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La paradoja de la corrupción

La paradoja de la corrupción

¿Por qué políticos y partidos relacionados con la corrupción mantienen en España altos niveles de aplauso popular? Podría evitarse con burocracia meritocrática, cambio del sistema electoral y prensa independiente

Tres historias diferentes en tres países muy distintos (Haití, Afganistán y Grecia) han atraído gran parte de la atención internacional en el último año. En Haití, la interpretación dominante es que la pobreza extrema del país hizo que un terremoto terrible se convirtiera en una tragedia humana sin precedentes; en Afganistán, que una ocupación extranjera en aumento es incapaz de frenar la violencia y traer estabilidad; y en Grecia, que la conjunción de una mala política fiscal junto a la imposibilidad de recurrir a una política monetaria propia le está llevando al borde del colapso económico. Sin embargo, si preguntamos a expertos, miembros de los Gobiernos y ciudadanos de esos países qué causa señalarían como la principal responsable de sus problemas, la respuesta sería sorprendentemente bastante similar.

En documentos anteriores al terremoto, como Por qué la ayuda internacional a Haití ha fallado, tanto observadores externos como funcionarios implicados durante décadas en la ayuda a Haití admiten que si el problema hubiera sido la pobreza lo habrían podido afrontar. Pero con lo que sistemáticamente se estrellaban sus esfuerzos era con una corrupción endémica creciente. En Afganistán, el estudio de opinión pública más exhaustivo, llevado a cabo recientemente por Naciones Unidas, señala que la corrupción es considerada como el principal problema del país, por encima de la violencia. Por su parte, el primer ministro griego, Papandreu, ha reconocido en una cumbre europea, provocando el estupor entre sus homólogos, que la corrupción es la principal causa de los problemas económicos.

Haití, Afganistán y Grecia son casos extremos de lo que expertos, como Simon Kurer, llaman la "paradoja de la corrupción". Por una parte, la corrupción es una actividad impopular en todo el mundo, pero, por otra, los políticos corruptos resultan populares en muchos sistemas políticos y sobreviven en sus cargos, ganando en numerosas ocasiones elecciones democráticas. Otros ejemplos vienen de países como Italia, India, Tailandia o México, donde, en determinadas elecciones, estar procesado por corrupción no daña o incluso aumenta las probabilidades de reelección de un político. Otros estudios -como algunos en EE UU o en Brasil- muestran que estar involucrado en actividades corruptas reduce, modesta, pero significativamente, tus probabilidades de reelección. Por supuesto, en los países menos corruptos del mundo estos estudios no se pueden llevar a cabo porque no hay un número suficiente de casos como para extraer conclusiones.

En España, mientras vamos cayendo año a año en las comparativas internacionales de "buen gobierno" y los ciudadanos están crecientemente preocupados por la corrupción, nuestras instituciones parecen tener problemas para eliminar a los políticos corruptos. Por un lado, más del 70% de los alcaldes envueltos en escándalos de corrupción mantuvieron la alcaldía tras las últimas municipales. Por el otro, las encuestas muestran cómo partidos con numerosos dirigentes procesados en algunas autonomías mantienen (o aumentan) su ventaja electoral sobre la oposición.

La causa de que nos encontremos cada vez más hundidos en la paradoja de la corrupción hay que buscarla en la ausencia de tres mecanismos que, en otros países de nuestro entorno, facilitan que los políticos corruptos sean castigados en las urnas.

El primero, y que he mencionado ya en otras ocasiones aquí, es la adopción de una burocracia meritocrática impermeable al clientelismo. Los políticos corruptos sobreviven en sus cargos gracias a que ofrecen bienes particularizados a miembros de redes clientelares, ya sean legales, como puestos en la Administración pública, o ilegales, como tratos de favor en contratos públicos. Los países donde los políticos corruptos se consolidan a perpetuidad en el cargo suelen tener términos específicos -padrino, cacique, o jao pho (en Tailandia)- reservados para designar a los cabecillas de las redes clientelares que distribuyen trabajos en la Administración, accesos preferenciales a servicios públicos, contratos públicos o licencias de negocios. Los políticos corruptos exitosos electoralmente son aquellos que, cuando llegan al poder, no llegan solos sino que son capaces de colonizar la Administración pública con los miembros de una red clientelar. Y en España es bastante sencillo. Por el contrario, la fortaleza de los cuerpos de la Administración central del Estado impiden que ésta pueda ser politizada. Esto explicaría el misterioso caso de la trama Gürtel, que se gesta al comienzo de la era Aznar y que extiende sus tentáculos en numerosos municipios y comunidades autónomas, pero que no logra contaminar una sola institución de la Administración central del Estado. Las diferencias entre la relativamente incorruptible Administración central española y la relativamente corruptible italiana, tradicionalmente mucho más politizada, podrían explicarse también por la ausencia en esta última de una burocracia central resistente al clientelismo político.

El segundo mecanismo sería el sistema electoral. Por una parte, votar a candidatos individuales es mejor que a listas de partido cerradas, porque aumentan los incentivos a comportarse honestamente. Si los votantes te pueden echar a ti directamente, intentarás mantener tu reputación intacta. Esta es una característica buena de los sistemas electorales denominados "mayoritarios" (como los anglosajones) y que nosotros no tenemos, pues votamos a una tribu entera. Por otra parte, la falta de responsabilidad individual se compensa en muchos países europeos -que, como nosotros, tienen sistemas electorales denominados "proporcionales"- con un instrumento para limpiar la política de partidos corruptos: diseñar circunscripciones electorales que elijan simultáneamente a muchos representantes. En otras palabras, en esos países hay pocas "barreras de entrada" para que una opción política nueva pueda entrar en la vida política, pues incluso un modesto porcentaje de voto te garantiza representación. Esa característica está muy limitada en España, donde abundan las circunscripciones electorales minúsculas y los incentivos para favorecer el bipartidismo. En resumen, a la hora de limpiar las instituciones de políticos corruptos tenemos lo peor de cada sistema electoral: ni candidatos a los que podemos castigar individualmente (como sucede en los sistemas mayoritarios) ni la opción de dirigir el voto hacia alternativas nuevas o minoritarias (como sucede en los sistemas verdaderamente proporcionales).

En tercer lugar, disponer de medios de comunicación independientes juega un papel clave para que la corrupción tenga efectos electorales. En España tenemos una gran pluralidad externa (entre medios de comunicación), pero la pluralidad interna (dentro de cada medio) es limitada. El extremo opuesto sería el mundo anglosajón, donde la pluralidad externa es mucho menor, pero a costa de una mayor pluralidad interna. Así, nosotros podemos elegir entre un mayor número de medios, pero estos medios ofrecen un mensaje más monolítico. El mayor paralelismo entre medios de comunicación y partidos políticos que existe en España hace que, al contrario que en otros países, las noticias de corrupción se perciban como el resultado de intereses políticos encubiertos. Podemos discutir cuáles son las causas -aunque, la alta discrecionalidad política que tienen los Gobiernos, sobre todo autónomos, para moldear a su imagen y semejanza canales públicos regionales y para asignar subvenciones, licencias de radio y televisión u otras vías de subsistencia a grupos privados de comunicación es una seria candidata-.

Por tanto, si los dirigentes políticos españoles estuvieran realmente interesados en eliminar la corrupción, deberían proponer tres acciones opuestas a las que han estado implementando en los últimos años y que, en un ejercicio de ignorancia o de cinismo, siguen postulando hoy día como solución. En lugar de "prestigiar la política", deberían aspirar a prestigiar la Administración. Y enfatizo que eso no nos acercaría al franquismo, sino a las democracias más avanzadas. En lugar de dar más fuerza a los partidos, deberían dar más peso a los políticos individuales. Y en lugar de fomentar una pluralidad externa y sectaria de los medios de comunicación, deberían mimar la pluralidad interna. O esto o, sin ánimo de ser Casandra, nos deberíamos ir preparando para una tragedia griega.

Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

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