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El toro y Manhattan

El toro y Manhattan


La calle 14. Si ha habido alguna vez un lugar en Nueva York en el que vibrara algo parecido a una colonia española, sucedió alrededor de la calle 14. Aún quedan restos de aquellos locales en los que Cuba, España y México se daban la mano. En parte, porque hay una cercanía evidente, y en parte, porque los dueños de restaurantes se tomaron al pie de la letra la confusión que tienen los americanos con el mapa, y en los restaurantes populares, de esos en los que el menú se escribe con tiza, se anunciaban la paella y los tacos, como si tal cosa. México y España inventaron la comida fusión, en esa zona de Chelsea, mucho antes incluso de que existiera el concepto tan pijo para la comida oriental, que también nació, por cierto, de nuestra incapacidad para distinguir a un chino de un vietnamita. Propongo un nuevo término, comida con-fusión, y un movimiento culinario, el con-fusionismo. Pero a lo que iba, la colonia española se extinguió, aunque aún quedan los ecos. Hay un eco en el hotel Chelsea, con ese restaurante Don Quijote que Andy Warhol entendía como la celebración máxima de lo kitsch, pero que para usted y para mí, que hemos padecido una infancia de bares de carretera, es una suerte de paroxismo cañí: el mítico gotelé (goterones tan grandes que rozarte contra ellos es dejarte la piel a tiras), bodegones posvelazqueños, vírgenes de esas que consiguieron que odiáramos a Murillo, cuando el hombre no tenía la culpa de nada, y unos molinos con aspas giratorias como si fueran ventiladores. La decoración llama a pedirse un bocadillo de calamares goteando aceite y una sangría, bebida que, por cierto, se ha puesto de moda este verano; es la bebida estrella de esta tendencia con-fusión. Te la sirven en cualquier antro hispano, y te coges una toña, a lo tonto, que yo calificaría como "toña de chiringuito". Saben de lo que les hablo. Hay otro punto de la antigua colonia, La Nacional, una especie de bar, restaurante y punto de encuentro desde 1863, que en estos días ve amenazada su existencia y está intentando recabar apoyos para que continúe abierta. El domingo, después del brunch, esa comida americana que suena tan fina en la que se comen cosas tan bastas (huevos, salchichas, hamburguesas y bizcochos), el eco de la 14 nos llegó al corazón. Hablo en plural porque éramos un grupo de españoles de todas las Españas deseando encontrar un bar para unirnos así a esa especie de catarsis que ha supuesto la final de la Eurocopa. Con nosotros iba el más español de todos, ese al que llamamos Boris, pensando que es un seudónimo, pero que en realidad se llama así porque fue un capricho de su mamá, en homenaje a Boris Godunov. Boris era para nosotros como Casillas para la selección. Tras él entramos en La Nacional, abarrotada de gente fundamentalmente joven que en algún lugar de su anatomía lucía una bandera española. Estudiantes, científicos, médicos, arquitectos, ancianos de la vieja colonia, turistas..., todo el abanico de la presencia española en la ciudad estaba allí sudando, saltando, bebiendo cerveza, y en medio, nuestro Boris, que se dejó fotografiar, sin perder la sonrisa, con toda esa sudorosa afición. Boris por aquí, Boris por allá. Había una especie de locura, que se acentuaba por la falta de aire acondicionado. El gol llegó, y tras él los momentos de tensión hasta el último minuto. Una lluvia de goterones gordos, una ducha literal, cayó del cielo, y la gente salió a oxigenarse y a cantar la victoria. Yo, refugiada en un rincón, no daba crédito. Un grupillo de gente joven empezó a cantar Que viva España (la canción, por cierto, que más odia Manolo Escobar), y un hombretón sacó a bailar a Boris el pasodoble. Reconozcamos, de una puñetera vez, que después de tantos años de evitar decir la palabra España, de considerar la bandera como símbolo franquista, de ser incapaces de vivir con naturalidad el hecho de ser españoles, que no es un orgullo, sino una evidencia, un pasaporte, una cercanía familiar con toda su diversidad, aunque sólo sea porque, coño, somos un país más pequeño que Tejas; reconozcamos, digo, que las escenas del domingo fueron inauditas y tuvieron algo de liberadoras. Los jóvenes llevaban toros de Osborne en las banderas. ¡Toros! Dios mío, hace sólo tres meses me llamaron de un periódico italiano para preguntarme a qué se debía ese rechazo a un símbolo popular carente de ideología. Se debe, dije, a que somos como somos. Un coñazo, francamente.

La selección entró por la Castellana celebrando la victoria, pero yo me llevé la milésima parte de ese triunfo porque entraba en las tiendas manhatteñas y era felicitada en cuanto un comerciante advertía que era española. Un zapatero egipcio me dijo: "¡Hombre, no va a apoyar un egipcio a Alemania!". Mi portero, o mi superintendente, como dicen aquí, ese hombre que en el telefonillo se anuncia como "Súper Jiménez" (¿no es increíble?), me tuvo una hora en la calle explicándome el golazo; hablándome del Xavi, del niño Torres o de Casillas como si fueran sus primos. Me dijo: "Hicimos barbacoa en Nueva Jersey para ver ganar a España. No conozco a nadie en mi entorno que apoyara a Alemania". "En el mío, sí", le dije, "Urkullu". Pero el hombre no lo entendió. -

Elvira Lindo

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