El descrédito de la política
El sistema de listas cerradas convierte a los parlamentarios en rehenes de los líderes del partido
Callar por miedo implica un tipo de corrupción que el Código no castiga
Uno de los síntomas más preocupantes del estado actual de las democracias es el creciente desprestigio de los políticos, a los que se les considera tan ineptos como corruptos. De poco sirve escudarse en que no todos los políticos son iguales, una obviedad manifiesta, ni advertir de las fatales consecuencias para la estabilidad del orden político establecido, una amenaza que al menos tiene la virtud de mostrar lo hondo que esta opinión ha calado.
Empero, lo más grave de la situación radica en que la clase política esté poco dispuesta y menos capacitada, no ya para enfrentarse, sino ni siquiera para detectar las causas de este desprestigio, cuyas perversas secuelas, por otro lado, a nadie se le ocultan. La mala fama de los políticos, que deteriora ya las instituciones, hunde sus raíces en dos malformaciones propias de las democracias contemporáneas: las competencias del Parlamento en buena parte las ejercen los partidos, y éstos no respetan la democracia interna.
Y de ambas, los ganadores, pero también los perdedores, son los políticos, presos de una aporía de la que no pueden librarse. Su legitimidad proviene de representar al conjunto de los ciudadanos, cuya voluntad soberana expresa el Parlamento; pero, los que deberían actuar según los dictados de su conciencia, según reza la Constitución, poco pueden hacer en este sentido. No sólo los reglamentos regulan el comportamiento de los grupos parlamentarios, sin dejar apenas resquicio para una actuación individual responsable, sino que se trata a los parlamentarios como si hubieran recibido un mandato imperativo que restringe casi por completo su libertad, máxime si en las próximas elecciones pretenden mantenerse en las listas.
El mayor acto de libertad individual que le queda al parlamentario es abandonar el grupo en cuya lista ha sido elegido, una decisión que, no importa cómo la justifique, la opinión pública y los partidos consecuentemente la rechazan por no encajar en el sistema de listas cerradas y bloqueadas, pero sin preguntarse si el principio constitucional de actuar según la propia conciencia no fuese tal vez incompatible con la elección en listas cerradas. Nadie accede al Parlamento por méritos propios -aunque algunos, o muchos, puedan tenerlos-, sino por la voluntad de aquellos que los colocan en la lista en un puesto de salida.
Algunas consecuencias graves, que permanecen en una discreta penumbra, se derivan de este modelo electoral. Una vez que dada la complejidad de las sociedades modernas, el Parlamento no parece el instrumento adecuado para legislar y controlar al Ejecutivo, es perfectamente coherente el que se impida el acceso a los que pretendan responder ante su conciencia. Probablemente, un Parlamento de personas libres,elegidas en virtud de su cualificación y con un apoyo popular individualizado, resultaría ingobernable. Pero ante uno de autómatas, la gente no se libra de la impresión de que se obtendría el mismo resultado, y sobre todo sería más barato, si quedase reducido a las cabezas de grupo, aduciendo cada uno el número de escaños con que cuenta.
Antes de ocupar la secretaría general del partido, en sus muchos años de parlamentario, como la mayor parte de sus colegas, el señor Rodríguez Zapatero no tuvo la menor oportunidad de darse a conocer. Aunque se supone una mayor legitimidad democrática en el representante de la nación que en el que asciende en la jerarquía del partido, únicamente se logra una cierta visibilidad cuando se llega a la cúspide de la organización. La parte más dura, y la decisiva, en la vida de un político se realiza con la mayor opacidad de puertas adentro. Se puede llegar al poder sin haber tenido apenas contacto con el país real y desconociendo por completo lo que ocurre fuera de nuestras fronteras. A veces ni siquiera se guardan las formas, y el jefe nombra directamente a su sucesor, el "dedazo" que dicen los mexicanos, que practicó tanto González con Almunia, como Aznar con Rajoy.
El que el Parlamento ya no sirva de plataforma para seleccionar a los líderes explica que el debate político, salvo en ocasiones excepcionales, se haya trasladado a los medios. Algunos comentaristas, tertulianos o columnistas, son más conocidos e influyentes que la mayor parte de los parlamentarios. Agazapados en sus escaños y callados como muertos ante escándalos de los que todos hablan, menos ellos, terminan por tragar todo lo que les echen ¿Saben de algún político del PP que se haya posicionado ante las noticias escalofriantes que a diario nos proporcionan los periódicos? En conversaciones privadas, y algunos más privilegiados en los medios, todos expresamos una opinión, menos la inmensa mayoría de los políticos, que se han convertido en los únicos ciudadanos a los que parece que no les concierne nada de lo que sucede.
Callar por miedo a los altos costos personales que habría que pagar si se cumpliera con esta obligación implica un tipo de corrupción que el derecho penal no castiga, pero que fomenta el que se expandan otras formas punibles. Una clase política, dispuesta a asumir sin el menor filtro crítico todo lo que dicte la cúpula, ampara la corrupción, al fomentar el marco de silencio que necesita para reproducirse. Cuando se ha renunciado a manifestar lo que se piensa, echando por la borda principios y convicciones, la única compensación es asegurarse un beneficio personal.
Los políticos que tenemos son producto de los dos hechos enunciados: pérdida de la centralidad del Parlamento, desplazado a mero instrumento de ratificación de lo decidido fuera de su órbita, y el que en los partidos la democracia interna haya quedado reducida a mínimos. Los políticos son los ganadores de esta situación, en cuanto muchos, si otras hubieren sido las vías de acceso, no habrían llegado a los cargos que ocupan, pero también son los perdedores, porque una vez instalados perciben en su propia carne hasta qué punto les perjudica cualquier intento de sobresalir o tan sólo mostrar alguna ambición. El Parlamento, lejos de ser la plataforma en la que poner de manifiesto la valía personal, se rige por la consigna de que "el que se mueva, no sale en la foto".
El desprestigio creciente de los políticos tiene su fundamento en un sistema de selección y promoción que no favorece a los mejores, aunque algunos de primera hayan sabido acoplarse a las condiciones impuestas, conscientes de que no se puede navegar contra viento y marea. A éstos les favorecería un cambio en las reglas de juego, pero la más pequeña innovación que promoviese una mayor competitividad interna no parece viable, al oponerse con gran tesón la cúspide de los partidos.
Aunque seguirá creciendo el distanciamiento de la población ante los políticos, mientras la participación no baje de un 50% y se mantenga una polarización visceral entre las sedicentes izquierda y derecha que refuerza la cohesión interna; mientras que la política social, gobierne el que gobierne, descienda a un ritmo tolerable y se perfeccionen los canales por los que transcurre la corrupción, de modo que los escándalos se dosifiquen en el tiempo, y sobre todo sigamos con una Ley Electoral tan injusta como poco apropiada para restablecer el prestigio de los políticos, me temo que los partidos esperarán a que pase el chaparrón y se apacigüen los ánimos, sin emprender nada que pueda disminuir el poder acumulado.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología en excedencia.
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