Lo peor no es inevitable
La crisis se ha extendido como un pulpo a todos los ámbitos de la vida. Frente al temor de que el capitalismo sin reglas que ha provocado la Gran Recesión desemboque en una nueva burbuja, los ciudadanos han descubierto la prioridad de lo colectivo y la importancia de estar bien gobernados. Varios libros demuestran que el Estado vuelve a tener un lugar en el mundo.
De la crisis que está viviendo el mundo decía John Le Carré en estas mismas páginas de Babelia: "Es tan drástica e irreversible como el muro de Berlín (...) en estos momentos estamos divididos entre los que están afectados por la recesión y aquellos que simplemente la observan. Pero el acto final de todo esto será más igualitario (...) Ahora nos dicen que tengamos miedo...".
Para abordar estos acontecimientos contemporáneos que muy genéricamente se definen como crisis hay que partir de varias premisas metodológicas previas. La primera, que en tiempos de incertidumbre ser optimista es una cuestión de moralidad pública, como ha explicado el economista José Juan Ruiz (Retos ante la crisis). La economía se mueve por expectativas y el optimismo es una de ellas. Ser optimista no significa dejar de reconocer las dificultades, sino intentar superarlas. Aquí se puede utilizar certeramente la cita de Antonio Machado: "No podemos esperar que el viento sople sobre nuestras velas, queremos y debemos orientar las velas hacia donde sopla el viento".
La segunda premisa son los problemas de diagnóstico que hemos padecido respecto a la crisis: la ausencia de relato. Casi dos años después de iniciada, apenas nos ponemos de acuerdo con sus orígenes remotos -más allá de generalidades como la codicia- y mucho menos sobre su profundidad y duración. Decía Descartes que lo que se concibe claramente se enuncia claramente. Viceversa, podemos escribir en esta ocasión: lo que se concibe con opacidad se enuncia con oscuridad. Algunos analistas cuentan con ironía, pero con verdad, que la crisis financiera ha tenido tres fases: en la primera, el vendedor sabía lo que vendía y el comprador sabía lo que compraba; en la segunda, el vendedor sabía lo que vendía pero el comprador no sabía lo que compraba; en la tercera, el vendedor no sabía lo que vendía y el comprador no sabía lo que compraba. Así ha ocurrido que los pocos que intuyeron lo que iba a ocurrir fueron una especie de Casandra. Casandra era una sacerdotisa del dios Apolo al que éste concedió el don de la profecía; Casandra, casquivana, engañó a Apolo, y éste completó sus dádivas: podría determinar lo que iba a suceder pero nadie la creería. Por ejemplo, adivinó la guerra de Troya pero no la evitó.
La tercera premisa está vinculada directamente a la anterior: mucho antes que las burbujas tecnológicas, inmobiliarias, bursátiles, financieras, había una burbuja del conocimiento que duró ya al menos un cuarto de siglo, basada en una visión economicista del mundo, según la cual éste se autorregulaba sin intervención de los poderes públicos, la agregación del interés de cada uno generaba el interés común y no había límites a la acción humana sobre la naturaleza. Es muy significativo comprobar cómo el estallido de la crisis económica ha coincidido con la llegada a la sociedad del debate sobre el cambio climático, afortunadamente superado el círculo de los expertos.
La crisis actual posee dos características principales: tiene el potencial de ser la más destructiva para el planeta desde la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado; y es multidisciplinar, hace tiempo amplió sus códigos genéticos económicos y se extendió como un pulpo por la sociología de la vida y las condiciones de supervivencia de los ciudadanos, sean éstas políticas o sociales. Tener el potencial de ser tan destructiva no significa equipararla a lo sucedido en la primera parte del siglo pasado; afortunadamente el mundo ha establecido algunos cortafuegos para que no se repita lo peor de aquel relato, entre los cuales el más importante es la existencia del Estado de bienestar para la parte más minoritaria y afortunada de la humanidad (alrededor de 500 millones de personas sobre más de 6.000 millones del conjunto). Resulta muy conveniente releer ahora los tratados de historia del periodo entre los años 1919 y 1939 para establecer las analogías y diferencias respecto a la actualidad (por ejemplo, el recién publicado El camino hacia la guerra, de Richard J. Overy, o el clásico La crisis de los 20 años, de E. H. Carr).
Hay científicos sociales que al analizar la crisis actual introducen algunos elementos propios de las décadas de los veinte y los treinta del siglo pasado y hablan directamente de la "economía del miedo". Las crisis multiplican el miedo. No se trata del miedo al terrorismo (que permanece agazapado), sino el miedo al otro, al diferente, al inmigrante que viene de fuera y compite por nuestros escasos puestos de trabajo y por las prestaciones de nuestro welfare. El miedo como un ingrediente activo de la vida política de las democracias occidentales, como acaeció en otros momentos de la anterior y atormentada centuria (Sobre el olvidado siglo XX, de Tony Judd): el miedo a la incontrolable velocidad del cambio, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual. A perder el control de las circunstancias y rutinas de nuestra vida diaria. Y quizá, o sobre todo, miedo no sólo a que ya no podamos definir nuestras vidas sino también a que quienes tienen la autoridad (nuestros representantes elegidos) hayan perdido el control a favor de fuerzas que están más allá de su alcance.
En este contexto cobran más importancia que nunca las instituciones. De nuevo la historia nos muestra que cada vez que se genera una crisis tan extrema, los ciudadanos redescubren de forma aguda la necesidad de instituciones eficaces, la prioridad de lo colectivo, la importancia de estar bien gobernados, la significación de los servicios públicos y su buen funcionamiento, la centralidad de un Estado de bienestar lo más potente y eficaz que sea posible. Sólo que ahora, a diferencia de otras coyunturas históricas, hay que hacerlo en el marco de referencia de nuestra época: la globalización.
Así se redefine la visión del progreso. Por un lado, las causas del progreso de un país se identifican con la dotación y el uso de los factores productivos de que dispone (capital humano, tecnológico, físico, su geografía...): lo que se ha denominado el hardware de la economía. Pero también existe el software de la economía: la calidad del marco normativo y de las instituciones. Las instituciones, cuando funcionan bien, reducen la incertidumbre, aminoran los costes de transacción y facilitan la cohesión social.
Ese temor a lo desconocido estimula el cambio de paradigma económico. El Estado vuelve a tener un lugar en el mundo; se siente la necesidad de nuevas y más potentes regulaciones contra los abusos del mercado y contra los caníbales que lo han convertido en un casino, lo que significa el retorno de la política. Cuando hay dificultades se redescubre para qué sirve un Estado firme y con poderes. En EE UU, los ciudadanos han girado en masa su mirada hacia el Gobierno federal para que les ayude a salir de la crisis política y económica, en cuanto éstas han sobrevenido. Así se explica en buena parte la elección de Barack Obama y la barrida electoral a los neocons de Bush.
Una democracia saludable, lejos de estar amenazada por el Estado regulador, depende de él. El problema no era mucho Estado, como nos dijeron los dioses que -ahora lo sabemos- eran falsos, sino la ausencia del mismo. Después de todo, ¿cuál es la alternativa para evitar que una crisis económica devenga en una crisis sistémica, o en una crisis violenta, como la que se desarrolló en las tres décadas que pasaron desde el inicio de la Primera Guerra Mundial hasta el final de la Segunda?
Pronto se cumplirán dos años del estallido de esta crisis que ha sido más profunda y global que las anteriores. Es momento de poner las luces largas y concluir que quizá el historiador británico Eric Hobsbawm no tenía razón y el siglo XX no ha sido un siglo corto -"¿cómo hay que explicar el siglo XX corto, es decir, los años transcurridos desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta el hundimiento de la URSS que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un periodo histórico coherente que acaba de concluir?" (Historia del siglo XX)-, sino un siglo largo que se inició con el estallido de la primera conflagración mundial y está concluyendo ahora, con esta crisis en la que se aprecia la ausencia de temor, la chulería, el bandidaje de aquellos que se aprovecharon de un capitalismo sin reglas, falsamente autorregulado, corrupto y corruptor, y extremadamente desigual, que nos ha conducido a esta Gran Recesión. Lo peor es que no se aprecia la suficiente ambición reformadora para volverlo a evitar y es lícita la sospecha de que en cuanto el planeta salga de las dificultades más abstrusas, los mismos sujetos se aprestarán a generar, para su beneficio, la siguiente burbuja.
Joaquín Estefanía en Babelia
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Iberoamérica 2020. Retos ante la crisis. Edición de Felipe González. Siglo XXI y Fundación Carolina. 436 páginas. 20 euros. El camino hacia la guerra. La crisis de 1919-1939 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Richard J. Overy. Traducción de Carmen Martínez Gimeno. Espasa. 240 páginas. 21,90 euros. La crisis de los 20 años (1919-1939): una introducción al estudio de las relaciones internacionales. E. H. Carr. Traducción de Emma Benzal. Los Libros de La Catarata. 328 páginas. 21 euros. Sobre el olvidado siglo XX. Tony Judd. Traducción de Belén Urrutia. Taurus. 496 páginas. 22 euros. Historia del siglo XX. Eric Hobsbawm. Traducción de Jordi Auraud, Juan José Faci y Carme Castells. Crítica. 616 páginas. 24 euros.
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