Silencio de Dios
No abrió la boca, como un cordero era llevado al matadero. No protestó, no se defendió
Lo que no he robado, ¿lo tengo que devolver? No. Ese día la voz que se oyó fue la del pecado. Vociferante, arrogante, gritón, tratando de acallar la otra voz; la del amor, la de la justicia, la del Reino, la de la liberación, la de la bienaventuranza. El pecado que disimula su miedo con la fuerza, su lodo con sangre ajena, su vaciedad con ruido y su abuso con indignación
¿Habéis oído? ¿Qué necesidad tenemos de testigos? ¿Habéis oído? ¿Habéis oído de verdad? Por supuesto que no. Sólo habéis oído lo que queríais oír, lo que estabais esperando, sin entender nada. Ya tenéis vuestra excusa, ¿qué necesidad tenéis de testigos? Ya podéis acusarle y quedaros tranquilos. Ya podéis sentiros justos mientras herís al justo. Es tiempo para el ruido de las armas, cuando lo único que se oye del inocente es su grito, y hasta este se atenúa
Lo sacaron fuera de la ciudad. Son tantas las voces del pecado que se dan cita en estos juicios del siervo que pueden formar un coro, una gran coral que provoque la sonrisa complacida del mal, extasiado con esta armonía perversa. Crucifícalo, se grita desde la docilidad, desde la sumisión a otros que piensan por todos y desde la indiferencia que pide carnaza. Queremos a Barrabás, y al violento y al fuerte, al bello y al que triunfa, al rico y al brillante, al que siempre cae de pie. Queremos a Barrabás, no al justo. Las barrabasadas son simpáticas ahora. Si le liberas no eres amigo del César
en cambio si le condenas, a pesar de que sabes que es inocente, a ti te irá mejor. ¿Y no se trata de eso? Que te vaya muy bonito. Que te vaya muy, muy bonito. Porque lo que importa eres tú. Tú. Tú. Tú. Tú. Yo. Yo. Tu seguridad la estás pagando con sangre ajena, pero lávate las manos y la memoria. Grita también el miedo: Yo no lo conozco, nunca he estado con él, adiós, mi amigo, no soy valiente como tú, ahora estás solo. Tal vez algún día reúna las fuerzas, el coraje, para que me salga una voz distinta, discordante en este coro fúnebre. Pero hoy me vence el temor que deja lágrimas y culpa. Habla la mentira, aunque se enreda en su propia malicia, y no se ponían de acuerdo en sus acusaciones. ¿Y qué más da? ¿No está todo claro ya? Ya se sabe qué verdad interesa. El resto es pantomima. Habla la crueldad, que es fuerte con el débil y aduladora con el poderoso. Adivina quién te ha pegado, ja, ja, qué divertido, qué grotesco, qué gracioso, qué burlón. ¿No debería poder librarse si es quien dice ser? Es un fraude, proclama, ufana, la necedad. Crucifícalo, crucifícalo, pero bien lejos. Sácalo de nuestra vista, que aquí es incómodo. No tenemos más rey que al César. Entonces que hablen los golpes, y los clavos.
Este griterío, esta algarabía inhumana ¿acalla acaso la voz que tendría que oírse ? En silencio atraviesa el mundo el sollozo desgarrado de un Dios y de tantos hijos suyos un silencio más estruendoso que el vocerío del mal, aunque ahora no lo parezca. Porque la Vida no es esto de hoy. Calla el amor. Calla la misericordia. Callan el bien y la justicia. Callan el Reino y la paz. Calla el hermano. Callan la caricia y el milagro, la ternura y la confianza. Calla Dios, tras revelarse. Yo soy. Amén.
José María R. Olaizola, sj
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