Cómo impulsar reformas en plena crisis
La recesión dificulta, más que favorece, las reformas. Las clases populares y medias temen que los poderosos, a los que culpan de la situación, les amarguen aún más la vida. Se precisa, pues, un liderazgo persuasivo
Es evidente que la economía española tiene cosas que no funcionan del todo bien. Los economistas les llaman "ineficiencias". Su efecto es aumentar los costes y reducir la productividad. Cambiarlas podría mejorar el crecimiento económico y el bienestar social.
Sin necesidad de ser experto, a cualquier ciudadano le es fácil identificar algunas de esas ineficiencias en instituciones como el mercado laboral, el sistema financiero, los impuestos, las pensiones, los servicios, la energía, la vivienda, la enseñanza, la justicia, las Administraciones, y así una larga lista que cada uno puede completar a su gusto.
La crisis, como hacen las lluvias de otoño con las setas, ha hecho que brote una verdadera plaga de reformadores. Expertos, académicos, economistas, empresarios o grupos de presión ofrecen sus recetas para reformar las reglas de juego con las que funcionan esas instituciones.
Pero, a la vez, está surgiendo un fuerte rechazo social y político. Los sindicatos han anunciado que las reformas serán casus belli. También en la Universidad y otras instituciones está surgiendo un malestar creciente contra las reformas. Pero el punto álgido ha sido el encontronazo entre el Gobierno y el gobernador del Banco de España a propósito de la reforma del mercado de trabajo y de las pensiones. Y particularmente la acusación de "chantajistas" que el presidente del Gobierno ha lanzado contra los reformadores.
Algo no funciona en el debate sobre las reformas. Pero, dado que es necesario mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones, hemos de plantearnos cómo se podrían cambiar las cosas sin provocar ese rechazo.
La economía política ofrece enseñanzas útiles acerca de los factores sociales y políticos que hacen que una reforma sea políticamente posible y socialmente aceptada. Permítanme mencionar sólo cuatro, extraídas de la nueva teoría del crecimiento y de la moderna economía experimental.
1. Contrariamente a lo que se supone, la crisis actual dificulta, más que favorece, las reformas. La razón está en el resentimiento de las clases populares y la clase media contra la corrupción y la mala fe en los negocios y la concentración de la renta y la riqueza que se ha producido. En ese contexto y cuando se están dedicando enormes cantidades de fondos públicos para salvar bancos y empresas, las reformas sociales, como las del mercado de trabajo y las pensiones, son vistas por muchos ciudadanos como una forma de añadir injuria al dolor de la crisis. Algo que acentúa el resentimiento y la percepción de injusticia.
Hay que evitar el oportunismo reformador basado en el "cuanto peor, ¡mejor!". Algunos piensan que cuando el desempleo llegue a los cinco millones las reformas serán más fáciles. Aprovechar la crisis para imponer cambios en las reglas de juego institucional es una estrategia perversa. Este oportunismo provoca esa percepción sindical y gubernamental de estar sometidos a un chantaje de reformas.
Para vencer el resentimiento y la resistencia, las reformas en un ámbito concreto tienen que encuadrarse en el marco más general de una política que sea capaz de reconstruir el bien común y generar confianza en un futuro compartido.
2. En las democracias avanzadas como la nuestra, el marco institucional general, que regula los derechos y deberes y las relaciones entre los diferentes actores sociales, está consolidado y aceptado. No se necesitan grandes reformas institucionales, sino imaginación para innovar dentro de cada una de las instituciones existentes.
Tanto la evidencia empírica como la teoría económica nos dicen que las grandes reformas no funcionan ni en los países de bajo nivel de desarrollo ni en las democracias avanzadas, aunque por causas diferentes. Sólo en el caso de los países de desarrollo intermedio parecen tener cierto éxito. Ése fue el caso de las reformas económicas, sociales y políticas (Pactos de la Moncloa) llevadas a cabo en España en la Transición de los setenta y ochenta.
Por lo tanto, las democracias avanzadas no necesitan dictadores benevolentes que impongan a la sociedad reformas que ellos consideran beneficiosas para los ciudadanos, pero que éstos rechazan por violentar sus preferencias. Lo que necesitan son líderes del cambio, capaces de promover la innovación institucional y de persuadir a todos los actores que forman parte de esas instituciones -ya sea la empresa, la enseñanza o el sistema de pen-siones- para que orienten su conducta al cambio innovador. La reforma surge así de forma interna, mediante pequeños cambios graduales y acumulativos desde dentro de cada organización.
Los economistas, sin embargo, tienen un gen, no sé si innato o adquirido en las facultades, que les hace proclives a comportarse como dictadores benevolentes. Pero, en todo caso, acusen a los economistas de ser malos reformadores, no a la ciencia económica, que no tiene dogmas, sino una variada gama de instrumentos para el cambio.
3. Hay que tener en cuenta que las reformas provocan ganadores y perdedores. Los beneficios, si existen, son a largo plazo, mientras que los costes se manifiestan en el corto y están mal repartidos. De ahí que una buena estrategia de reforma debe distinguir el corto del largo plazo. En situaciones de crisis, cuando el desempleo provoca la pérdida de ingresos para muchas familias, hay que ir con cuidado con reformas que pueden acentuar esa pérdida de ingresos. De ahí la necesidad de contemplar mecanismos de apoyo a los más débiles para evitar su resistencia al cambio.
Por muy fuertes que sean las ineficiencias hay que evitar la ansiedad reformadora. Las reformas impuestas se vuelven como violento boomerang contra quien las impulsa. Recuerden la huelga general de 1988 contra la reforma laboral. Debilitó de forma permanente la capacidad de cambio del Gobierno de Felipe González, por más que permaneciese en el poder hasta 1996.
4. Por último, los reformadores deben evitar la tentación de querer solucionar las ineficiencias propias copiando de forma mimética las mejores prácticas de otros países. Acostumbra a ser un fracaso. La economía del desarrollo nos dice que lo mejor (las best practices) es enemigo de lo bueno (second best institutions). Y que lo bueno surge de la idiosincrasia y de las capacidades existentes a nivel local.
¿Qué podemos aprender de estas enseñanzas que nos ofrece la ciencia económica a la hora de buscar los remedios a nuestras deficiencias institucionales? Nos dicen que el camino del cambio no es ya tanto el de las grandes reformas propuestas por dictadores benevolentes e impuestas desde arriba, como el de un liderazgo institucional capaz de promover la imaginación para el cambio. Un liderazgo capaz de persuadir y de coordinar las motivaciones de todos los actores en la dirección de la mejora de la eficiencia de cada institución.
Dicho de otra manera, lo que necesita una democracia como la española para mejorar el funcionamiento de las instituciones no son ya grandes operaciones de cirugía reformadora. Necesita medicina homeopática que induzca el cambio desde dentro de cada institución. ¿Se imaginan lo que hubiese ocurrido en la SEAT de Barcelona si se hubiese impuesto desde fuera las reglas de flexibilidad y moderación salarial libremente negociadas y aceptadas por los trabajadores? Ése es el camino.
Los reformadores españoles no deben refugiarse en el fácil expediente de reclamar la intervención del Gobierno para que haga el trabajo sucio de la reforma. Es contradictorio querer flexibilizar las instituciones mediante el intervencionismo del Estado. Deben investigar cómo incentivar el liderazgo y la imaginación institucional, ya sea en el mundo laboral, la enseñanza o las pensiones.
Ahora bien, ese liderazgo innovador a nivel institucional ha de ir acompañado de un liderazgo político a nivel de Gobierno. Un liderazgo que marque el rumbo del cambio, que una y que restaure la esperanza. Vamos, una versión autóctona del "Yes, we can".
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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