Un mundo de etiquetas
En el último libro de Paul Auster, un tal Mr. Blank se despierta en una habitación. No sabe dónde está ni cuánto tiempo lleva ahí. Las cosas que le rodean llevan una etiqueta adhesiva con su nombre escrito: pupitre, silla, ventana, etcétera.
Surrealista, ¿no? Quizá no tanto. Es alucinante cómo se ha disparado nuestra tendencia a etiquetarlo todo. Responde a una necesaria economía cognitiva. La mente tiene una capacidad limitada de almacenamiento, así que concedemos un solo atributo a cosas y personas: esa mesa es hortera; ese hotel es anticuado; fulano es un pesado; mengano es un lince.
Hasta aquí, de acuerdo. Lo que no es tan lógico es que esa simplificación se haya extendido a las habilidades y ocupaciones de las personas. Cuando nos presentan a alguien, nos suelen preguntar: "Y usted, ¿a qué se dedica?". Si respondemos médico, periodista, piloto de aerolínea o maestro?, no tendremos problema. El interlocutor nos pondrá una etiqueta como las de Mr. Blank y quedaremos catalogados en el gremio de los médicos o periodistas.
El problema aparece si se nos ocurre la imprudencia de dedicarnos, incluso profesionalmente, a algo más. Si quien dijo ser médico añade también profesor de artes marciales, se encontrará con una actitud muy distinta. Los demás no comprenderán muy bien esa doble cualidad y dudarán de sus competencias ¡tanto en medicina como en artes marciales! Lo que debería ser un mérito se convierte en extrañeza.
La explicación está en un fenómeno llamado ventaja comparativa, una teoría económica muy sencilla cuyo máximo exponente fue el economista inglés David Ricardo. Postuló que si un país era más eficiente que otro a la hora de crear un producto, tenía que dedicar sus recursos a éste y abandonar la producción de aquéllos donde era menos eficiente. Por ejemplo, si Portugal produce vinos con menor coste que Inglaterra y ésta fabrica barcos con más eficiencia que Portugal, es mejor que los astilleros lusitanos se reconviertan en enólogos y Portugal compre los barcos a los ingleses. Del mismo modo, es poco creíble que alguien pueda ser bueno, eficiente o competente en dos disciplinas. A nivel de individuo, eso se denomina especialización, que hoy se ha convertido en hiperespecialización. Ya no se trata sólo de ser médico o periodista o economista. En cada profesión han surgido especialidades dentro de las especialidades. Hay médicos especialistas en cardiopatías infantiles crónicas y periodistas especializados en política internacional árabe. Y ese médico o periodista, si pasa muchos años en una especialidad, difícilmente podrá pasarse a otra. ¿Cómo vamos a aceptar entonces que alguien sea bueno en otro campo, si ya es difícil destacar en una especialidad distinta dentro de la misma profesión?
Explico esto porque tenemos un grave problema. Las consecuencias del etiquetado de personas en lo profesional son uno de los principales inhibidores de la capacidad innovadora de una sociedad. En el Renacimiento, la familia Medici, como recoge Johansson en El efecto Medici, fomentó la intersección de disciplinas al mezclar en Florencia a escultores, científicos, poetas, filósofos, estadistas, financieros, pintores y arquitectos. Aprendieron unos de otros, derrumbando las barreras entre sus disciplinas, para alumbrar un mundo basado en ideas nuevas. La explosión y efervescencia creativa que entonces vivió Florencia fue una de las más fértiles de la historia.
Fomentar la intersección de disciplinas y culturas es esencial para la generación de nuevas ideas. Es lógico. Si uno se ciñe a una especialidad se convertirá en un experto en la materia, pero difícilmente podrá redefinir sus límites. Tomamos conciencia de la forma de un objeto cuando lo observamos desde fuera, no desde dentro.
A menudo he oído decir que tal persona es polifacética. Eso es una falacia. Los seres humanos somos polifacéticos por definición. Es la sociedad de la especialización y de la división del trabajo la que nos convierte en monotemáticos. Dominar otros campos no es sólo natural y positivo, sino que ayuda a innovar en la especialidad profesional donde se vivía encerrado.
Recientemente se está demostrando esta verdad. En el campo de la literatura, por ejemplo, hemos asistido a grandes novelistas que provenían de otros campos: José Luis Sampedro, de la economía; Albert Sánchez Piñol, de la antropología; Agustín Fernández Mallo, el autor de Nocilla Dream, es especialista en radiaciones nucleares para aplicaciones médicas; el grandísimo escritor portugués Miguel Torga fue médico, etcétera.
No se trata de si éstos son o no mejores que las personas que se dedican en exclusiva a la literatura, un debate tan peregrino como absurdo. La ignorada cuestión es cuánta de la innovación y creatividad de estas personas surgió de aplicar las técnicas y los estándares de sus otras profesiones a la escritura.
Eso se aplica en todos los sentidos y niveles. Ideo está considerada la mejor empresa de innovación del mundo. De ella surgió, por ejemplo, la Palm. Pues Ideo tiene en plantilla barrenderos, enfermeras, obreros, etcétera, para innovar en productos tecnológicos. Su modo de trabajar, pensar, actuar y decidir es tan distinto, que ayuda a los diseñadores industriales a desmarcarse de sus patrones habituales. La analogía es una de las herramientas creativas más potentes. Establecer analogías, por ejemplo, entre el comportamiento de las hormigas y el de las células cancerígenas puede inspirar en una nueva estrategia contra el cáncer. Pero eso obliga a que un investigador del cáncer comparta ideas con un biólogo de insectos, con el único objeto de abrir su mente.
Así que hay que olvidarse de ser el mejor en un área y nada más. Hay que dedicar tiempo y desarrollar habilidades en otras disciplinas. Sólo quienes huyen de su especialidad unas horas al día pueden redefinirla de forma radical.
Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor.
1 comentario
pies negros -
Y coincido contigo en el artículo, y en la peatonalización del Centro... :)