Otra política (I)
Introducción a "La transformación de la política" (Península)
El malestar ante la política es bastante viejo, pero sus causas van cambiando a lo largo del tiempo. La historia podría escribirse como la modificación de los motivos de ese malestar. Apenas ha cambiado la escasa valoración que reciben los políticos entre sus ciudadanos, mientras que son muy variadas las causas de ese desprecio. Si hiciéramos un inventario de las quejas actualmente en curso tal vez nos encontráramos con la sorpresa de que su tenor ha cambiado radicalmente en unos años; donde hace no mucho se criticaba el abuso de poder, se critica ahora la impotencia de los supuestamente poderosos. El destinatario de ese malestar no es el estadista prepotente sino el político que no puede, que no se aclara y repite un discurso convencional con una pobre escenificación.
Lo que actualmente desacredita a la política no es una actitud autoritaria sino la distancia entre lo que habría que hacer y lo que se hace, la discrepancia entre las palabras y los hechos, la precipitada apelación a que no es posible hacer otra cosa. Lo que molesta de la política es su desconcierto e incapacidad. Con ánimo de agudizar la contraposición, podría afirmarse que nunca fue la política tan impotente. La capacidad configuradora de la política retrocede preocupantemente en relación con sus propias aspiraciones y con la función pública que se le asigna. La amenaza actual de la política no es tanto la violencia o el caos como la impotencia de una escenificación rutinaria.
Así pues, el actual cansancio político no surge de un desinterés por el bien público sino de la desesperanza de poder hacer algo con la política tradicional. Las tareas de la política se han modificado en este último cuarto de siglo de un modo dramático mientras que los políticos apenas han transformado su discurso, talante y actuación. La política es una mezcla ocasional de postergaciones, administración y táctica.
El lenguaje político es el primero en registrar esa insignificancia, fundamentalmente en su tono abstracto y convencional. La gente oye hablar de niveles, factores, problemas e índices y se desentiende de los asuntos políticos, lo cual da una oportunidad a los siniestros simplificadores. Muchos de los conceptos que todavía manejamos tienen un aspecto cansado y resulta difícil inventar otras categorías desde la que comprender algo mejor la realidad social. Esta precariedad hace que tengamos la sensación de vivir en una sociedad desconocida, cuya realidad se mueve más rápidamente que nuestro vocabulario político, siempre tan lento e impuntual. Casi todos los diccionarios políticos y sociales han envejecido aunque sus conceptos sigan utilizándose. Buena parte de nuestros discursos los conforma un lenguaje ruinoso e inapropiado. Cubrimos con las mismas fachadas verbales realidades que han cambiado radicalmente. Nos parecemos a alguien que sigue tratando de atrapar algo con un brazo que ha perdido o a quien vive de una renta hace tiempo agotada.
Pero los cambios que se nos exigen van más allá de las denominaciones. En el marco de esa transformación de la política que exigen las nuevas circunstancias, lo fundamental es determinar qué exigencias se debe plantear a la profesión política. Esa extraña mezcla de incompetencia y pericia que caracteriza a la política es inevitable cuando no están claras las funciones que se esperan de ella. La cuestión estriba en qué podemos pedir a la política que no puedan darlo otras funciones sociales. El hecho de que esto no esté muy claro puede ser la causa que explique la irrupción en la política de empresarios, jueces o periodistas, jaleados por una demagogia simplista que dice despreciar la incompetencia de la clase política cuando en realidad desprecia las exigencias de la vida democrática.
Esta simplificación revela un problema de fondo que la política debe resolver. La política perdería una oportunidad de establecer cuáles son sus responsabilidades si viera en ello solamente una injerencia injustificada, pero no acertaría a determinar en qué reside la falta de justificación de que se apliquen a ella los métodos propios de la economía, la justicia o la comunicación. Podría suceder entonces que la política siguiera funcionando y se ocupara de sí misma sin que eso molestara a nadie porque sus prestaciones fueran irrelevantes para los otros sistemas, hasta el punto de que se planteara la cuestión acerca de qué funciones sociales cumple que no puedan ser llevadas a cabo por otros sistemas incluso de un modo más profesional. De esta carencia se benefician los diversos populismos que presentan para solucionar los problemas políticas a quienes han acreditado estar en condiciones de solucionar otro tipo de problemas, de tipo empresarial o judicial por ejemplo, o son líderes en el mundo de la comunicación. Las aspiraciones políticas de empresarios, jueces y periodistas se apoyan en la incompetencia de los políticos y en el agrado con que son recibidos los mensajes simplistas en un mundo abrumado por la complejidad.
No es extraño, por tanto, que en los aledaños de la ciencia política reine desde hace tiempo una retórica inaugural cuyo reverso es la perplejidad. La proclamación de una cesura histórica, los rituales de bienvenida hacia alguna novedad o las despedidas solemnes de conceptos inservibles pueden ser acertadas pero también ponen de manifiesto que no se sabe muy bien qué está pasando. Es relativamente registrar que algo ya no funciona, pero las cosas se complican cuando se trata de aventurar qué lo va a sustituir. Todo lo cual, tratándose de política, no es especialmente grave, pues se trata del saber menos exacto de cuantos tenemos, con el agravante de que tampoco podemos prescindir de él (como hacemos con otras cosas menos necesarias que nos desconciertan) sin pagar un alto precio.
Este desconcierto está producido, en buena medida, porque lo que sucede en la realidad política es mucho más interesante que los conceptos con los que se interpreta. Como dice Xavier Rubert de Ventós, hay muchas cosas y experiencias que discursos repertoriados donde aparcarlas y neutralizarlas. Es bastante lógico el lamento por lo mal que funciona la política: es el arte más difícil, donde se tramita más incertidumbre y se manejan asuntos tan inverosímiles, contingentes, con escasa información y urgencias de tiempo. Y esta dificultad se agudiza cuando la política ya no se deja atrapar en las simplificaciones de las ideologías tradicionales, que hacían de la sociedad algo manejable y previsible.
Estamos en una época de transformación de la que ni los optimistas ni los pesimistas pueden predecir si resultará una revitalización de la política o la normalización de su forma degradada. La cuestión es saber si bajo las actuales condiciones de una complejidad inabarcable, cuando todo parece acontecer con una dinámica enfrentada a las posibilidades configuradoras del gobierno, es posible encontrar un equivalente moderno para lo que era la política en el mundo antiguo. La pregunta que Hannah Arendt se planteaba hace cincuenta años-¿tiene la política algún sentido?-mantiene su actualidad...
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