Explorando los límites
DE TODA LA VIDA, el papel ha sido el campo en que se han librado las batallas por la libertad de expresión: las dictaduras y los Estados totalitarios han tenido en periódicos, panfletos y hojas volanderas su peor enemigo. Si circulaban libremente, los cimientos del despotismo comenzaban a resquebrajarse. Por eso, la conquista de la libertad de expresión ha dejado en el camino cientos, miles de lo que la tradición liberal canonizó como "mártires de la libertad". A nadie, a ninguna sociedad, se le ha regalado la libertad de escribir, de difundir las ideas, de denunciar privilegios. Menos que a nadie, a los españoles. Conquistada por vez primera en el Cádiz de la guerra y de la revolución, derogada luego y mil veces conculcada, los últimos combates dignos de nota tuvieron lugar en los años de transición a la democracia.
La dureza de tanta batalla convirtió a la libertad de expresión en un bien sagrado, un tesoro con sangre conquistado, que no se podía malgastar. No cualquier cosa era libertad de expresión: para ser auténtica tenía que reconocer sus límites. Distinguir lo público de lo privado, considerar inviolable la intimidad de las personas, garantizar los derechos que asisten a cada individuo a no ser impunemente injuriado. Como escribía John Stuart Mill, encontrar y defender los límites contra la invasión en la esfera individual, en la independencia del individuo, es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos como la protección contra el despotismo político.
Por eso resulta irónico -ironía: invocar una cosa seria para decir lo contrario de lo que se piensa, por definirla con Fontanier en sus Figuras del discurso- oír a los dibujantes de El Jueves, cuando entre nosotros las batallas por la libertad de expresión contra poderes despóticos son cosas del pasado, asegurar que su empeño al publicar la portada de marras consistía en "explorar los límites de la libertad de expresión". Hombres de frontera, nada menos, avanzando siempre en el filo de la navaja, asediados por los enemigos de la libertad, descubriendo y conquistando nuevos territorios: tal se presenta la heroicidad de unos periodistas recibidos en loor de multitud por sus colegas tras declarar durante diez minutos ante un juez reticente a comerse un marrón; tal es la única sátira de una historia que en sí misma nada tiene de satírica.
Lejos de ahí, esta historia es paradigmática de la carrera para alcanzar aquel nivel "cada vez más bajo" sobre el que Adorno advirtió hace décadas. Hoy, en efecto, cuando hemos recorrido un camino que ni el más pesimista de los sociólogos pudo imaginar, la lucha por la libertad de expresión, que en sus momentos heroicos siempre tuvo por compañera a la lucha por el reconocimiento de sus límites, ha culminado en la exaltación del principio de la libertad de mercado como único regulador de las relaciones humanas. En realidad, estos dibujantes saben bien que disfrutan de una irrestricta libertad de expresión y que su exploración se dirige a tantear las posibilidades ofrecidas por el mercado como norma suprema de lo que se puede o no se puede decir. Si una historia vende habrá que seguir ahondando. Lo prueba la televisión, que en multitud de programas ahonda y ahonda, hasta llegar -Adorno de nuevo- down to earth, a "vivir como los antepasados zoológicos antes de que comenzaran a alzarse".
Pero si la televisión abrió ventanas para arrojar por ellas a la decencia que, en la aurora del liberalismo, se consideraba inseparable de la libertad, Internet ha abierto posibilidades infinitas en la misma dirección. Ahí se ha convertido en pan de cada día no ya explorar, sino borrar los límites de la libertad de expresión, injuriando y calumniando a quien se ponga por delante en miles de blogs donde cada cual puede dar rienda suelta a sus rencores o frustraciones invadiendo aquello que la tradición liberal consideraba garantía de la auténtica libertad: la intimidad de lo privado, el derecho que asiste a cada persona a lo que sólo puede nombrarse con lenguaje de otros tiempos: el honor, la fama, la dignidad.
Todo vale si el mercado funciona; más aún, nada vale cuando el mercado no funciona. Eso es lo que nos espera. Pero nada de melancolías: la libertad de expresión habrá alcanzado entonces su última victoria: mientras más venda una imagen, menos palabra, sólo la precisa para que la imagen se venda. Y la imagen se vende sin límite cuando un fiscal impaciente solicita el secuestro de un papel, viejo y querido terreno en el que nació la libertad de expresión.
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