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Otra política (y II)

Otra política (y II)

Continuación de otro post anterior de hace mucho tiempo...

La función principal de la política es la producción y distribución de los bienes colectivos necesarios para el desarrollo de una sociedad, para lo que se requiere adoptar una serie de decisiones, en un tiempo limitado, con escasez de datos y recursos, en un medio extremadamente complejo que las nuevas condiciones sociales no parecen sino embarullar. El perfil que define la competencia profesional del político es una capacidad especial para tomar decisiones colectivas en situaciones de elevada complejidad. La política es un ámbito de innovación y no sólo de gestión. Y la creatividad tiene mucho que ver con el hallazgo de un lenguaje apropiado para hacerse cargo de lo nuevo. Aquí podríamos encontrar un nuevo eje para delimitar la izquierda de la derecha, un indicativo para reconocer el progreso frente a la tradición. Lo innovador es la capacidad de descubrir problemas, nombrarlos y hacerles frente; lo conservador sería la seguridad indiscutible que oculta la dificultad y disimula las propias perplejidades. Es avanzada aquella política que recoge las preguntas incómodas que la pereza mental no quiere hacerse por miedo a tener que cuestionar sus cómodos esquemas, sus prácticas habituales y su falta de atención hacia las cosas que se mueven, La verdadera demarcación política es la que distingue a los que no encuentran más que motivos para confirmar cuanto sabían frente a los que son capaces de incertidumbre. Las nuevas situaciones recuerdan a la política que ante cada reforma ha de plantearse la pregunta de si está ante problemas que simplemente puede solucionar o si se trata de transformaciones históricas que exigen una nueva manera de pensar. La innovación procede siempre de que alguien se preguntó si lo hasta entonces dado por válido se ajustaba a las nuevas realidades. Quien sea capaz de concebir el cambio como oportunidad, verá cómo la erosión de algunos conceptos tradicionales, de su rigidez y angostura, hace nuevamente posible la política.

La política consiste, fundamentalmente, en hacerse una idea del conjunto y compatibilizar en lo posible los elementos que están en juego. Para ello es necesario disponer de una visión general (o imaginársela, actuando un poco a ciegas, tentativamente, asumiendo riesgos, como suele ser el caso). Las circunstancias lo han puesto todo más complicado porque esta abarcabilidad es el recurso más escaso en una sociedad que se ha vuelto más opaca, en la que se ha multiplicado casi todo: los niveles de gobierno, los sujetos que intervienen en los procesos sociales, los escenarios sociales, las exigencias contradictorias (economía, política, cultura, seguridad, medio ambiente...), las materias que son objeto de decisión, los impactos de cada intervención. Aunque haya todavía quien encubre su perplejidad con retóricas simplificadoras, nuestros problemas no se solucionan buscando un culpable porque no se deben a la mala voluntad de unas elites conspirativas, a la maldad de la clase dominante o a la ignorancia culpable de quienes gobiernan. Todos los agentes colectivos padecen de una cortedad de vista. Muchos son los motivos que avalan la dificultad de conseguir un orden social inteligente e inteligible.

No es extraño que, estando así las cosas, la mayor aceleración social coincida con el menor interés por ensayar fórmulas innovadoras; cuando las cosas cambian demasiado, la gente no se mueve, huye de la experimentación. Precisamente una de las características más decepcionantes de nuestra práctica política es su estancamiento casi ritual, el temor a salirse de las fórmulas convencionales que han funcionado hasta ahora. De ahí su tendencia a la tecnocratización, el convencionalismo y la inmovilidad. Es llamativo que en el mismo mundo convivan la innovación en los ámbitos financieros, tecnológicos, científicos y culturales con una política inercial y marginalizada (Vallespín). El repliegue de la política frente al vigor de la economía o al pluralismo del ámbito cultural es un dato que merece ser tomado como un punto de partida de cualquier reflexión acerca de la función de la política en el momento actual.

Hasta la enumeración de los males es muy poco original. Hace ya tiempo que se insiste en llamar la atención sobre las dificultades que proceden de los límites de la política, los costes de la burocracia y la inestabilidad de la economía. En el mundo avanzado se da la paradoja de que el desarrollo de la ciencia y de la técnica producen una realidad social menos gobernable. Y quizá sea ésta una de las claves para entender lo que nos pasa. En otras sociedades la catástrofe ha sido algo ocasional; la desestabilización, una amenaza eventual y pasajera. En las sociedades contemporáneas los procesos adoptan configuraciones inestables e incluso caóticas. La democracia y el mercado son instituciones que viven en medio de las crisis y desequilibrios. Por eso la incertidumbre y la inestabilidad son características normales de los actuales procesos políticos, sociales y económicos. Y por eso mismo se debilitan los instrumentos clásicos del gobierno, que ya no sirven para una sociedad radicalmente desordenada e inordenable.

Las vías de solución más clarividentes apuntan hacia la conveniencia de pasar del ideal de un gobierno fuerte a lo que podría llamarse “un gobierno débil del cambio social”. Toda fórmula de gobierno fuerte (soberano, del centro hacia la periferia, de arriba hacia abajo, directo) es pretenciosa y poco realista. “Las potencias vinculadas al dinero y a la tecnología prevalecen y modifican el papel de la política. Si bien ello libera a las sociedades más desarrolladas de la pesadilla de tentaciones autoritarias y planificadoras del cambio, las deja también relativamente indefensas ante esas fuerzas que conjugan dinero, mercado global y tecnología” (Donolo). Pero en este concepto no desaparece la política; tan sólo se desvanece la posibilidad de confiarlo todo en el recurso a sus mecanismos tradicionales: control, protección homogeneizadora, domesticación social. La riqueza de un gobierno está en otra parte: en su capacidad de promover la cooperación, en su atención a criterios como la sostenibilidad y la compatibilidad. Por esta línea parece discurrir la posibilidad de dar con el sentido de la política en una sociedad en que se han multiplicado los procesos de autoorganización y fraccionamiento social.

Un mundo que está pidiendo ser interpretado nos exige contemplar la política de forma no convencional, abrir nuestra mirada a una realidad mucho más compleja. Para lo cual resulta útil el consejo de Hirschman de “abordar causas públicas con entusiasmo, pero son el arrebato y las expectativas milenaristas que garantizan el fracaso y la decepción generalizada”.

Si es verdad que estamos obligados a pensar de nuevo la función de la política en el siglo XXI, la primera tarea consiste en volver a pensar los lugares comunes, el concepto que nos hemos forjado del oficio político. La primera parte de este libro examina precisamente esas prestaciones básicas que esperamos de la política: su capacidad de tramitar posibilidades, oportunidades y compromisos, su función mediadora y de atención al bien común, la necesidad que tiene de limitarse a sí misma y generar una ética interna. En la segunda parte se inspeccionan algunos rasgos de la sociedad contemporánea que invitan a una transformación de la política. Determinadas modificaciones del pluralismo o la identidad, así como los cambios generados por las nuevas funciones de la opinión pública, por las dificultades planteadas en materia de seguridad o el tratamiento político de la naturaleza parecen estar exigiendo un replanteamiento de los tópicos habituales de la política. Esa nueva cultura política –tal es el tema del que trata la tercera parte del libro- supone una transformación en la manera de entender el estado y el gobierno, así como una nueva diferenciación ideológica entre la derecha y la izquierda que posibilita síntesis inéditas y altera no pocas de nuestras cómodas instalaciones. Es imposible hablar de política de manera imparcial, como un notario que registrara meramente lo que pasa, sin introducir valoraciones y juicios, que en estos asuntos adquieren siempre una cierta dimensión de adivinación del futuro. El tratamiento filosófico de los temas políticos no se sitúa al margen de esa parcialidad. Su contribución no consiste en hablar desde alguna posición privilegiada, sino en justificar y argumentar. La filosofía política tiene además una especial obligación de atender para entender lo que pasa. En un mundo que parece más complejo e incomprensible que los anteriores, comprender es un bien escaso. En otras épocas, interpretar la realidad era una pérdida de tiempo, una distracción de las exigencias de la praxis; ahora es un modo de actuar sobre la realidad, una verdadera actividad política que comienza desenmascarando aquellas formas de pseudoactividad cuya aceleración y firmeza se deben precisamente a que no se tiene ni idea de lo que pasa.

Daniel Innerarity en Introducción a La transformación de la política.

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