peatonal de tiendas de lujo a 100 metros de Piccadilly Circus -el centro geográfico de la ciudad-, da pena: la mitad de sus 20 tiendas han cerrado. En la elegante Saint James Street, a cinco minutos a pie del palacio de Buckingham, un lujoso bar y restaurante llamado Just James ofrece algo desconocido hasta hace muy poco, pero común de repente en toda la ciudad: un menú de almuerzo barato, en este caso, dos platos por 8,95 libras (10 euros).
El mismo ambiente apagado, las mismas escenas se ven en barrios de clase media como Shepherds Bush, donde la mitad de los restaurantes que había hace un año han dejado de existir. Un guionista de cine que vive allá, Henry Fitzherbert, acaba de constatar que incluso el mercado laboral de las canguros para niños ha sido diezmado. "Hace un año pusimos un anuncio y en tres días respondieron veinte", recuerda Fitzherbert. "Esta semana hicimos lo mismo y respondieron 90 en 24 horas, algunas de ellas con títulos universitarios de posgrado".
Cualquier persona con la que se hable en Londres conoce a gente que nadaba en la abundancia y que, de la noche a la mañana, ha caído en la desesperación. Entre otros, Fitzherbert menciona el caso de una pareja con casa en el acomodado barrio de Richmond. "Ella estudió en Cambridge, él, en Oxford. Hasta diciembre, ella trabajaba en un alto puesto de la BBC, él, en un banco. Los dos se han quedado sin trabajo y no saben qué hacer o por dónde buscar. Es muy duro. Los que todavía tenemos ingresos damos gracias cada día".
Y hay otro problema de fondo que quizá explique en parte los disturbios que se registraron en Londres como respuesta a la reunión de los líderes del G-20, y que da motivos para pensar. La analista entrevistada en Carluccios cree que el conflicto social va a incrementarse. Las enormes ganancias del sector más rico de la ciudad han producido grandes recaudaciones tributarias, pero el dinero de las arcas del Estado se verá drásticamente reducido, lo cual dificultará la tarea de seguir cuidando las necesidades de los que no trabajan, los que habitan las periferias más pobres de las ciudades del Reino Unido.
¿Renacerá Londres? ¿Volverá a ser la capital más potente de Europa, o incluso del mundo? ¿Recuperará las glorias de la época prevomitiva del Fat Duck? La media docena de banqueros o de hombres del mundo financiero entrevistados para este reportaje opinaban que en unos años, sí. Que había demasiado talento, energía y experiencia acumulada en la ciudad para pensar otra cosa. Algunos decían que incluso ya veían luz al final del túnel. Se trata de gente claramente muy capaz, con lo cual existe la tentación de creerla. Pero, como decía un columnista de The Observer hace poco, las previsiones económicas hechas por los expertos a lo largo de los últimos años las podría haber hecho con igual acierto una familia de chimpancés: así que, lo que no está del todo claro es si esa luz emana del sol o de una locomotora de tren acercándose en dirección opuesta a gran velocidad.
John Carlin en El País.
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