Árbitros vendidos
¿Quién es Standard & Poors, la agencia de calificación que baqueteó al Reino de España, poniendo bajo sospecha su solidez financiera futura?
¿Es gente deseable?
Standard es la misma agencia que hasta el 9 de diciembre de 2004 sostenía que la gran compañía italiana Parmalat era seguro boccone di cardinale para los inversores. Y que lo sostuvo hasta 10 días después. Sólo cuando el Bank of America destapó el escándalo y reveló la existencia de falsos documentos de la compañía, le rebajó la calificación. Parmalat acabó en una quiebra faraónica. La agencia fue investigada, y su sede milanesa fue registrada por la justicia, por si conocía ex-ante datos del fraude.
Standard es la misma agencia que el 17 de marzo de 2008 voceaba que Lehman Brothers "ha navegado muy bien" en unos "mercados financieros persistentemente volátiles". Y que hasta el 10 de septiembre, cinco días antes de su quiebra, mantuvo a sus títulos la etiqueta de "alta calidad". La misma a la que, como a sus colegas Fitch y Moodys, la Securities and Exchange Comission (el regulador norteamericano del mercado de valores) le sacó los colores afirmando que ayudó a los bancos de inversión a colocar paquetes de créditos hipotecarios basura o subprime: el detonante de la presente crisis.
Standard es la misma agencia a la que se atribuye haber asesorado al banco holandés Amro en el diseño de un producto del mismo tenor para que fuera lo más opaco posible, y concedió a esa basura su nota sobresaliente, la triple A. Lo que ayudó al banco a su simpática tarea de vender la porquería y diseminar la crisis.
O sea. Standard & Poors no es el vigilante impoluto de las cuentas empresariales frente a crisis futuras, como pretende. Es el cómplice necesario precisamente en los desaguisados que nos han llevado a la recesión. No es árbitro. Es el jugador disfrazado de árbitro. De tasador, de notario, de certificador, de presunta ITV de las finanzas.
Las tres grandes agencias de calificación crediticia, todas anglosajonas, gozan de un poder infinito. Que acarrea costes. En el límite, la ruina de los inversores crédulos en sus falaces certificados. En julio, Standard recortó el precio objetivo de los dos grandes bancos españoles, y Moodys alertó de "implicaciones negativas" para 13 de sus emisiones de bonos, por 7.000 millones de euros. En octubre, Moodys acusó a la banca española de ocultar créditos morosos, con grave peligro para su solidez, lo que contradijo Fitch. La semana pasada Fitch rebajó la nota a la solvencia de Grecia, desplomó su Bolsa y obligó al primer ministro Yorgos Papandreu a lanzar un severo programa de ajuste. Pese a ello, Standard hizo lo mismo ayer.
Y casi lo mismo amagó Standard con España, alegando que la deuda española es abultada, cuando es 20 puntos inferior a la media europea (aunque su incremento futuro preocupe, Bruselas lo ha validado con condiciones). En un solo día, hace hoy una semana, provocó un sobreprecio en la subasta de bonos del Tesoro que la encareció en 10 millones de euros, suyos y míos, querido lector. ¿Por qué no se atreve con la deuda alemana, francesa o británica, todas ellas superiores?
Las agencias son necesarias para evaluar la solvencia de empresas e instituciones, prever el riesgo de sus acciones y emisiones (la posibilidad de impago), balizar el mercado y proteger así al inversor. Pero no lo son estas agencias, que cumplen casi exactamente la función contraria, induciendo al engaño. Quizá en pocos casos, como alegan con estadísticas inanes: serán pocos, pero son los casos decisivos.
Las agencias son un monopolio a tres, en un negocio de 3.000 millones anuales (con escandalosos márgenes del 50%), sin competidores posibles: ingente tarea para el flamante comisario de la Competencia, Joaquín Almunia. Pero lo peor son sus incompatibilidades, que pueden llevar a la corrupción, eso que suavemente se llama conflicto de interés. Paga sus certificados el propio cliente (como a las empresas de auditoría), el único habilitado para proporcionarles información: algo quizá inevitable, pero seguro caldo de cultivo para cualquier enjuague entre alumno y examinador, entre jugador y árbitro.
El peor conflicto de interés sucede cuando las agencias pasan la chuleta al cliente, le aconsejan cómo sortear sus parámetros y obtener la mejor nota.
La autorregulación de ese fatal triángulo ha sido hasta ahora una broma. En 2003 se comprometieron en un código voluntario a "evitar actividades" que atentaran contra su independencia y a "eliminar cualquier conflicto de interés potencial". Con los resultados vistos. El G-20 les ha llamado la atención en tres ocasiones. Y sólo la UE (EE UU todavía no ha despertado) ha empezado a regularlas (Reglamento 1060/2009 del 16 de septiembre), prohibiéndoles "prestar servicios de consultoría o asesoramiento", y obligándolas a la transparencia y a tener consejeros independientes. Pero la autoridad de control, y la capacidad sancionadora, dependerá de cada Estado miembro. También, ojo avizor, del Estado español.
Xavier Vidal-Folch
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