Momento y sentido del pos-arrupismo
CIEN años atrás y tal día como hoy, nacía en Bilbao quien refundaría la Compañía de Jesús. Ni más ni menos. Porque Pedro Arrupe, como Superior General de los jesuitas desde 1965 hasta ese 1981 en que sufre la trombosis que le deja inutilizado para el cargo y es sustituido por el P. Paolo Dezza en su calidad de Delegado del Papa, este recio creyente vasco llevará el cuerpo entero de la Compañía de Jesús desde la seguridad a la utopía, es decir, desde una fidelidad desleída al pasado a un compromiso radical con el futuro. Ésta fue su gestión histórica, jurídicamente cerrada cuando en 1983 y reunida la Congregación General de la Compañía como máximo órgano legislativo, elegiría al holandés Peter Hans Kolvenbach como nuevo Superior General. Hasta hoy mismo.
Arrupe vivió en la enfermería de la curia romana de los jesuitas toda una década, desde 1981 a 1991, cuando fallecía entre la admiración y la reticencia de la sociedad eclesial, de la sociedad civil y, por supuesto, de la sociedad jesuítica, tras diez años de sufrimiento y de una degradación progresiva de sus capacidades intelectivas pero también emocionales. Mientras tanto, la Compañía de Jesús experimentaba su propia travesía del desierto, en un intento permanente por demostrar su incondicional vinculación a la Santa Sede, en función de su vinculación específica al Sucesor de Pedro. Hay que reconocerle al Superior General Kolvenbach una capacidad de perseverancia inquebrantable en esta tarea nada fácil, en medio de problemas sin cuento. Ésta es la verdad y de nada sirve evitarla, entre otras razones porque, llegado Joseph Ratzinger al Papado como Benedicto XVI, la relación ha alcanzado de nuevo cotas de normalidad efectiva y afectiva. No en vano, el Papa teólogo concedía recién llegado al Vaticano permiso al Superior General Kolvenbach para convocar una próxima Congregación General a comienzos del ya inmediato 2008, en la que presentaría su inusual renuncia tras 25 años de gobierno y, en consecuencia, se elegiría a su sucesor. Todo un detalle de confianza con este holandés de rito armenio, experto en silencios discutidos y en vinculaciones exigentes.
Quiere decirse que, con esta convocatoria, la Compañía de Jesús se enfrenta de verdad al post-arrupismo, pues probablemente la gobernará un jesuita mucho menos determinado por la persona del líder carismático que fuera el bilbaíno Arrupe. El centenario de su nacimiento, así, coincide con una alternativa jesuítica de gran calado, de la misma manera que el mundo se ha transformado en esta centuria y la Iglesia experimentaba fluctuaciones profundas a lo largo del pontificado de Juan Pablo II: ya no es el mismo contexto que presionó la acción de Arrupe, y quien resulte elegido como Superior General de los jesuitas tendrá que enfrentarse a desafíos diferentes a los que viviera aquel hombre de nariz aguileña y ojos desafiantes. Tras los años intermedios de Kolvenbach, habrá llegado el momento de organizar la refundación arrupista como respuesta selectiva de las posibles acciones evangelizadoras, pero también como revisión de las articulaciones intrajesuíticas para alcanzar el dinamismo exigido por el momento histórico.
Entonces, ¿qué aporta Pedro Arrupe a esta cita histórica que quienes fueron sus jesuitas deben enfrentar con decisión y generosidad? En una reciente carta escrita por Jon Sobrino a Ignacio Ellacuría, como si éste permaneciera entre nosotros una vez muerto, le dirige estas palabras: «De la profundidad subjetiva de esa fe, nada puedo decir argumentativamente. Creo que el Padre Arrupe se puso siempre ante un Dios siempre mayor y siempre nuevo, y le dejó ser Dios». Probablemente, es lo mejor que el vasco tozudo y sencillo haya legado a sus sucesores: una fe en Dios tan radical que siempre esté por encima de todo, de todas las personas y de todas las eventualidades, como último argumento para hacer lo que se haga en la sociedad y en la Iglesia. Porque tal fe en Dios será, como ya sucediera con el mismo Arrupe, motivo de fidelidad al hombre en su ponerse histórico, sin evitar las complicaciones que la historia conlleve en todas las dimensiones de la vida: la fe en Dios es el trabajo por el ser humano donde esté y como esté, como ámbito donde refulge el rostro de un Dios hecho carne humana en Jesucristo. Quienes solicitan de los jesuitas un permanente compromiso histórico, harían bien en desear para ellos un correlativo compromiso metahistórico. Cuando ellos, en un desmedido afán de modernidad, se desvinculen de Dios, también lo harán de los hombres y de las mujeres del momento. Ahí, precisamente, radicaba el misterio de un Arrupe que, creyente radical, dejaba a Dios ser Dios, siempre, en cada instante de su vida como individuo y como gobernante.
¿Dónde quedaba, entonces, la Iglesia en cuanto tal en el imaginario de Arrupe? ¿Dónde situaba este intuitivo histórico las relaciones que vinculan a la Compañía de Jesús con el Sucesor de Pedro como signo de la unidad eclesial? Arrupe siempre declaró ser «fiel hijo de la Iglesia» e insistía a sus jesuitas para que lo fueran con absoluta transparencia en su vida y en sus actuaciones. Más todavía, si Pedro Arrupe pasó lo que pasó, que fue muchísimo, se debió a una profundísima vinculación a la Iglesia, a la que intentó servir desde una obediencia tan leal como inteligente, tan adherida como objetivante, tan filial como fraternal: un conjunto de matices que, más tarde, Kolvenbach definirá como fidelidad creativa. Y si pecó de ingenuidad, que muy probablemente pecó, se debió a que nuestro hombre pensaba que los demás vivían, procedían y deseaban con la misma puridad con que lo hacía él. Tal ingenuidad puede que le provocara actitudes y soluciones imprudentes desde un punto de vista político, pero precisamente este hecho obliga a reflexionar muy seriamente sobre la naturaleza evangélica de una posible ingenuidad cristiana. Se trata de entenderlo o no entenderlo.
Y desembocamos en la utopía, donde siempre se movió Pedro Arrupe como pez en el agua. Una utopía cristiana, de sabor muy tehilardiano y todavía más ignaciano, que le llevó a desear siempre más en el servicio de Dios en los demás, pero también que le condujo, como hemos intentado significar, a una vinculación eclesial cada vez más profunda desde la libertad. Pero vivir así, desde la utopía, exige una puridad interior tremenda, la puridad de los grandes santos, incluso de esos santos laicos con quienes tantas veces nos cruzamos los creyentes. Los jesuitas del futuro, como decía el gran Kart Rahner, serán místicos o no serán. Estarán tan afincados en lo nuclear de Dios, estarán tan relacionados con él que, sin poder evitarlo, optarán por las causas aquellas en que Dios se juega más y más en la historia humana, es decir, en las causas donde la urgencia de com-pasión adquieran dimensiones más fuertes. Una utopía creyente que produce compromiso con la justicia.
Este hombre tan baqueteado por unos y por otros alcanza los cien años cuando su Compañía de Jesús, según escribíamos antes, se encuentra ante un instante decisivo: la Congregación General que comenzará cuando 2008 despunte. Con ella verá la luz el pos-arrupismo histórico, según decíamos. Pero una cosa es que los jesuitas asuman este novedoso momento de su historia, y otra muy diferente que pasen página del legado espiritual y cristiano heredado de forma providencial: legado de divina utopía, con los pies del todo en la tierra de todos, camino de una sociedad y de una Iglesia más auténticas en el servicio y en la libertad. O tal vez, en el servicio de la libertad. Es decir, en fe de Jesucristo.
Norberto Alcover es profesor de Comunicación en la Universidad Pontificia Comillas
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